Los buenos, los malos y los 'radicalmente deshonestos'
En esta era de troles, bots e impostores digitales, palabras como “maniático”, “chiflado” e “intimidador” suenan de lo más anticuadas, como salidas de la época de la televisión en blanco y negro. “Canalla” casi podría considerarse una expresión de cariño, un calificativo sin ningún respeto por las particularidades culturales de tantos que tienen por única misión sembrar desinformación mientras se pasean con lúgubre placer por la plaza pública virtual.
Es necesario un lenguaje más preciso, una tipología para clasificar las mentiras y trampas que no solo sea aplicable a todos, sino que además resalte la diferencia entre los tramposos comunes y corrientes y aquellos que tienen problemas de personalidad más profundos.
La psicología puede ayudarnos en este menester. En un artículo nuevo, un equipo de investigadores de España relata cómo dio los primeros pasos: elaboraron una guía básica de patrones de mentiras y trampas, al menos entre personas que participaron en experimentos sencillos de laboratorio.
“En este estudio identificamos tres perfiles diferentes de deshonestidad y trampa, y dentro de cada perfil observamos dos tipos distintos”, explicó David Pascual Ezama, principal investigador del estudio, quien es economista conductual y trabaja en la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad Complutense de Madrid.
Los psicólogos han estudiado la deshonestidad de muchas formas desde los albores de esa disciplina y han descubierto que, al igual que la mayoría de las acciones sujetas a censura social, ofrece beneficios evolutivos, pero también representa riesgos obvios. Los niños aprenden a guardar secretos cuando tienen alrededor de 6 o 7 años, por ejemplo, y adquirir las habilidades necesarias para engañar por lo regular forma parte del desarrollo, cuando comienza a formarse la identidad psicológica.
En décadas recientes, los psicólogos versados en negocios han investigado la deshonestidad en situaciones más transaccionales. ¿Con cuánta frecuencia las personas mienten acerca de las cuestiones más sencillas, como lanzar una moneda al aire, si está en juego un dólar? ¿Y si están en juego cinco o diez dólares? ¿En qué circunstancias específicas es menos probable que las personas mientan?
Nina Mazar, profesora de mercadotecnia en la escuela de negocios de la Universidad de Boston, descubrió en algunos experimentos que es menos probable que las personas mientan si se ven obligadas a contradecir directamente una afirmación correcta que si tienen espacio de maniobra para algún subterfugio. “Pongamos por ejemplo una declaración fiscal en la que nos preguntan nuestro rango de ingresos”, propuso Mazar en una entrevista. “Es más probable que respondamos de manera deshonesta sobre nuestros ingresos en esa situación” que si el formato incluye cálculos precisos y se nos pide corregirlos.
La nueva investigación, encabezada por Pascual Ezama y Beatriz Gil Gómez de Liaño de la Universidad Autónoma de Madrid y Drazen Prelec del Instituto Tecnológico de Massachusetts, se ajusta a la perfección a esta tradición económica. En un experimento, les pidieron a unos 180 participantes adultos que lanzaran una vez una moneda al aire, usando un programa electrónico, y después informaran el resultado. Si la moneda caía en la cara representada con el color blanco en este juego virtual de echar suertes, la persona ganaba cinco dólares; si caía en la otra, de color negro en el juego, la persona no recibía nada.
Lo que no sabían los participantes era que el equipo de investigadores podía verificar el resultado cada vez que lanzaban la moneda. Después de realizar el experimento, los investigadores eliminaron de la muestra a los suertudos que obtuvieron la cara blanca cuando lanzaron la moneda una vez, y clasificaron al resto de los participantes en varios grupos distintos. Aproximadamente el 20 por ciento actuó con honestidad: lanzaron la moneda, cayó en la cara negra y los participantes informaron que había sido así. El 10 por ciento mintió con descaro: la moneda cayó en la cara negra, pero ellos dijeron que había sido la blanca para obtener la recompensa de cinco dólares. El tercer grupo ni siquiera se tomó la molestia de lanzar la moneda y sencillamente dijeron que había caído en la cara blanca; los autores del artículo designaron a este grupo el de los “radicalmente deshonestos”.
Hubo otro grupo, de alrededor del ocho por ciento, en el que los participantes lanzaron varias veces la moneda hasta que cayó del lado blanco e informaron ese resultado para recibir el dinero. A los integrantes de este grupo los designaron “tramposos no mentirosos”.
“Este grupo es el que nos parece más interesante”, aseveró Pascual Ezama. “Están dispuestos a hacer trampa, pero no mienten acerca de su último lanzamiento”.
Al parecer, la mentalidad que da lugar a este comportamiento tiene su raíz, en cierta forma, en la antigua sabiduría de la expresión “cara, yo gano; cruz, tú pierdes”.
Por último, los investigadores españoles y estadounidenses realizaron otro experimento con otros 170 participantes, a quienes les pidieron lanzar un dado (digital); si el dado caía en el número uno, ganaban un dólar; si caía en el dos, ganaban dos dólares, y así sucesivamente; sacar el número seis era de mala suerte, pues en ese caso no recibían nada. Obtuvieron una distribución similar de personas honestas, mentirosas, que lanzaban el dado varias veces y “radicalmente deshonestas” (el porcentaje que ni siquiera se tomó la molestia de lanzar el dado y solo pidió su recompensa).
Sin embargo, este experimento tenía ciertas diferencias. Dentro de cada categoría de personas deshonestas, algunas decidieron pedir el máximo posible de cinco dólares, mientras que otras modularon su ambición y optaron por la recompensa de tres o cuatro dólares. Estas personas se ganaron la designación de “submaximizadores”, es decir, aquellas que rompieron las reglas a sabiendas pero no se atrevieron a pedir la recompensa máxima. “El hecho de que no hayan pedido la recompensa máxima quizá represente cierto tipo de mecanismo para proteger” el concepto que tienen de sí mismas, escribieron los autores.
Pascual Ezama reconoció que lanzar monedas o dados no constituye una medida confiable para determinar cómo se comporta la gente en la vida real, donde enfrenta presiones sociales y profesionales mucho más considerables que en muchos casos compiten entre sí. Hacer trampa cuando se lanza un dado tiene pocas consecuencias y es una decisión muy distinta de engañar al cónyuge o mentirle al jefe acerca de algunos resultados.
De cualquier manera, podría ser bueno entrevistar al grupo del ocho por ciento para averiguar sobre los orígenes del síndrome de la mitomanía-trampa compulsiva en la infancia y durante el desarrollo. Si es que esperamos que nos digan la verdad, claro está.
This article originally appeared in The New York Times.
© 2020 The New York Times Company