Mata al conejo, salva la isla

¿Cuánto daño puede hacerle un adorable conejito, blanco como el que usan los magos, a un ecosistema? ¿Y si no es uno, y son doce? Pues, tal y como se explica en un artículo reciente, mucho. Hasta el punto de cambiar por completo el funcionamiento del ecosistema.

Como muchas invasiones biológicas, esta historia empieza de manera bastante inocente. Un par de pescadores, tío y sobrino, se aburrían durante los largos inviernos canadienses. Muchas horas sin luz, mucho frío, y poco que pescar. Así que buscaron algo que hacer, que les entretuviese y al mismo tiempo les diese algo de dinerillo.

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¿Qué se les ocurrió? Pues llevar unas cuantas liebres americanas – Lepus americanus, que en inglés tienen el simpático nombre de “liebre de patas de nieve” - a una pequeña isla. No se imaginaban que unos pocos individuos, apenas una docena, pudiesen causar mucho problema.

Pero vaya si lo hicieron. En pocos años, esa primera docena se había convertido en varios centenares de individuos. La tasa de reproducción de los conejos y liebres es muy elevada, y sin competidores que luchasen por la comida, ni apenas depredadores, camparon a sus anchas y crecieron en número.

Claro, que la cosa no quedó ahí. Como es habitual en los pescadores de la zona, la pareja de tío y sobrino aprovecharon un invierno para talar unos cuantos abetos balsámicos – Abies balsamica, o en ingles “Christmas tree”. De estas plantas obtenían tanto aceites como madera, e incluso los vendían como árboles de Navidad.

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Estos árboles nunca volvieron a crecer. Cada vez que los plantones, los retoños de abeto, comenzaban a crecer, las liebres se los comían. No completos, en realidad. Los dejaban con forma de bonsáis, suficientemente grandes como para protegerse de las águilas pero demasiado pequeños como para recuperar la cubierta vegetal.

Las liebres ya había arrasado una isla, pero era pequeña y sin demasiada importancia… Hasta que, durante un verano bastante particular, las mareas bajaron lo suficiente como para dejar un paso abierto hacia otra isla cercana, mucho mayor en tamaño.

Que, curiosamente, también era sede de un centro de conservación y recuperación de fauna. En concreto se encargaban de supervisar a la última población salvaje de eider común (Somateria mollissima), el pato más grande del hemisferio norte.

Una especie casi extinta y una invasora normalmente no casan bien. De hecho, la presencia de liebres comenzó a afectar de manera muy negativa a la supervivencia de los patos. Pero eso no desalentó a los conservacionistas, que se pusieron manos a la obra.

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Con la ayuda de los descendientes de los pescadores originales, diseñaron un proyecto para erradicar a las liebres. Pero no les salió muy allá. Hasta el punto de que, desesperados, contactaron con la mayor autoridad en casos de erradicación de invasoras, el Departamento de plagas de
Nueva Zelanda.

La respuesta que recibieron fue bastante contundente. Con la cantidad de terreno que tenían que cubrir, el número de cazadores y de perros, no deberían tener problemas para acabar con la invasión. Así que, o bien algo estaban haciendo mal, o simplemente no ponían el esfuerzo necesario.

Ante este comentario, los científicos y los voluntarios decidieron redoblar sus esfuerzos. Reclutaron más mano de obra, adiestraron más perros, y salieron con la idea de no dejar ni una sola liebre. Y esta vez sí lo consiguieron, acabaron con toda la población invasora.

Hay que ver cuánto daño pueden hacer una docena de liebres, cuando se las lleva donde no deben estar.