Cuando las gradas hablan, la Liga Premier debe escuchar

Para los estándares de este tipo de situaciones, la decisión del árbitro fue bastante sencilla. El fútbol en general y la Liga Premier en particular tienen un don para crear controversia a partir de cuentos chinos, pero esta no parecía una candidata especialmente cautivadora para un tratamiento de polémica. Las pruebas eran demasiado limpias y demasiado claras.

Al inicio del partido de la Liga Premier entre el Sheffield United y el Brighton el mes pasado, el defensa del Sheffield United Mason Holgate chocó con Kaoru Mitoma, el deslumbrante extremo del Brighton. El árbitro, Stuart Attwell, le mostró la tarjeta amarilla a Holgate. Un momento después, el asistente de video de Attwell, Michael Oliver, le aconsejó que revisara de nuevo la entrada.

La repetición mostró cómo el pie derecho de Holgate se estrelló con el muslo de Mitoma. (Para tener contexto, el balón estaba en otro lado por completo). La pierna de Mitoma se colapsó por la fuerza del golpe; incluso mientras el árbitro revisaba el video, Mitoma seguía retorciéndose sobre el césped. Attwell revocó su decisión y expulsó a Holgate, quien parecía dolido, consternado y desconcertado. Había que admirar el descaro.

No es ninguna sorpresa que este giro de tuerca —y la posibilidad de ver a su equipo jugar la mayor parte del partido en desventaja— indignara al público que abarrotaba el estadio Bramall Lane del Sheffield United. Los espectadores no habían visto las repeticiones. La mayoría de los aficionados jura que cualquier decisión en contra de su equipo es incorrecta.

Sin embargo, lo sorprendente fue la forma que tuvo su descontento. Le aplaudieron a Holgate cuando abandonó el campo. El resto del partido abuchearon cada vez que Mitoma tocó el balón. No obstante, también expresaron con fuerza, una gran cantidad de improperios y durante largo tiempo su opinión en torno a que todo el incidente demostraba, una vez más, que la corrupción en la Liga Premier era incorregible.

Es tentador poner a prueba esta acusación formulando dos sencillas preguntas. Número 1: ¿cómo podría la corrupción de la Liga Premier incitar a Holgate a hacer una entrada espantosa? Número 2: ¿por qué la Liga Premier sería corrupta en detrimento del Sheffield United?

Aunque por alguna razón la liga hubiera decidido que era una abominación la presencia de un equipo de larga tradición y un apoyo ferviente al que alberga un estadio evocador y una ciudad vibrante y ecléctica, casi no tendría que hacer nada para garantizar su pronta desaparición. Con el mismo respeto y afecto: el Sheffield United no necesita ayuda para descender esta temporada.

Cuestionar la acusación es inútil, pues la afirmación no se basa en la lógica. Esto no ha impedido que esa palabra —corrupto— sea una especie de leitmotiv de esta temporada en la Liga Premier. El Sheffield United no es el único que se ha dejado convencer con la idea de que, por la razón que sea, las autoridades están en su contra.

En meses recientes, el mismo cántico que sonó en el Bramall Lane también lo han entonado aficionados de, entre otros, el Wolverhampton y el Burnley, aunque, si el curioso proceso de ósmosis por el que se propagan estas tendencias tuviera una génesis, es probable que haya sido en el Everton.

Es en el Goodison Park donde el término “corrupto” ha aparecido en camisetas, pancartas y banderolas, donde se ha abucheado con más fuerza el himno, sin duda, pomposo de la Liga Premier y donde las raíces de la conspiración son más profundas.

Eso al menos tiene algo de sentido. En noviembre, un panel independiente despojó al Everton de 10 puntos por incumplir la normativa financiera de la Liga Premier, con lo cual de pronto el club quedo expuesto a la amenaza muy real del descenso. Fue la primera vez que se sancionó a un club por un delito de ese tipo y la primera vez que se le quitaban puntos a un equipo en más de una década.

Sin embargo, el hecho de que el Manchester City, el eterno campeón de la liga, había enfrentado 115 acusaciones de incumplimiento flagrante de las mismas normas durante casi un año y ni siquiera se había escuchado su caso fue igual de relevante. Desde el Goodison Park parecía como si la Liga Premier fuera bastante más rápida para castigar a uno de los pesos medios de la liga que a su actual superpotencia.

No obstante, cabe destacar que otros equipos han adoptado la causa del Everton. Los Wolves y el Everton son aliados improbables: mientras que el Everton admitió haber incumplido las normas financieras de la liga, el verano pasado los Wolves tomaron la decisión difícil e impopular de acatarlas. Si acaso, los Wolves deberían ser de la opinión de que el Everton se merece todo lo que le pase.

El Sheffield United es todavía más inusual. Tiene un viejo agravio con la Liga Premier relacionado con que el West Ham alineó a jugadores no autorizados en 2007, lo que a final de cuentas fue la causa directa del descenso del Sheffield. Sin embargo, es extraño que su ardiente sentimiento de injusticia vuelva a resurgir ahora. El Sheffield United no ha infringido ninguna norma financiera. No le han restado puntos. No tiene ningún motivo real para quejarse.

Y, a pesar de todo, no es difícil entender por qué la idea de la corrupción institucional toca una fibra sensible. La justicia en el fútbol en esencia es tan arbitraria como ha denunciado el Everton. Esta semana, otro panel independiente redujo su deducción de puntos a 6 en vez de 10, una sanción que parece ser mucho más del agrado del club.

Sin embargo, eso no contrarresta la sensación de injusticia. Si acaso, la refuerza: no solo porque un panel decretó que otro era demasiado duro, como se quejaba el Everton, sino también porque ambas sanciones en esencia han salido de la nada.

Eso no convierte a la Liga Premier en corrupta, pero sí infunde vida a la idea de que la justicia depende un poco del contexto. Se puede decir lo mismo de la creencia en torno a que los ejecutivos de la liga reciben dinero de sus clubes más poderosos: parece paranoia, pero no es difícil ver por qué esta conclusión es convincente para algunos. Unos pocos monopolizan la gran mayoría de la fortuna que genera el juego. Acaparan la riqueza, el talento y los trofeos y someten el deporte a su voluntad.

Al mismo tiempo, los partidos ahora los decide una autoridad sin rostro que no le rinde cuentas a nadie, una que no parece —si somos amables— interpretar las reglas con absoluta coherencia desde su cabina remota llena de pantallas.

En este sentido, no es sorprendente que tantos clubes hayan interiorizado la idea de que las instituciones que supervisan el juego son corruptas, sino que tantos no lo hayan hecho. Si acaso, la indignación debería ser más generalizada.

A pesar de esto, da la sensación de que hay una lección aquí y no solo para la gente que dirige el fútbol. Las protestas tal vez son dentro de los estadios, pero la frustración, la dislocación y el resentimiento latente que las impulsan reflejan un sentimiento que también existe fuera.

El autor Terry Pratchett alguna vez advirtió que los políticos debían prestar atención a los grafitis: no solo a su presencia, sino a lo que decían. “Ignoren los grafitis bajo su propio riesgo”, escribió. “Es el latido de una ciudad. Es la voz de los que no tienen voz”.

Los estadios de fútbol, el último gran punto de encuentro secular de una sociedad fracturada, desempeñan un papel muy parecido. La Liga Premier no es corrupta, no en el sentido al que se refieren los aficionados del Everton, los Wolves y el Sheffield United. Pero no solo porque la afirmación no sea lógica no significa que deba ignorarse. Los estadios hablan. A la liga le convendría escuchar lo que dicen.

c.2024 The New York Times Company