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Llega la quinta temporada de The Crown: los Windsor y su década para el olvido

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Fotograma de la novena temporada de 'The Crown'. Netflix

El 9 de noviembre llega la quinta temporada de The Crown, la serie británica que recorre la vida de Isabel II de Inglaterra. La nueva entrega cubrirá los acontecimientos de la década de los 90 que, a nivel político y privado, definieron esa etapa de su reinado. Pero ¿qué ocurrió exactamente en esos años?

El año horrible

En 1992 se celebraba el 40º aniversario de la subida de Isabel II al trono. Sin embargo, en el discurso que la reina pronunciaría el 24 de noviembre para conmemorar esa fecha, Isabel II definiría 1992 como su annus horribilis.

El discurso tendría lugar, de hecho, cuatro días después del incendio del castillo de Windsor, que destruyó parte del edificio. Además, a lo largo de los meses anteriores los tabloides de Londres abrían cada día sus ediciones con noticias referidas a las fricciones en la relación entre los Príncipes de Gales, el divorcio de la princesa Ana y su marido, el capitán Mark Phillips, y la ruptura del matrimonio del príncipe Andrés y Sarah Ferguson.

Los escándalos eran continuos y nada parecía calmar los ánimos de la prensa sensacionalista contra los hijos de la reina. Tampoco la intransigencia de la incombustible reina madre en las cuestiones sentimentales de sus nietos ayudaba a mejorar la situación.

Eran días de muchos cambios en el orden internacional. Después de más de una década como primera ministra, Margaret Thatcher dejaba Downing Street en manos de John Major, menos carismático, pero con un gobierno conservador capaz de reconducir la situación en Irlanda del Norte tras años de violencias y asesinatos.

El final de la Guerra Fría provocaba la descomposición de la Unión Soviética mientras Boris Yeltsin trataba de hacer frente a la nueva Rusia amenazada por la corrupción y la guerra de Chechenia.

Aunque Isabel II era capaz de mantener su perfil impoluto como jefa del Estado y de la Commonwealth, a sus pies la Familia Real se desmoronaba.

Carlos y Diana

Las desavenencias entre el príncipe Carlos y Diana eran públicas a pesar de que ambos trataban de proteger a sus dos hijos menores, Guillermo y Enrique, que tenían once y nueve años respectivamente cuando se anunció la separación, en diciembre de 1992.

La figura de Camilla, todavía casada con el brigadier Andrew Parker Bowles, era quizá la más odiada por la sociedad británica, motivo de mofas y reprobaciones duras hasta para el genuino humor inglés. Pocos entendían que el príncipe de Gales prefiriese a su eterna amante, poco refinada y vulgar, frente al glamour que destilaba Diana.

Isabel II seguramente tampoco lo comprendía, aunque el trato que hasta entonces había mantenido con su nuera no resultase de lo más cordial. Ella había soportado durante décadas los continuos rumores sobre las relaciones extramatrimoniales del duque de Edimburgo. Incluso al comenzar esa década en la que ambos sobrepasaban la madurez era sobradamente conocida la existencia de lady Penny en la vida sentimental de su esposo, una íntima amiga a menudo considerada amante.

La reina también recordaba el desprestigio que la vida licenciosa de Margarita había supuesto para la institución, aunque las aguas con su hermana ya se hubiesen calmado.

La gota que colmó el vaso fue la entrevista que una dolida Diana ofreció en 1995 al periodista de la BBC, Martin Bashir en la que declaró aquello de que eran “tres en su matrimonio”. El divorcio no tardó en llegar y se hizo público en 1996.

Carlos… ¿sucesor?

El palacio de Buckingham estaba a punto de explotar. La popularidad del heredero se encontraba por los suelos y algunos se atrevieron a insinuar presuntos acuerdos entre Carlos y John Major para tratar de forzar un relevo acelerado en la corona, algo que el mismo ex primer ministro se ha ocupado de desmentir.

Aunque Major pudiese mantener diferencias de criterio respecto a cómo deberían abordarse cuestiones referidas al nuevo orden de la Comunidad de Naciones y, especialmente, la transferencia de soberanía de Hong Kong por parte del Reino Unido a la República Popular China –uno de los temas candentes en la política exterior de la corona a mediados de la década de los noventa–, jamás existió esa supuesta maniobra de Carlos contra la reina con objeto de adelantar la sucesión.

Además, era tan negativa la visión que los británicos tenían del heredero que este género de intrigas palaciegas habrían resultado incomprensibles.

Sólo el más pequeño de sus vástagos, el príncipe Eduardo, que acababa de dejar sus iniciativas en el mundo audiovisual para dedicarse a trabajar para la corona, parecía que se libraba de los escándalos sentimentales. Eduardo trataba de mantener oculto su incipiente noviazgo con la hija de un vendedor de automóviles, Sophie Rhys-Jones. Para la reina y el duque de Edimburgo aquello también iba a ser difícil de digerir.

La “princesa del pueblo”

Mientras tanto, los súbditos británicos estaban empezando a construir el mito de la “princesa del pueblo”: la pobre Diana abandonada, depresiva y bulímica que, hundida en el dolor de la traición, caía en los brazos de médicos y guardaespaldas. Ella era la mártir; él el traidor. La reina trataba de gestionar la peor crisis institucional de la monarquía desde los días de Eduardo VIII.

Entre titulares y persecuciones fotográficas de los paparazzi la antes apocada lady Di comenzó a resurgir de sus cenizas vistiendo fabulosos Versaces, codeándose con artistas y acercándose a los problemas de la sociedad, aquellos alejados de la monarquía: el sida, las minas antipersona o la pobreza en Calcuta, entre otros.

Sin embargo, empezaba también a compartir amoríos con el hijo rebelde del multimillonario Al-Fayed. Dodi Al-Fayed era de origen egipcio y de religión musulmana, algo inaceptable para la madre del futuro soberano del Reino Unido.

En ese verano de 1997 parecía que la llegada de los laboristas de Tony Blair al gobierno daría paso a un tiempo nuevo. Pero el 31 de agosto de 1997, el mundo amanecía con la noticia de la muerte de Diana.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Cristina Barreiro Gordillo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

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