Llevar juegos al extranjero no salvará una liga como sí lo harían mejores competencias por el título

Hay una ironía en el centro del negocio de los deportes como entretenimiento. Se trata de algo que la mayoría de los ejecutivos de televisión reconocerían, pero que muy pocos admitirían en público: la parte del juego —o la transmisión, el contenido o el producto— que más les importa es la que verá la parte más pequeña de su audiencia.

Transmitir fútbol es caro. Empieza cuando una cadena se compromete a pagar miles de millones de dólares por los derechos de transmisión de la competencia y va en aumento a partir de ahí. Cada transmisión en vivo de un partido nacional es un compromiso de seis cifras que puede duplicarse, como mínimo, si se juega en suelo extranjero, una vez que se reservan los hoteles, se transporta el equipo y se reservan los vuelos.

Y luego, por supuesto, está lo que se sigue calificando como —aunque no siempre con tanta precisión— el talento. Las cadenas pagan grandes sueldos para que los rostros más conocidos, los nombres más famosos y los personajes más convincentes se sienten con torpeza alrededor de una mesa baja para que adornen la cobertura.

Por supuesto que aquí está la ironía. En esos segmentos se invierte mucho tiempo, dinero y reflexión: la anticipación febril, los comentarios interminables en el medio tiempo, el ajuste de cuentas después del partido. Sin embargo, como regla, la mayoría de los aficionados verá poco de eso: muchos espectadores encienden el televisor justo antes del silbatazo inicial, aprovechan el medio tiempo para prepararse o deshacerse de una bebida y apagan el aparato unos instantes después del silbatazo final.

El hecho de que esos elementos de una transmisión son los que más se parecen a un programa de televisión puede explicar el gasto. Pueden reunir al mejor reparto. Pueden tener el mejor material. Pueden presentarse con la puesta en escena más exquisita. Son las partes que reflejan el trabajo de los productores. El juego mismo está fuera de su control. Tal vez sea fascinante. Tal vez sea un bodrio. ¿Pero el estudio? Las cadenas pueden controlar el estudio.

Esta semana, la FIFA dio la señal más clara de que pronto les permitirá a las ligas disputar partidos oficiales en el extranjero por primera vez. El órgano rector del fútbol está haciendo todo lo posible. Bueno, dos cosas: redactó una lista y está en el proceso de nombrar un grupo de trabajo para estudiar el asunto.

No obstante, el mensaje es claro. Más de una década después de que la Liga Premier inglesa planteó la idea de sumar un llamado trigésimo noveno partido a su calendario, esta oportunidad en particular está a punto de esfumarse. Por ejemplo, en España, LaLiga ya espera jugar partidos oficiales en Estados Unidos el año que viene, aunque algunos directivos estadounidenses creen que 2027 puede ser más realista.

La justificación —en este caso, para LaLiga, aunque todas los demás utilizan los mismos argumentos— es la necesidad de atraer a más aficionados. Maximizar los ingresos. Explorar nuevas ideas audaces y emocionantes, tener acceso a mercados diferentes, mejorar la oferta para seguir siendo no solo competitivas, sino también populares.

Si te suena familiar, es porque así debería ser. Los directivos del fútbol utilizan los mismos tropos siempre que debaten uno de sus planes descabellados, ya sea hacer que las transmisiones parezcan más videojuegos, ya que según ellos los jóvenes no pueden prestar atención hora y media o crear una Superliga continental.

Parece un poco extraño que el fútbol de élite siempre sea tan inseguro; después de todo, ya es la actividad de esparcimiento más popular que haya conocido el mundo. Sin embargo, en el caso de las grandes ligas europeas, la amenaza es ahora evidente.

La sombra de la Liga Premier ahora se cierne sobre Francia, Alemania, España e Italia, por no mencionar Portugal, los Países Bajos y Turquía. Hay una conciencia marcada respecto a que sobrevivir —al menos como algo más que una competencia secundaria de cantera— depende de encontrar la manera de contraatacar.

Sin embargo, el terreno en el que los directivos del fútbol europeo buscaron posicionarse es instructivo. Es donde se celebran los partidos. Es la estructura de las ligas en las que se juegan. Es la identidad de los clubes que tienen permitido disputarlos. Como en el caso de los ejecutivos de televisión, su atención se centra de manera implacable en las partes que pueden controlar.

Este fin de semana no solo se cierra el telón de la temporada de la Liga Premier, sino también las campañas nacionales de Francia y Alemania. En Italia y España terminan la próxima semana. No obstante, en realidad, las competencias en todos los países, salvo en Inglaterra, ya terminaron hace tiempo.

El Real Madrid ha sido el líder irrefutable de LaLiga durante meses. El París Saint-Germain conquistó con facilidad otro título francés, aunque, pareciera, que se dedicó casi todos los fines de semana a empatar de último minuto contra el Nantes. El Inter de Milán volvió a ganar el título italiano en abril, casi al mismo tiempo que el Bayer Leverkusen aseguraba la Bundesliga.

Ninguna de estas ligas ha ofrecido competencias por el título especialmente atractivas. Lo mismo ocurrió en los Países Bajos, donde el PSV Eindhoven no perdió ningún partido hasta finales de marzo. Portugal, Bélgica y Turquía, al menos, consiguieron una auténtica competencia, pero fue limitada.

Eso no quiere decir que toda la temporada europea haya sido poco más que una procesión. El Bayer Leverkusen se encuentra a punto de lo que podría considerarse como la mejor campaña que haya producido cualquier equipo: Xabi Alonso necesita ganar tan solo tres partidos más para completar un triplete invicto del título alemán —por primera ocasión—, la Copa de Alemania y la Europa League.

Por primera vez, el Girona, de LaLiga, se clasificó para la Liga de Campeones. Lo mismo ocurrió con el Aston Villa, que terminará, sin duda, como uno de los cuatro primeros de la Liga Premier por primera vez desde 1996. El Arsenal y, en menor medida, el Liverpool, merecen elogios por mantener el ritmo del City durante tanto tiempo.

Sin embargo, es difícil no preguntarse si quizá no se les debió ocurrir a los directivos del fútbol que más gente vería sus partidos —y los vería hasta el tan amargo final, hasta el momento en que aparecen los comentaristas— si cada partido fuera tan solo un poco más competitivo, tan solo un poco más dramático, tan solo un poco más significativo.

Tal vez Richard Masters se excedió un poco esta semana cuando insistió ante los legisladores británicos en que la Liga Premier es un bastión del equilibrio competitivo. No obstante, su argumento general es válido: a los aficionados no los disuade la duración de los partidos, ni siquiera dónde se celebran, sino lo poco que parece haber en juego, las pocas posibilidades de dramatismo.

Por supuesto que el problema es que la resolución de ese asunto es matizada, delicada y compleja. Por eso, tanto en las oficinas de los directivos como en las de las cadenas de televisión, la atención se centra en las partes del juego que son mucho más fáciles de controlar.

c.2024 The New York Times Company