“Interiores”: Historias salvajes entre Estados Unidos y Argentina

Los relatos de Interiores (Beatriz Viterbo) de Juan Vitulli (Argentina, 1975) pueden pensarse como una imagen congelada que encierra dos territorios. El primero de ellos es la ciudad de Rosario; el otro, el Medio Oeste americano. El autor argentino afila su mirada sobre una galería de personajes perdidos en una atmósfera opresiva y salvaje.

La confluencia de ambos sitios es un estado narrativo certero. Como ejemplo, “Tres botellas de aceite”, donde comprar este artículo de primera necesidad se vuelve una odisea humillante que ahonda, entre otras cuestiones, en la precariedad de soluciones elementales por parte de los gobiernos latinoamericanos. O “Tres versiones de Eliseo Yáñez”, que expone el precio de la comodidad en Estados Unidos que a veces el inmigrante debe pagar: una rutina que anestesia la solidaridad por el prójimo.

Para el escritor y profesor Martín Gaspar leer Interiores es escuchar “ecos de una conversación entre Alice Munro y Juan Carlos Onetti grabada por Valeria Luiselli”. A ese diálogo se le podría sumar Raymond Carver.

Juan Vitulli estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. En el año 2003 viajó a los Estados Unidos. Pasó por Nashville, Tennessee, donde obtuvo una maestría y un doctorado en Literatura Española. Actualmente vive en South Bend, Indiana, donde es profesor en la University of Notre Dame. Además de Interiores, ha publicado el libro de cuentos Sur de Yakima (Corregidor), por el que obtuvo Mención de Honor en el concurso Alcides Greca 2020, y uno de poemas, Primavera Indiana (Tren Instantáneo).

portada
portada

Las historias de Interiores se asocian por forma al relato norteamericano, es decir, extensión, no final contundente o con un gran twist, que al cuento escrito en América Latina.

Es cierto que las historias de Interiores mantienen una relación cercana con formas narrativas que proponen una alternativa a la estructura del cuento tradicional tal como se lo entiende/practica/divulga/premia ahora en América Latina, pero no creo que solamente se las deba asociar con el relato norteamericano. En ambas tradiciones se observan voces que, sin rechazar abiertamente formatos canonizados, proponen fronteras formales mucho más porosas que interrogan el arte mismo de narrar. Supongo que lo que vemos ahora como el formato dominante de lo que un cuento debe ser no es sino un momento determinado en este proceso que dista mucho de estar acabado y mucho menos es una muestra completa de lo que se escribe. Es probable que hoy haya una cierta inclinación o mandato (de las editoriales, del público, de alguna parte de la academia) que busca proponer, identificar, legitimar (de manera automática y poco crítica) la forma y la temática que un relato latinoamericano debe poseer. Ahí es donde mis cuentos se distancian, no por una mera reacción ante el estatus quo sino por una búsqueda narrativa que prefiere salirse de los roles establecidos en torno a qué significa escribir hoy en nuestra lengua.

¿Hay alguna ventaja creativa de escribir desde el exterior sobre su país?

Escribir desde el exterior es traer siempre algo entre manos, no importa a donde te presentes, algo que no está en su lugar se nota y siempre te lo van a señalar. Eso que llevás puede que sea la lengua que dejaste o la zona que ahora estás tratando de recrear en tu escritura. Quiero decir que la distancia establece una incomodidad con la tradición, una interferencia con lo que, supuestamente, sería la literatura de mi país; esa interferencia, sin duda alguna, es la que quiero explorar cuando escribo. Hay primero una distancia tangible con la lengua en que yo escribo, es decir, hay una distancia con las voces, los tonos y los giros que conforman la lengua que se practica hoy en mi lugar natal (Rosario, Argentina). Yo dejé esa zona hace más de 20 años y entre las pocas cosas con las que vine me traje una creencia o, mejor dicho, una superstición un tanto ingenua: creía en mi capacidad por identificar, recordar y practicar esa lengua. Cada vez que vuelvo a Rosario noto que ese razonamiento no es del todo cierto. En lo que escribo, la lengua dejada atrás nunca se queda en ese lugar, así de cómoda, sino que surge más como una invención que como un lenguaje real. Cuando digo que escribo literatura argentina de Indiana, la gente que me escucha lo recibe con una media sonrisa, como si estuviera escuchando un chiste no del todo ingenioso, se quedan así callados esperando que yo explique la broma, pero no hay broma ahí, como no hay doble sentido en la situación de cualquier escritor que tiene que sentarse a escribir con la lengua que le han dejado. La ventaja de escribir acá tan lejos tiene que ver con una percepción mucho más material y tangible de que toda lengua literaria aspira a convertirse en una lengua extranjera.

También, muchos de los relatos están ubicados en el Midwest. Hay una tradición de autores norteamericanos que han escrito sobre esa zona del país, aunque no tanto de hispanos.

Escribir sobre el Midwest es, para mí, consecuencia directa de una escena mayor que es escribir en el Midwest. Y esto último se debe a la sencilla razón de que cuando volví a escribir ficción lo hice desde acá, lo hice por vivir acá. Y si bien esto puede sonar a juego de palabras preparado de antemano para una entrevista, lo suficientemente vago para que no signifique nada, es una situación con la que todo el tiempo tengo que lidiar. ¿Qué le suma mi escritura a este lugar? Porque está claro que yo escribo para contar este lugar. Para mí el Midwest es una zona real e imaginaria, un espacio que ya fue contado por autores y autoras que modificaron mi idea de la ficción. Acá deberían aparecer los nombres de Edgard Lee Masters, Sherwood Anderson, Ray Bradbury, James Wright, Stuart Dybek, Bette Howland, pero también Alice Munro (un Midwest extendido hacia el norte) o William Trevor (un Midwest irlandés al otro lado del océano). Creo que lo que me atrae de todas estas escrituras tiene que ver con el apego y la capacidad de conectarse con lo local sin ánimo de perder de vista lo global. Esa cosa de estar pero no estar en el mismo lugar en que se escribe.

¿Las historias de Interiores fueron escritas pensando en formar un conjunto?

Sí, desde un principio pensé en Interiores como un todo. No es que, después de un tiempo, me puse a juntar relatos que había escrito para alcanzar la extensión de eso que llamamos un libro de cuentos. Para nada. Fue todo lo contrario. Algo que me sucede cuando me siento a escribir (prosa o poesía, da igual) es que necesito encontrar el equilibrio entre lo que llamo la secuencia interna (la lógica de cada texto) y la secuencia externa (la forma en que se conecta cada cuento o poema con el resto). En Interiores lo busqué a partir de los dos espacios centrales donde las historias se desarrollan—el Midwest y Rosario.

¿Cómo ve el panorama de la literatura en español en Estados Unidos?

Me gusta lo que veo. Me cuentan que hay ferias, festivales, simposios, conferencias, lecturas y hasta programas de escritura creativa. Me imagino que habrá muchas oportunidades para dialogar con gente que está haciendo algo similar. Todas estas actividades, sin duda, ayudan a visibilizar parte de lo que se escribe en este territorio. Escribir en español en los Estados Unidos es una apuesta arriesgada. Sería estupendo, eso sí, no permitir una domesticación de lo que se practica. Keep writing in Spanish weird. Ese sería un buen slogan. O quizás no.

¿Cuáles son sus libros de cuentos favoritos?

No me atrevo a responder esta pregunta. Te diría mejor cuáles son los últimos 7 libros de cuentos que más disfruté. No sé por qué elegí este número tampoco. Pero acá va la lista. Cheating at Canasta de William Trevor, Selected Stories 1968-1994 de Alice Munro, La sombra del mamut de Fabio Morábito, Jesus’ Son de Denis Johnson, Blue in Chicago de Bette Howland, Late Stories de Stephen Dixon, Vivir en la salina de Elvio Gandolfo.

Siga a Hernán Vera Álvarez @HVeraAlvarez