Opinión: Las consecuencias del suicidio médicamente asistido en Canadá

La Maison Simons, más conocida como Simons, es una reconocida tienda canadiense de ropa. A fines de octubre, lanzó un cortometraje de tres minutos: un tributo emotivo y místico que motivaba el llanto. La protagonista era Jennyfer Hatch, una mujer de 37 años de Columbia Británica, que recibió la aprobación de lo que la legislación canadiense denomina “asistencia médica para morir” en medio del sufrimiento asociado al síndrome de Ehlers-Danlos, un grupo de trastornos que afectan los tejidos conectivos del cuerpo.

En una entrevista mencionada por el National Post de Canadá, el jefe comercial de Simons declaró que la película “obviamente no era una campaña comercial”. Más bien, era el significante de un deseo de espíritu público de “construir las comunidades en las que queremos vivir mañana y legar a nuestros hijos”.

Para esas comunidades y niños, el mensaje del video es claro: deben creer en la santidad del suicidio médicamente asistido.

En años recientes, Canadá ha promulgado algunas de las leyes de suicidio médicamente asistido más permisivas del mundo, que autorizan a los adultos a solicitar el suicidio asistido por un médico o la eutanasia directa en muchos diversos tipos de sufrimiento grave, que no se limita a las enfermedades terminales. En 2021, más de 10.000 personas pusieron fin a su vida de esta manera, lo cual representa más del 3 por ciento de todas las muertes en Canadá. En marzo, entrará en vigor una nueva reforma que permitirá el suicidio médicamente asistido en caso de enfermedades mentales; también se está estudiando la posibilidad de permitir el suicidio médicamente asistido a menores “maduros”.

En la era del populismo, hay un debate acalorado sobre cuándo una democracia deja de ser liberal. Pero el avance del suicidio médicamente asistido plantea otra cuestión: ¿qué pasa si una sociedad sigue siendo liberal, pero deja de ser civilizada?

En las reglas de la civilización necesariamente hay zonas grises. No es una barbaridad que la ley reconozca la existencia de decisiones difíciles en la atención médica al final de la vida, sobre cuándo retirar el soporte vital o cómo manejar el dolor agonizante de forma agresiva.

Sin embargo, es algo bárbaro establecer un sistema burocrático que ofrezca la muerte como un tratamiento confiable para el sufrimiento y que emplee a los profesionales de la salud para aplicar esta “cura”quizá haya males peores en el futuro, este no es un argumento de efecto dominó: cuando 10.000 personas recurren a su sistema de suicidio médicamente asistido cada año, ya se ha entrado en la distopía.

De hecho, según un extenso informe de Maria Cheng de The Associated Press, los sistemas canadienses muestran precisamente las características corrosivas que anticipaban los críticos del suicidio asistido, desde los profesionales de la salud que se dice que lo sugieren a sus pacientes hasta los enfermos en busca del descanso eterno por razones vinculadas al estrés financiero.

En estos temas, se pueden ver las oscuras maneras en las que el suicidio médicamente asistido interactúa con otros problemas de la era moderna: el aislamiento impuesto por la descomposición familiar; la propagación de las enfermedades crónicas y la depresión; la presión por envejecer, las sociedades con bajos índices de natalidad que recortan sus costos sanitarios.

Pero el mal no radica solo en esas interacciones; se encuentra en los fundamentos. La idea de que los derechos humanos abarcan el derecho de autodestruirse, la creencia de que las personas que se encuentran en un estado de terrible sufrimiento y vulnerabilidad en verdad están en “libertad” de decidir acabar con todas las opciones, la idea de que los profesionales de la salud deben incluir la muerte entre los posibles tratamientos, son ideas inherentemente destructivas. De no ser controladas, forjarán un cruel mundo nuevo, un capítulo final deshumanizado para la historia liberal.

Para cualquiera en la derecha que se oponga a Donald Trump y a la inmundicia que lo rodea (más recientemente en su mesa de Mar-a-Lago), los últimos seis años han obligado a plantearse preguntas difíciles sobre cuándo tiene sentido identificarse con el conservadurismo, para preocuparse por su dirección y supervivencia.

Una de las respuestas depende de qué futuro distópico se teme más. Entre los antitrumpistas más acérrimos que abandonaron la derecha por completo, el mayor temor es el de un futuro autoritario o fascista, una amenaza de la derecha a la democracia que requiera toda la resistencia posible.

Pero en la experiencia canadiense podemos ver cómo podría ser un Estados Unidos con el poder real de la derecha roto y un conservadurismo domesticado que ofrezca poca resistencia al liberalismo social. Y ahí el peligro distópico parece no solo más inmediato que cualquier escenario autoritario de derecha, sino también más difícil de resistir, porque sus rasgos son congruentes con tantas otras tendencias, al que tantas instituciones poderosas les han allanado el terreno.

Sí, hay liberales, canadienses y estadounidenses, que pueden ver por qué el suicidio médicamente asistido está mal. Sí, el apoyo más explícito al descanso eterno todavía puede inspirar reacciones negativas: las reacciones en Twitter al video de Simons han sido implacables y la empresa lo eliminó de su sitio web.

Pero sin un conservadurismo poderoso, la balanza cultural se inclina demasiado en contra de estas dudas. Y cuanto más avanza la descristianización, más fuerte es el impulso de tomar el camino del video de Simons: racionalizar el nuevo orden con garantías implícitas de que es lo que quiere algún poder superior.

Muchas veces se defiende el suicidio médicamente asistido con el argumento de que las objeciones más fuertes provienen de la religión bíblica. Pero los argumentos espirituales nunca desaparecen del todo y el orden liberal en un crepúsculo distópico seguirá estando impregnado de algún tipo de fe religiosa.

Así que sigo siendo conservador, infeliz pero decidido, porque solo el conservadurismo parece ofrecer un obstáculo obstinado a esa distopía... y preferiría no descubrir la naturaleza completa de su fe.

© 2022 The New York Times Company