Los sitios donde la basura da y quita la vida
El acto de sacar la basura es trivial: anudamos la bolsa, andamos hasta el lugar determinado por la municipalidad, dejamos caer el bulto, regresamos a casa, sin chistar. Y al minuto siguiente ya nos ocupa otra tarea. En algunos de los vertederos más grandes del mundo, en cambio, la rutina de depositar desperdicios marca la frontera entre sobrevivir y perecer.
Según el último reporte de la organización D-Waste, la existencia cotidiana de más de 64 millones de personas gira en torno a uno de los 50 grandes vertederos del planeta. Estas personas habitan en un radio menor de 10 kilómetros alrededor de esos enormes centros de recolección de desechos.
La cifra de familias que residen y trabajan en esos basureros es difícil de calcular. El informe estima en 52.000 los empleados en reciclar los residuos de manera informal. Sin embargo, las autoridades locales suelen subestimar o ignorar a las poblaciones que se asientan en los barrios de la basura (conocidos como garbage slums en inglés).
Las estadísticas no revelan el drama de quienes se afanan sobre las montañas de restos. En sitios como Payatas y la Montaña humeante, en Filipinas, la miseria exhibe su cara más horrenda.
Vivir la basura
El 10 de julio de 2000 la montaña de basura de Payatas, un montículo pestilente tan alto como la estatua del Cristo Redentor en Río de Janeiro, colapsó. El alud de desperdicios enterró a cientos de personas que habían construido sus casuchas en las laderas. Apenas se recuperaron los cuerpos de 218. Solo entonces las imágenes del gigantesco vertedero de Manila alcanzaron los medios internacionales. Al menos por unos días.
El gobierno filipino anunció que cerraría el basurero. La resistencia de los habitantes obligó a las autoridades a cambiar la mudanza por una lenta transformación. ¿Por qué esta gente querría permanecer en ese lugar miserable?
La mayoría son campesinos que escaparon de la explotación feudal y la voracidad de las compañías multinacionales. También hay desplazados por los buldóceres en zonas urbanas escogidas para construir edificios y centros comerciales. Llegaron a Payatas con el sueño de iniciar una vida menos precaria. Bautizaron al basurero como “La Tierra Prometida”. No tienen a donde ir. En cualquier otro sitio los aguarda la zozobra. Aquí, tras escudriñar los desechos durante una jornada ganarán dos dólares. Lo justo para mantenerse vivos un día más.
Los datos más recientes señalan que en Payatas residen 200.000 personas. No lejos de allí, en la Montaña humeante, otras 25.000 almas subsisten gracias al reciclaje improvisado. Entre ellas, los albergados en “Happyland” (literalmente “la tierra feliz”), un laberinto de cabañas construidas con recortes de cualquier material, sobre el lodo y la inmundicia, donde las callejuelas devienen ríos putrefactos con las lluvias del monzón.
En los ríos que trazó la naturaleza, como el Navotas, los niños filipinos se zambullen en la corriente de basura. No por diversión, aunque las fotografías los expongan alegres en su tarea. Ellos también recolectan plástico, papel, metal y otros objetos que después venderán a los comerciantes locales. La materia será finalmente reciclada en China y devuelta al mercado. El ciclo une, no sin ironía, la extrema pobreza y el consumismo insaciable.
En Payatas la gente suele morir joven, alrededor de los 50 años. Uno de cada tres niños no llega a la edad adulta. La tuberculosis, el tétanos, el asma y las infecciones por estafilococos asedian a sus habitantes. Las enfermedades proliferan en los arroyuelos de lixiviados (un líquido resultante de la descomposición de la materia orgánica) y en las nubes de metano. Payatas huele a muerte.
Turismo de miserias
Pero en el Occidente desarrollado somos incapaces de comprender. Preferimos el turismo.
Por menos de 20 dólares la agencia Smokey Tours (por la Montaña humeante) ofrece un recorrido por barrios miserables de Manila. “La vida es dura, sucia, pero no es un lugar deprimente. La gente sonríe y sigue adelanten con sus vidas”, asegura la empresa. Además, los ingresos van a una organización no gubernamental que ayuda a los nativos.
En un famoso sitio de viajes, leemos: “Después del tour me sentí bendecido porque estas personas habiten allí felizmente. Los niños son amistosos y amables. Aún tiene mascotas, entretenimientos… y lo viven a su manera”. El comentario, de un cliente australiano, concluye: “Es como si tu amigo te invitase a su ciudad natal y te mostrase todo.” Otros participantes en los tours describen la experiencia como reveladora.
El turismo de la pobreza alimenta una pasajera compasión. Algunos expertos han catalogado a esta práctica de safaris humanos o sociales. La curiosidad de quienes residen cómodamente en el mundo desarrollado no cambia en lo absoluto el orden que engendra tan vergonzosa desigualdad.