Les guste o no, los entrenadores también deben ser vendedores

A fin de cuentas, el West Ham no pudo soportar la tormenta. El primer gol del Bayer Leverkusen —un disparo de Jonas Hofmann que se abrió paso a través de un área abarrotada de gente— terminó con su resistencia. El segundo, un cabezazo certero de Victor Boniface en los últimos segundos, destrozó sus esperanzas. Es probable que la aventura del club en la Liga Europa no vaya más allá de los cuartos de final.

Sin embargo, no es ninguna vergüenza. Por supuesto que el Leverkusen es el equipo con mejor nivel de Europa: tiene una racha que ahora llega a 42 partidos invicto y está a punto de proclamarse campeón de Alemania por primera vez. Xabi Alonso, su joven y admirable entrenador, sigue en el camino para conseguir el triplete —liga, copa y Liga Europa— en su primera temporada completa en un banquillo.

Los datos duros de la campaña del West Ham no son tan impresionantes pero sí bastante admirables. El club ocupa la séptima posición de la Liga Premier, por encima del Newcastle United y del Chelsea y a solo un punto del Manchester United. Acabar entre los seis primeros sigue siendo una ambición realista.

Eso significaría otra oportunidad en Europa el año que viene, la cuarta consecutiva. El West Ham empieza a sentirse como en casa en el continente: llegó a las semifinales de la Liga Europa en 2022, en las que cayó ante el Eintracht de Fráncfort, y, luego, venció a la Fiorentina para levantar el trofeo de la Europa Conference League en 2023.

Ese fue el primer trofeo del West Ham desde 1980 y apenas el quinto gran honor de su historia. David Moyes, el entrenador, y su equipo fueron recibidos como héroes y desfilaron en autobús por las calles del este de Londres. Durante gran parte de esta temporada, los aficionados del club se han deleitado con la afirmación —siempre un tanto inexacta— de que son “campeones de Europa”.

Por lo tanto, Moyes debería ser capaz de relajarse y sentirse muy orgulloso de lo que ha conseguido. Cuando sugirió, en febrero, que “sería difícil decir que ha habido muchos momentos mejores en el West Ham”, fue difícil objetarlo. Ha estado cinco años en el club, en su segunda etapa. Para los estándares del West Ham, esto casi equivale a una edad de oro.

Por eso resulta extraño que una parte considerable de la afición del club no desee nada más que la destitución de Moyes. Su contrato expira este verano. Ha señalado que decidirá si firma uno nuevo al final de la temporada. Al menos la mitad de su público insiste en que esa no debería ser una opción.

Entre la tropa siempre voluble de comentaristas de la Liga Premier —los duros veteranos y la vieja guardia de informantes de la liga que actúan en esencia como los autonombrados líderes de opinión del deporte—, la mera existencia de ese cisma ha causado consternación… y no poca.

Se preguntan: ¿qué otra cosa pudo haber hecho Moyes? Es cierto que el estilo de juego de sus equipos no siempre es el más agradable a nivel estético. El West Ham puede ser un poco más cauteloso de lo que quizá sea ideal, pero luego hay que ver todo lo que ha logrado: Moyes ha consolidado al West Ham como una presencia regular en la mitad superior de la Liga Premier. Ha convertido al club en una presencia regular en Europa.

Desde este punto de vista, cualquier discrepancia indica una falta de realismo o de gratitud por parte de una afición que nunca, sin duda no a últimas fechas, la ha pasado tan bien.

Esa parece ser también la impresión general de Moyes. A nivel humano, es totalmente comprensible que las críticas le hayan dolido tanto como para intentar confrontarlas, apaciguarlas, defender su caso.

“Tal vez haya entrenadores que los emocionen más”, opinó Moyes para referirse a los aficionados de su club en febrero. “Es posible. Pero el que está sentado aquí gana más”. (Es cierto que en aquella ocasión su momento no era para nada el ideal: la declaración se hizo en un punto en el que el West Ham no había ganado precisamente ninguno de sus ocho partidos anteriores).

Y eso, tanto en la mente de Moyes como en la de sus aliados, debería ser el punto final. Una creencia fundamental del fútbol inglés (y de gran parte del fútbol mundial) es que lo único que en realidad cuenta es ganar. Los aficionados pueden pensar que quieren un estilo de juego fascinante, aventurero y emocionante, pero lo rechazarán por completo si empiezan a perder.

El problema es que, al citar los resultados como única medida relevante, sin darse cuenta se están condenando a sí mismos. El West Ham ha tenido una temporada admirable, pero tan solo ha ganado 13 de sus 32 partidos de la Liga Premier. El Liverpool le ganó 5-1 al equipo de Moyes, para poner fin a su estancia en la Carabao Cup. El West Ham fue eliminado de la FA Cup a manos del Bristol City. Lo más probable es que el Bayer Leverkusen lo eche de la Liga Europa la próxima semana.

Por supuesto que esta es la realidad para la gran mayoría de los equipos, para todos esos clubes abandonados fuera de la élite intocable del juego. Las temporadas no terminan en gloria. Se pierden o al menos no se ganan más partidos de los que terminan en victoria. Los resultados pueden ser mejores de lo esperado o de lo que serían de otro modo. Sin embargo, para la mayoría de los equipos el éxito tan solo puede ser relativo.

En ese contexto, es más importante que nunca —y siempre ha sido importante— ofrecerles algo más a los aficionados. Hacerlos sentir y hacerlos creer que son parte de algo más grande. Puede ser un estilo de juego particular. Puede ser la promoción de la cantera. Puede ser una historia del caballo negro o un arco de redención.

No obstante, si se quiere convencer a los aficionados para que soporten los momentos de carencia a fin de llegar a los de abundancia, entonces debe haber algo a lo que se puedan aferrar. Todo debe ser por algo. Y, advertirles que podrían perder algunos partidos más si no estuvieras, que deberían apreciar lo poco que puedes darles, en realidad no es suficiente.

Moyes, como mucha gente del fútbol, desprecia la moda de hablar de filosofía. Tiene razón al ser cínico. Gran parte de ella tiene el aire de un argumento de venta: vacío, engañoso y un poco insincero.

Sin embargo, despreciarla es eludir la realidad de que se ha convertido no solo en parte del trabajo, sino en su elemento central. Los entrenadores siempre han sido vendedores que promueven sus ideas, su visión, se venden ellos mismos a sus jugadores. Eso no ha cambiado. La única diferencia es que ahora también hay que comunicárselo a los aficionados.

Todos los equipos son buenos

Seguro ya saben que el Bayern de Múnich es medio un desastre en este momento. Este fin de semana, termina su reinado de 12 años como campeón de Alemania. En los próximos meses, nombrará a su cuarto entrenador en tres años. Es de conocimiento de todos que hay planes para remplazar una parte significativa de la plantilla actual durante el verano.

Por su parte, el Arsenal es la fuerza emergente del fútbol: el equipo excepcional de la temporada en la Liga Premier —la defensa más dura, el ataque más prolífico—, ubicado en lo más alto de la tabla a falta de un puñado de partidos, con la punta de los dedos rozando su primer campeonato desde el triunfo de los Invencibles hace dos décadas.

Por lo tanto, ¿cómo explicar que el martes compartieran un empate 2-2 (bastante representativo) en el Emirates? ¿Cómo es posible que un equipo que se cae a pedazos en la Bundesliga, una liga que con tanta frecuencia se ridiculiza como una pálida imitación agrícola de su prima inglesa, ahora tenga la oportunidad de eliminar de la Liga de Campeones al líder de la poderosa Liga Premier?

Tal vez porque el Arsenal sufrió un poco de miedo escénico. Porque a la Bundesliga no le falta tanta calidad como le gusta suponer a Inglaterra, en general. Porque la caída del Bayern, aunque innegable, es también desde una altura bastante elevada.
No obstante, la explicación más sencilla es que —a pesar de la tendencia del fútbol a la hipérbole, su obsesión predominante por los sistemas y su fetichismo por la complejidad táctica— a un partido lo puede determinar (y a menudo así sucede) solo el talento de los individuos sobre el terreno de juego.

Y, como lo demostraron con bastante claridad los cuatro cuartos de final de la Liga de Campeones de esta semana, a este nivel tan enrarecido, hay muy poca diferencia cualitativa entre los jugadores que componen los equipos. Si se juzga a lo largo de una temporada, las estructuras del Arsenal pueden ofrecer más garantías de éxito que las del Bayern de Múnich. Pero, en una noche, en una eliminatoria, no garantizan nada.

El significado es relativo

La metáfora era casi demasiado obvia. La tradición dicta que, cada vez que el Athletic de Bilbao gana un gran premio, la plantilla del club navega con el trofeo hasta el corazón de la ciudad en su propia barcaza, la gabarra.

Esta semana, después de que el Athletic ganó la Copa del Rey el sábado pasado, la barcaza fue requerida, pero ha estado atracada tanto tiempo —40 años, de hecho— que el personal del club tuvo que pasar una buena parte del domingo quitándole el óxido.

Sin embargo, el desfile que siguió valió la pena el trabajo duro: cientos de miles de personas a las orillas del río Nervión y muchos más navegaron en sus propias embarcaciones.

Las imágenes ofrecieron uno de esos recordatorios periódicos que recibimos con los brazos abiertos de que los torneos de fútbol importan tanto como nosotros decidimos que lo hagan y de que toda una generación de aficionados se ha criado con la idea de que las copas nacionales como la Copa del Rey son un honor de segundo orden, entre una molestia y una acotación.

Como mucho, es una profecía autocumplida. Si los clubes valoran estos campeonatos, entonces les infunden significado para los aficionados y viceversa.

Casi lo mismo les ocurrió a la Roma y al West Ham, ganadores de las dos primeras ediciones de la (inicialmente difamada) Europa Conference League. Se entregaron a esos torneos modernos y, al hacerlo, provocaron que ganarlos fuera un motivo de celebración. Los trofeos significan lo que queremos que signifiquen y las cosas son mucho más divertidas si queremos que signifiquen algo.

c.2024 The New York Times Company