‘No es una guerra ni un campo de batalla… es una masacre’

Soldados israelíes cerca de casas destruidas en Kfar Aza, un poblado ubicado justo al cruzar la frontera de Gaza, el cual fue atacado por hombres palestinos armados, en Israel, el martes 10 de octubre de 2023. (Sergey Ponomarev/The New York Times)
Soldados israelíes cerca de casas destruidas en Kfar Aza, un poblado ubicado justo al cruzar la frontera de Gaza, el cual fue atacado por hombres palestinos armados, en Israel, el martes 10 de octubre de 2023. (Sergey Ponomarev/The New York Times)

KFAR AZA, Israel — “Bienvenidos”, se leía en un cartel en la entrada a Kfar Aza, un exuberante poblado israelí al otro lado de algunos campos de la frontera con Gaza. En el trayecto, otro cartel señalaba el camino hacia el gimnasio y la alberca.

Fue entonces cuando vi las piernas de un cadáver hinchado vestido con uniforme que sobresalía de entre un arbusto y, a su lado, un chaleco color kaki con la insignia de una unidad de comando de Hamás, el grupo que controla la franja costera Palestina y que es responsable del ataque del sábado a Israel.

Pasando el comedor de la ciudad, el jardín de niños y el centro cultural, empezaron a aparecer filas ordenadas de casas color beige de un piso… y entonces se empezó a revelar la escala del horror.

Cuatro días después de que hombres armados de Hamás traspasaron el cerco fronterizo de Israel, en el ataque más desvergonzado a ese país en décadas, invadiendo una veintena de poblados y comunidades, incluida esta, en una matanza sangrienta, soldados y rescatistas empezaron la macabra tarea de rescatar los cadáveres.

Avanzaron con lentitud, casa por casa, con miedo de que los hombres armados de Hamás siguieran escondidos adentro o les hubieran tendido una trampa. Granadas activas permanecían en espera de ser desactivadas por los zapadores. Sacaron a un habitante asesinado en una bolsa para cadáveres sobre una camilla y lo colocaron en la parte trasera de una camioneta. Después sacaron a otro. Y a otro más.

Un fotógrafo de The New York Times, Sergey Ponomarev, y yo fuimos de los primeros periodistas a los que se les permitió entrar a la ciudad desde el asalto letal. Nos acompañó el ejército israelí en la zona que por lo general sigue estando prohibida.

Soldados israelíes revisan los cadáveres de personas asesinadas en Kfar Aza, un poblado ubicado justo al cruzar la frontera de Gaza, el cual fue atacado por hombres palestinos armados, en Israel, el martes 10 de octubre de 2023. (Sergey Ponomarev/The New York Times)
Soldados israelíes revisan los cadáveres de personas asesinadas en Kfar Aza, un poblado ubicado justo al cruzar la frontera de Gaza, el cual fue atacado por hombres palestinos armados, en Israel, el martes 10 de octubre de 2023. (Sergey Ponomarev/The New York Times)

Después de días de aturdimiento y caos nacional, las dimensiones de la atrocidad que tuvo lugar aquí ahora se hacían más evidentes. En total, más de mil soldados y civiles han muerto en Israel. Nadie podía decir cuántos de ellos yacían aquí, en Kfar Aza, pero se perfila como uno de los peores lugares del derramamiento de sangre. Soldados y rescatistas dijeron que decenas de personas, quizá cientos, habían sido masacrados aquí, incluyendo abuelos, bebés y niños.

“No es una guerra ni un campo de batalla, es una masacre”, declaró el general de división Itai Veruv, comandante israelí en el lugar de los hechos. “Es algo que no había visto en mi vida, algo más parecido a un pogromo de la época de nuestros abuelos”.

Al menos una decena de cadáveres estaban esparcidos por los caminos y sobre el césped atrayendo a las moscas, algunos de ellos de combatientes de Hamás, otros de israelíes cubiertos con mantas. El olor a muerte flotaba en el aire.

Kfar Aza, un kibutz o comuna, se fundó en 1951, tres años después de la creación del Estado de Israel. Los primeros colonos fueron considerados durante mucho tiempo la élite socialista honesta y razonable del país. Como en la mayoría de los kibutz, sus habitantes son liberales de izquierda.

En fechas más recientes, con el giro de Israel hacia la derecha, los kibutzniks, como se les conoce, han sido tachados por los partidarios del gobierno ultranacionalista de esnobs privilegiados o, peor aún, de traidores.

Antes del ataque, Kfar Aza era la imagen de una comunidad unida de unas 750 personas, con un club social y una sinagoga. Ahora es un lienzo desolado de vida interrumpida. Algunos habitantes están desaparecidos y podrían encontrarse entre los casi 150 rehenes que fueron llevados a Gaza. Se evacuó a los sobrevivientes de la masacre y se les envió a hoteles de todo el país.

Mientras atravesábamos el lugar, escuchamos las explosiones de los cohetes y morteros lanzados desde Gaza, las ráfagas de la artillería israelí contra el enclave y el ra-ta-tá de los disparos de los soldados israelíes que, agazapados en los campos, seguían asegurando la zona. Entretanto reinaba un silencio inquietante.

En una casita, en la parte del kibutz donde vivían adultos jóvenes, yacían dos cadáveres en el suelo. El techo blanco estaba agujereado por las balas y la metralla, como un negativo macabro de un cielo nocturno estrellado. La casa fue saqueada, pero un especiero de colores permanecía intacto. Otras casas fueron incendiadas y su interior estaba carbonizado por completo.

Algunas casas estaban intactas, congeladas en el tiempo, con las carriolas de los niños y las bicicletas en el pórtico.

No obstante, cerca quedaban los restos de una camioneta destrozada y un parapente improvisado, dos de los vehículos utilizados por los pistoleros para cruzar la frontera.

Una sobreviviente del ataque, Shay Lee Atari, cantante, habló desde su cama de hospital con los medios de comunicación israelíes, acunando a su bebé de un mes y describiendo cómo su pareja la ayudó a ella y a su hija a escapar cuando los hombres armados entraron en su casa.

La mujer contó que corrió y se escondió en un almacén, cubriéndose a sí misma y a su bebé, Shaya, con sacos de tierra que encontró allí. Cuando ese refugio dejó de ser seguro, corrió por el césped, bajo el fuego, y tocó varias puertas hasta que una familia las dejó entrar. Dijo que esperaron 27 horas en total hasta que las rescataron. Según Atari, su compañero, Yahav Wiener, está desaparecido.

“En realidad no sé dónde estaba nuestro Estado”, dijo, haciéndose eco de la ira y el desconcierto de muchos israelíes sobre cómo pudieron haber sorprendido al país, con su cacareada capacidad militar y de inteligencia, y tomarlo desprevenido.

“Nos abandonaron”, dijo, y añadió con amargura: “Estaban en Twitter. Ahí es donde estaban”.

Los rostros sonrientes de otras víctimas pueden verse en fotografías familiares que comparten los dolientes en las redes sociales en conmemoración. Está la familia Kedem Siman Tov: padres y tres hijos pequeños, todos muertos; y están Itai y Hadar Berdichevsky, que ocultaron a sus gemelos de 10 meses antes de ser abatidos. Los mellizos fueron rescatados 13 horas después.

La conmoción y la rabia que resuenan ahora en la sociedad israelí se suman a meses de agitación por los planes del gobierno de frenar al poder judicial del país, profundizando las viejas divisiones sociales, políticas y étnicas.

Una pancarta antigubernamental colgaba en lo alto de la torre de agua del kibutz de Kfar Aza. Llevaba la leyenda: “¡Vergüenza!”.

Debajo de ella, a pocos metros, estaban otros seis cadáveres de habitantes en bolsas negras en el piso.

c.2023 The New York Times Company