La hermandad del Juicio. Secretos de una proeza política que superó la ficción

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La hermandad del JuicioSecretos de una proeza política que superó la ficción

Texto de Paz Rodríguez Niell

16 de octubre de 2022

“A mí la película no me gustó nada”, dice Guillermo Ledesma, uno de los camaristas del Juicio a las Juntas, sabiéndose provocador. “¡Nooooo, Negro, Negro! ¿Vamos a arrancar así?”, lo corta con una enorme sonrisa Ricardo Gil Lavedra. Están sentados en el comedor del departamento de Carlos Arslanian con el dueño de casa y con Jorge Valerga Aráoz. Los cuatro se ríen. Ellos son los camaristas que integraron, con Jorge Torlasco y Andrés D’Alessio, fallecidos, el histórico tribunal que juzgó los crímenes de la dictadura en 1985 y que condenó a Jorge Rafael Videla y a Emilio Massera a pasar el resto de sus días en la cárcel. LA NACION los reunió para volver a hablar de aquel juicio, de sus vidas y del furor que generó Argentina, 1985, protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani –como el fiscal Julio Strassera y su ayudante, Luis Moreno Ocampo–, que llena los cines y reinstaló en el debate público la epopeya que fue el Juicio a las Juntas, un mérito que los cuatro excamaristas le reconocen. “El Juicio a las Juntas es lo más importante que he hecho y que haré en mi vida”, dice Gil Lavedra, que tenía 35 años en aquel momento. Todos coinciden. Hace 37 años, cuando firmaron la sentencia, les quedaba por delante más de la mitad de sus carreras. Al poco tiempo, los seis jueces dejaron el tribunal. Uno (D’Alessio) fue procurador; dos (Arslanian y Gil Lavedra, uno peronista, otro radical) serían años más tarde ministros; todos se dedicaron a la abogacía. Fueron asesores de los políticos más importantes y los empresarios más poderosos de las últimas décadas. Pero siempre supieron que la mayor proeza la habían logrado juntos y eso forjó una relación –“una hermandad”, dice Ledesma y esta vez todos coinciden–, de la que también era parte Strassera y que perdura hasta hoy.

El tribunal que juzgó a las Juntas Militares

Guillermo Ledesma, Ricardo Gil Lavedra, Carlos Arslanian, Jorge Valerga Aráoz y los fallecidos Jorge Torlasco y Andrés D’Alessio integraron el histórico tribunal que juzgó los crímenes de la dictadura en 1985 y que condenó a Jorge Rafael Videla y a Emilio Massera a pasar el resto de sus días en la cárcel


Jorge Valerga Aráoz
“Todos los hechos que pasaron por el juicio son atroces, incluso los de corte económico: aprovecharon el manejo del poder para enriquecerse con propiedades ajenas, como los campos que terminaron en una sociedad de Massera”


Carlos Aslanian
“Mi mayor miedo no era un miedo físico, era miedo a fracasar, a que no pudiéramos terminar el Juicio”


Guillermo Ledesma
“Recuerdo como especialmente conmovedor el testimonio de la señora [madre de un desaparecido] que dijo: ‘Mi hijo ponía bombas, pero merecía un juicio como este'”


Ricardo Gil Lavedra
“El Juicio a las Juntas ha posibilitado que la transición democrática argentina se edificara sobre el estado de derecho, de la no impunidad del poderoso”

Desde la noche de la condena en adelante, sus reuniones, casi siempre cenas, son una ceremonia que no abandonaron jamás. Participaron los jueces y Strassera –fallecido en 2015–, y algunas veces, el expresidente Raúl Alfonsín como invitado. El día de la sentencia la comida fue en lo de Gil Lavedra. “Esa noche recordamos todo… Pusimos tres mesas en U para que pudiéramos estar todos juntos. Fue la descarga de decir: ‘Bueno, llegamos, pudimos’. Tomamos, cantamos, bailamos”, recuerda el anfitrión de aquella velada, en la que estuvieron los camaristas y los dos fiscales. “Terminamos a las 7 leyendo los diarios. Salió Jorge [Torlasco] a comprarlos”, dice Valerga Aráoz. “Por suerte me acompañó mi mujer –se sonríe Arslanian–. No hubiera podido volver manejando.” Habían sido 14 meses de máxima tensión. De diseñar sobre la marcha un proceso inédito, escuchar los testimonios más aberrantes, resistir presiones y amenazas, discutir hasta el hartazgo. “El mayor miedo que yo tenía no era físico, era miedo de fracasar. De que no llegásemos”, dice Arslanian. “El trueno entre las hojas”, recuerda, entre divertido y ceremonioso, Ledesma. Esa era la frase que usaba Arslanian en aquel momento para resaltar que tenían que ser rápidos e incisivos. “Carlos decía que teníamos que ser ‘un trueno entre las hojas en medio de un arco voltaico’ y hacía este gesto”, explica Gil Lavedra, que estira el brazo con la mano como flecha. No estaban errados. En 1986 empezaron los movimientos militares y el Congreso sancionó en 1987 la ley de Obediencia Debida, que la Corte convalidó. En ese momento, ellos empezaban a juzgar los crímenes del I Cuerpo de Ejército y de la ESMA. Los dos procesos se cerraron. El papel de Alfonsín Los excamaristas destacan el rol de Alfonsín como el “padre” del Juicio y los cuatro coinciden en que, si bien recibían sugerencias de “amigos” en el Gobierno, el entonces presidente nunca pretendió darles instrucciones. “Hubo una gran probidad de Alfonsín –sostiene Arslanian–. Las cosas no salieron como las había planificado y él resignó su idea primitiva”. Entre otras cosas, porque el entonces presidente había planeado que fuera un tribunal militar, el Consejo Supremo, el que hiciera el juicio y que la Cámara funcionara como alzada. Por ley, se previó luego el avocamiento (que la Cámara pudiera asumir el juicio si el Consejo no avanzaba, lo que en efecto ocurrió). “Alfonsín pudo vetarlo y no lo hizo”, destaca Gil Lavedra. En aquel momento pocos creían que un tribunal civil fuera a poder condenar a las cúpulas militares. Los cuatro camaristas revelan a LA NACION que el entonces presidente de la Corte, José Severo Caballero, que había sido nombrado por Alfonsín, intentó disuadirlos de avanzar. “Nos vino a ver antes de que empezara el juicio y nos dijo: ‘Miren, no se hagan ilusiones. Yo tengo mucha experiencia en juicios orales. Una revocatoria acá, una nulidad por el otro lado…’”, recuerda Gil Lavedra. “Después me lo dijo a mí cuando íbamos avanzando. Ustedes lo saben –les dice Arslanian a sus compañeros–, me dijo: ‘Adónde vamos a ir, qué barbaridad, el ruido que se está produciendo, pero si hay maneras, muchachos. Todos somos profesionales y conocemos: una nulidad, una suspensión por un tiempo y queda la causa ahí’”. Valerga Araoz asiente: “A mí me lo dijo también en un almuerzo en una quinta, la misma observación delante de juristas muy importantes. Evidentemente él tenía muy madurado ese plan”. Los excamaristas destacan que, no obstante, la Corte confirmó las condenas. Y juran que ningún mensaje los hizo dudar de seguir adelante. “Cuando tenés estas cosas, te volvés un audaz. Los católicos dirían una ‘gracia de estado’, una fuerza”, dice Ledesma. Los cuatro coinciden en que la cohesión del tribunal fue clave para poder hacer el juicio. “Hicimos dos acuerdos sustanciales entre nosotros –recuerda Gil Lavedra–: uno era honestidad total en los contactos; es decir que todo se llevaba la mesa, llamadas, mensajes, lo que fuera, todos teníamos que saber todo; y dos, preservar el consenso: discutir lo que fuera necesario, pero llegar a una decisión por consenso. Y mirá que había gente difícil”, se ríe. “Gente difícil…”, repite Ledesma como pensativo, y asume: “Yo era un poco hinchapelotas”. Arslanian interviene: “Como duro, el más porfiado en sus convicciones era Andrés. Todos discutíamos. Eran horas y horas hasta que llegáramos a un acuerdo”.

Un debate central en el que les costó ponerse de acuerdo fue el monto de las penas. Ahí Ledesma perdió. Él y Gil Lavedra querían que algunas fueran más altas. Fue entonces la escena de la pizzería Banchero, que Argentina, 1985 retrata. Era domingo –el lunes leían el veredicto– y se habían pasado la mañana discutiendo en el Palacio de Tribunales cada una de las condenas. Decidieron hacer un alto y almorzar en la calle Corrientes. Los camaristas discrepan ahora sobre cuán avanzada tenían la decisión cuando llegaron allí y 37 años después se trenzan en una larga discusión. Coinciden en que en Banchero cerraron por consenso las penas. Valerga Aráoz recuerda: “Carlos agarra una servilleta, escribe los nombres y los montos, y nos las pasa a cada uno de nosotros para que la inicialemos”. Arslanian lo confirma: “Sí, ya íbamos a empezar a discutir todo de nuevo”. En la película, en una licencia cinematográfica, Julián Strassera, el hijo del fiscal, ve esa escena a lo lejos. Los excamaristas aseguran que más allá de la discusión y de que el fiscal había pedido condenas más fuertes, todos estaban muy conformes con el resultado del juicio, incluso Strassera. Para los cuatro, el papel del fiscal fue clave. “Tuvo las condiciones personales ideales para ese rol. Su teatralidad extraordinaria, pasión, temperamento”, dice Arslanian. “Era un gran tipo”, afirma Ledesma. “Irremplazable”, agrega Valerga Aráoz. Todos lo recuerdan como un gran discutidor. “Cuando a Julio lo nombran embajador y se va Ginebra, al poco tiempo a mí me nombran en el Comité contra la Tortura –relata Gil Lavedra–. Yo viajaba a Ginebra dos veces por año y me alojaba en la casa de él. Julio había conocido a un grupo de argentinos y organizaba picadas en la casa. Se había hecho de un grupo para poder discutir”. Todos se ríen. Arslanian recuerda: “Las escalinatas [del Palacio de Tribunales] no terminaba de bajarlas nunca porque se quedaba ahí y entraba en discusiones enfervorizadas por distintas cuestiones, siempre con el mismo grado de vehemencia. Era muy interesante, muy culto, había leído muchísimo y particularmente literatura alemana. Era un porteño que caminaba la calle Corrientes buscando libros viejos. Siempre tenía citas apropiadas de autores importantes o de personalidades. Y era un fumador empedernido y un bebedor importante… tenía esa voz que generan esos dos hábitos, cigarrillo y vino”. Para Gil Lavedra, en la sala del juicio Strassera vivía una suerte de “transformación”. “El era un típico funcionario judicial de toda la vida y se comió el juicio… ¡Cómo se enfrentaba a los defensores!”

Desde la noche de la condena en adelante, las reuniones de los excamaristas, casi siempre cenas, son una ceremonia que no abandonaron jamás. Participaron los jueces y Strassera –fallecido en 2015–, y algunas veces, el expresidente Raúl Alfonsín como invitado

A los excamaristas todavía les impacta recordar las actitudes de algunos de los comandantes y sus abogados. “En Massera había una altivez enorme –dice Arslanian–. Verlos no me generaba nada. Curiosidad tal vez por sus actitudes, posturas, cómo se plantaban frente estos crímenes atroces.” “Viola también era provocador”, recuerda Valerga Aráoz. “Y esos abogados que tenía…”, agrega Ledesma. “Fueron los que citaron a Francisco de Victoria, con que el vencedor tiene derecho a quedarse con todo el botín del vencido. Una cosa espantosa”, relata Gil Lavedra, que cuenta que una sola vez los vio incómodos a defensores y defendidos. “Luis [Moreno Ocampo] estaba alegando y nos dijo: ‘Señores jueces, miren la cara de estas personas. Parece gente seria, buenos padres de familia, nadie imaginaría que puede cometer estos crímenes y sin embargo fa, fa, fa [en alusión a gravísimas acusaciones]. Yo vi cómo se molestaban y las defensas bramaban”. Psicópatas Para Valerga Aráoz, había en los comandantes una “psicopatía” indudable. “Era una delincuencia por convicción, ellos encontraban su autojustificación de las atrocidades que cometían”, dice. Los excamaristas, en cambio, cuentan que después de escuchar los testimonios quedaban deshechos. “Recuerdo como especialmente conmovedor el de la señora que dijo: ‘Mi hijo ponía bombas, pero merecía un juicio como este”, dice Ledesma, en alusión a la madre de un adolescente desaparecido. “La desaparición completa de la familia Tarnopolsky, ¡por favor! [fueron secuestrados y llevados a la ESMA, un joven, sus padres, su mujer y su hermana menor, y todos están desaparecidos]. La película muestra muy bien muchos casos… Lo de Bettini: se llevaron hasta a la abuela. Aberrante, aberrante”. “Yo siempre recuerdo el mismo caso –relata Valerga Aráoz–, el caso de Floreal Avellaneda, que era un chico de 14 años, en cuya casa entró la patota a buscar a su padre, que era del Partido Comunista. El padre logra escaparse por los techos y esta patota no encuentra mejor manera para tratar de encontrarlo que secuestrar, chupar, a su esposa y a su hijo Floreal. Interrogan a este chico bajo tormento para que lo escuche la madre. El chico le pide a la madre que diga dónde está. La madre contesta realmente que no sabe y el chico aparece a los pocos días flotando en el Río de la Plata. No tiene perdón del cielo”. Valerga Aráoz sostiene que todos los hechos que pasaron por el juicio son atroces, incluso los económicos. “Aprovecharon el manejo del poder para enriquecerse con propiedades ajenas, como el caso que ocurrió con una familia de Mendoza que tenía tierras en Chacras de Coria que terminaron en una sociedad que pertenecía a Massera.” “Lo de Lanusse es impresionante”, agrega Ledesma. Gil Lavedra cita su declaración en el juicio: “¿Qué van a pensar los cadetes? ¿Qué van a pensar si ven que los oficiales salen encapuchados? ¿Y qué van a pensar las señoras que toman el té con vajilla que se robaron a los secuestrados?” Gil Lavedra cuenta que para él es especialmente movilizante “la noche de las corbatas”, cuando fueron secuestrados y desaparecieron abogados en Mar del Plata. “Tal vez por la misma condición…”, dice. El excamarista hoy es presidente del Colegio de Abogados de la Capital Federal. “Hemos llorado juntos, hemos puteado”, recuerda sobre el impacto que les generaban los testimonios. “Nos hemos reído”, agrega Ledesma. Entre divertidos y con una sensación de culpa que ya no les pesa, cuentan cómo se tentaron durante una declaración. Fue en el testimonio del portero de un edificio al que entraron por la fuerza cinco personas a punta de pistola. Entre los cuatro reconstruyen la anécdota: el hombre ingresó a la sala haciendo la venia, hablaba un cocoliche y no entendía las preguntas. Torlasco que dijo: “Acérquese el micrófono” y él se lo puso en la oreja. “Nos tentamos todos”, dice Arslanian. “El secretario le hacía gestos a Torlasco para que cortara. Yo los veía a ellos que se iban yendo porque no podían más. Le saco el micrófono a Torlasco y corto la audiencia”, relata Ledesma. Había risas en toda la sala. A la vuelta, decidieron que el testigo le hablara al secretario y no a ellos. “Un papelón”, dice Arslanian. El testigo era el portero del edificio de donde secuestraron al hijo de Graciela Fernández Meijide. “Nos absolvió Graciela. Le pedimos mil disculpas”, dice Ledesma. Arslanian sostiene que reírse era muchas veces un escape. “En el juicio de Camps [el que hicieron los camaristas el año siguiente] me levanté muchas veces a reirme solo. Después de ese juicio renuncié. Me explotaba la cabeza. Yo creí que me iba a jubilar en el Poder Judicial, pero no podía soportar más lo que escuché”, cuenta Ledesma, que llegó al Juicio a las Juntas con años de experiencia en Tribunales y venía de enfrentarse con Videla: la dictadura se había llevado clandestinamente a un militar que él tenía preso y él le pidió por escrito al general que se lo devolviera.

El desgaste del juicio colaboró para que todos dejaran la Justicia, pero no fue el principal motivo, relatan. “Vinieron los alzamientos, la obediencia debida, todo había perdido sentido”, dice Gil Lavedra. Además, después del juicio a los comandantes, los jueces se encontraron en una situación difícil: tras haber condenado a Videla y a Massera ya nada tendría esa importancia. “Por la cabeza de todos nosotros pasó: ¿y ahora qué voy a seguir haciendo? ¿hasta cuándo? Éramos muy jóvenes. Yo tenía 40, 41 años”, relata Valerga Aráoz. “Lo que nunca había pensado, que era ejercer la profesión, se me empezó a cruzar por la cabeza”. Abogados de éxito Los cuatro son abogados con estudios de los más exitosos de la ciudad, llenos de clientes importantes, que les han pagado cuantiosos honorarios. Dicen, sin embargo, que pasar del otro lado del mostrador fue difícil y que ejercer la profesión es “muy duro”. “La justicia es un desastre”, sentencia Ledesma. “A la justicia federal me refiero. Hay buenos jueces también y buenos fiscales, pero muchos son tiempistas, te cajonean las causas”. Aunque son abogados que mal podrían considerarse ajenos al sistema, los cuatro juran que ellos nunca participaron de los manejos oscuros de Comodoro Py y que nadie se anima a proponerles tal cosa. “Me ha preguntado algún cliente por soluciones por izquierda y la respuesta que siempre tuve es: ‘Mire, no sabría cómo hacerlo. No sabría ni cómo comenzar una conversación de ese tipo”, cuenta Valerga Aráoz. Los cuatro dicen que la decadencia de la justicia federal penal, que ellos integraron, está relacionada con la gran influencia que tienen los servicios de inteligencia en los tribunales. Hoy coinciden en casi todo. Los excamaristas cuentan que hace tiempo que dejaron de discutir; que no se pelean ni por política ni por nada. Ni siquiera le discuten a Ledesma cuando declara abiertamente que Argentina, 1985 no le gustó nada. “Tiene una mirada parcial, para mi gusto, demasiado parcial. No quiero ser autorreferencial, pero que el tribunal no exista me parece que no está bien. Segundo, que no existan los antecedentes: los filósofos que asesoraron a Alfonsín, Alfonsín y la Conadep. Me parece regular. Sirvió para volver sobre este asunto, pero a mí no me gustó”, sostiene Ledesma, que le adjudica a Moreno Ocampo haber sido la fuente principal del guion. Arslanian, muy elogioso de Argentina, 1985, desliza que los autores nunca se comunicaron con ellos. “Cuando me enteré de que la película estaba hecha dije: ‘Caramba, ¿con qué asesoramiento se manejaron? Después vimos que tuvieron un asesoramiento… particular”, sonríe. Pero Arslanian dice que está encantado, tanto con la película (dice que es “muy buena” y que “llena un vacío”) como con el actor que hizo de él, Carlos Portaluppi. “Lo admiro como actor y me sentí muy bien representado.” Para Valerga Aráoz, Argentina, 1985 es un hecho muy importante y ha provocado un enorme suceso en la sociedad. “Toda mi familia fue a verla. Y en lo que podamos no estar de acuerdo, tenemos que verla como una ficción propia de toda película basada en un hecho real”. “Excelente”, la juzgó Gil Lavedra. “Ha llegado en el momento al parecer justo de la Argentina. Había como una necesidad de una película de estas características lo que explica el éxito extraordinario que ha tenido. Está muy bien hecha, es una película comercial que por supuesto tiene omisiones, recortes, injusticias. Esto sin duda, pero ¡bienvenida!, sobre todo para poder discutir aquel momento que fue épico en la recuperación democrática y que esto sea visto también por los más chicos, por los que no pudieron vivirlo”. Ya es de noche y no se ve más la Facultad de Derecho desde el ventanal del living de Arslanian. Los excamaristas se despiden hasta el próximo encuentro, pero antes de irse, Gil Lavedra, que está escribiendo un libro sobre el Juicio dedicado a sus excompañeros, les muestra un hallazgo: una foto de ellos abrazados y sonrientes que ninguno tenía. Especulan que se tomó en la casa de D’Alessio. “Quienes viven circunstancias extraordinarias forjan vínculos extraordinarios”, dice Gil Lavedra para describir la relación con los excamaristas. En la foto aún estaban los seis y Strassera, con Alfonsín sentado en el centro.

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