Gisèle Pelicot: el rostro de la valentía
Hasta el 2 de septiembre de 2024, la mayor parte del mundo no sabía realmente qué aspecto tenía Gisèle Pelicot.
Casi no había fotografías de Pelicot, una abuela de 72 años, en internet. No estaba en las redes sociales. Nadie, salvo sus amigos y familiares, sabía que llevaba un corte bob anaranjado a lo Louise Brooks y que le gustaban las gafas de sol redondas a lo John Lennon.
Pero el jueves, cuando Pelicot estaba con la cabeza bien alta en un juzgado de Aviñón, Francia, mientras se leían los veredictos del angustioso juicio por violación de cuatro meses contra su exmarido y otros 50 hombres, se había convertido en la imagen de la valentía alrededor del mundo.
Su rostro ha aparecido en carteles de protestas en toda Francia y ha sido pegado en las fachadas de los edificios. Apareció en la portada digital de Vogue Alemania y se utilizó en una portada falsa del número de Time dedicado a la persona del año. Se ha convertido en el símbolo de su horrible experiencia, por supuesto, pero también de la de toda mujer que se vio indefensa, engañada y maltratada. Como dijo uno de sus abogados, Stéphane Babonneau, el rostro de Pelicot, con su aparente falta de artificio, se ha convertido en la expresión física de que “la vergüenza ha cambiado de bando”.
Rara vez alguien que fue tan literalmente cosificada —convertida en muñeca de trapo para que los hombres la violaran a su antojo— ha sido capaz de retomar tan plenamente el control de su propia cosificación y convertirla en una imagen de empoderamiento.
En este sentido, la imagen de Pelicot ha pasado a formar parte de una larga serie de imágenes que han trascendido una historia única para convertirse en la taquigrafía visual de un punto de inflexión colectivo. Piensa en el joven de la camisa blanca frente a un tanque en la plaza de Tiananmén en 1989, o en la mujer del vestido rojo a la que lanzan gases lacrimógenos durante las manifestaciones antigubernamentales en Turquía en 2013, o en la mujer del vestido de verano frente a una fila de policías antidisturbios durante una protesta de Black Lives Matter en Baton Rouge, Luisiana, en 2016.
Casi siempre, estas fotografías captan a personas que parecen absolutamente normales mostrando una valentía extraordinaria en un momento extraordinario. Y aunque Pelicot no anticipó hasta qué punto su rostro se convertiría en un toque de clarín, dijo Babonneau, sabía que desde el momento en que tomó la decisión de permitir que su juicio fuera público, en lugar de una audiencia a puerta cerrada, la gente estaría observando.
“Toda mujer que haya tenido que soportar lo que ella soportó y suba al estrado sabe que va a ser observada, no solo por lo que diga, sino por su aspecto”, dijo Babonneau. Concretamente, añadió, sabe que va a ser juzgada en función de si cumple las “expectativas sociales y culturales sobre el aspecto de una víctima”. O, en todo caso, del aspecto de un héroe. Pelicot, dijo, quería ofrecer un ejemplo diferente.
Imagina a una mujer que puede haber sido víctima, pero que ya no está “indefensa”. Una mujer cuyo exmarido pudo haberle destrozado la vida, pero que no consiguió destruirla a ella. Una mujer que, según Babonneau, a menudo era descrita como “muy francesa”, de esa forma indescriptible de “lo sabes cuando la ves”.
Como dijo LaDame Quicolle, una artista que creó un retrato a gran escala de Pelicot y lo expuso en las calles de Aviñón, Lille, París y Bruselas, era precisamente porque “Gisèle Pelicot es una mujer común y corriente” por lo que su imagen resultaba tan impactante. (El nombre adoptado, “LaDame Quicolle”, se traduce como “la mujer que pega” (o permanece), y la imagen de Pelicot formaba parte de una serie llamada “Watchwomen”, que presentaba imágenes en tamaño póster de mujeres que habían sufrido violencia de género, recuperando metafóricamente las calles).
Dicho de otro modo: mientras que a los hombres que abusaron de ella se les ha llamado colectivamente Monsieur-Tout-le-Monde, “Señor cualquiera”, porque parecen tan normales, Pelicot ha tomado su propia normalidad y la ha convertido en parte de su superpoder.
Mientras que la mayoría de las mujeres que denunciaron durante el movimiento #MeToo de Francia eran figuras conocidas del mundo de la moda y el cine, Pelicot, dijo LaDame Quicolle, “podría ser nuestra madre”.
Desde el primer día del juicio, Pelicot apareció arreglada, pero sencilla. Llevaba alzados el cuello de la chaqueta y del abrigo. A menudo traía un pañuelo blanco alrededor del cuello. Los colores que elegía eran sobrios, los estampados discretos. No llevaba maquillaje evidente, pero parecía bien arreglada. Parecía reconocible.
Parecía lo que era: una mujer jubilada y una abuela sin pretensiones, pero con amor propio. Las pequeñas gafas de sol redondas que se han hecho tan familiares eran las que llevaba en el bolso en su primer día en el tribunal. Al principio las llevaba como forma de protección.
“Los ojos transmiten muchos sentimientos”, dijo Babonneau. “No sabíamos cómo se sentiría. ¿Lloraría, se sentiría perdida, asustada?”. Al taparse los ojos, dijo, Pelicot tenía “cierta intimidad”. Él y su colega eligieron deliberadamente caminar unos pasos por detrás de su clienta, para que fuera ella quien los guiara.
“El público la conocía con este aspecto”, dijo Aline Dessine, artista e ilustradora belga. Es la mirada que Dessine eligió transmitir cuando creó una imagen de Pelicot que ofreció gratuitamente a quien quisiera demostrar su alianza: un retrato gráfico, identificable únicamente por las formas de su corte de pelo y sus gafas de sol.
A medida que avanzaba el juicio y crecía el número de partidarios de Pelicot fuera del juzgado, aplaudiendo su valentía, “sintió que ya no necesitaba las gafas”, dijo Babonneau. Quería establecer contacto visual con las mujeres que la rodeaban.
Pero para entonces, las gafas de sol habían pasado de dispositivo protector a firma personal, y de firma a semiología. Para entonces, Pelicot comprendía hasta qué punto importaban sus elecciones más insignificantes, aún —quizá especialmente— cuando durante gran parte de su vida de casada se las habían arrebatado.
Por eso, durante los días de testimonio de sus abusadores, llevó un pañuelo de seda con un estampado creado por mujeres aborígenes de Australia y que se lo enviaron como gesto de solidaridad. No era más que uno de los muchos detalles que imbuían a su aspecto de tal poder que podía trascender el juicio y convertirse en un catalizador del cambio.
En su familiaridad, contenía multitudes. En su reflejo inquebrantable, las mujeres se veían a sí mismas.
Vanessa Friedman es la directora de moda del Times y la crítica jefe de moda desde 2014.
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