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La grandeza y el fracaso: De Gaulle y la política

<span class="caption">El General Charles de Gaulle se dirige a las masas en Chartres, Francia, durante la liberación de París el 24 de agosto de 1944.</span> <span class="attribution"><a class="link " href="https://commons.wikimedia.org/wiki/File:General_Charles_de_Gaulle_addressing_crowds_in_Chartres,_France,_24_August_1944._BU6.jpg" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Wikimedia Commons / Imperial War Museums;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Wikimedia Commons / Imperial War Museums</a></span>

Son bien conocidas las palabras con que Charles de Gaulle comienza sus Memorias: “Me he hecho siempre cierta idea de Francia”. La historia de su país le impresionaba tanto que su mayor sueño era prestarle algún día “señalados servicios”.

Eligió la carrera de las armas para hacerlo. La Gran Guerra de 1914 pareció ser su ocasión de oro. Le sorprendió como joven capitán, le causó repetidas heridas físicas de las que se restableció y una moral más difícil de sobrellevar: fue hecho prisionero en Verdún, y vivió encerrado los dos últimos años de la guerra. Sus repetidos intentos de fuga terminaron en otras tantas capturas. La manera como el mando francés dirigió la guerra le decepcionó enormemente… Había perdido su gran oportunidad. Rehizo como pudo su carrera, en buena parte a la sombra de Pétain, el héroe de Verdún, que debió defenderle de la mala acogida que los profesores de la Escuela Superior de Guerra depararon a ese oficial engreído que discrepaba de sus doctrinas estratégicas. Escribió historia militar de Francia y, a cuenta de ella, chocó con Pétain.

Convencido de que había que crear un ejército vertebrado por divisiones blindadas, publicó un libro sobre ello. Le hicieron caso en Alemania, pero no en Francia. Buscó influir en política para conseguir que se le escuchara. Hizo su apuesta y cultivó la amistad de Paul Reynaud.

Contaba ya cincuenta años cuando su país entró de nuevo en guerra con la Alemania de Hitler. Francia decidió entonces, tarde y mal, organizar divisiones blindadas y confiar su gobierno a Paul Reynaud que llamó a de Gaulle al gobierno para aplicar sus tesis. Convencido de que la guerra sería larga, cuando el gobierno estaba ya en Burdeos, negoció una estrecha alianza con el Reino Unido para continuar la guerra desde el Imperio. Reynaud lo propuso a su gobierno, que rechazó la medida. Había vuelto a fracasar. Se rebeló ante esa cesión encabezada por Pétain y marchó a Londres para continuar la guerra en nombre de la “Francia libre”.

De paria a héroe nacional

Convenció a Churchill de que era posible, pero no a las autoridades de su país que le privaron de la nacionalidad y le condenaron a muerte. No le importó: a través de un mar de dificultades consiguió que su farol tuviera éxito: Francia terminó la guerra combatiendo entre los vencedores y aspirando a recuperar su grandeza. De Gaulle, de ser un paria, pasó a simbolizar la Resistencia, la reconciliación del país por encima de las heridas de la colaboración, y el rechazo de Vichy.

De vuelta en Francia, al ponerse a hacer política, el héroe de la Liberación se enfrentó a unos partidos que practicaban lo contrario de lo que él entendía por buscar el interés nacional. Defraudado, dimitió esperando que pronto le llamaran de nuevo para remediar tal desastre. En vano: nadie le llamó. Para los políticos, era la vida real lejos de las ensoñaciones de aquel símbolo de la Resistencia, que no entendía la realidad política. Según él, era el triunfo de la mediocridad de unos politicastros, el prólogo de un desastre.

Y el desastre llegó. En 1958, Francia, a causa de Argelia, acabó viviendo una situación de quiebra política y rebelión. De Gaulle maniobró entre bambalinas con suma habilidad, y apareció como la solución a un problema sin salida. Volvió, rediseñó el sistema político y fundó la Vª República que cambió el modelo parlamentarista por uno presidencialista.

La grandeza francesa

La solución del problema argelino le costó el odio de ultranacionalistas que intentaron casi veinte veces terminar con su vida. Mientras tanto, él hacía política para recuperar la grandeza francesa. Esta vez sabía cómo moverse y, durante diez años, desplegó con habilidad todo su talento para convencer desde el poder.

No convenció a todos. En 1968 se enfrentó a una nueva rebelión que le puso en la diana de las críticas. Consiguió dominar la última la tormenta de su vida, y refrendar en las urnas el favor popular. Pero no le gustaba la situación. Convencido de la necesidad de reformas de calado, las propuso en un referéndum y, al perderlo, dimitió.

“No hay política que valga fuera de las realidades”

Nunca dejó de pensar que “no hay política que valga fuera de las realidades”, y también que “Francia no puede ser Francia sin grandeza”. Podría parecer una contradicción, pero no hay tal: “En la ladera sobre la que se encuentra Francia —escribió— todos la animan a que baje mientras yo no ceso de tirar de ella hacia arriba”.

Vale como resumen de qué entendió por hacer política con la grandeza como horizonte. Al final, ese fue el señalado servicio prestado a su país. Ese afán de aspirar a algo grande, de huir de la mediocridad, es la causa de que se le recuerde con asombro.

Como anotó de joven en su agenda: “Ta pathemata, mathemata”, aprendemos con nuestros sufrimientos. Y la política no es una excepción. Es necesario fracasar para hacer realidad un gran sueño.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Pablo Pérez López no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.