Las formidables reinas que gobernaron Jerusalén
El 2 de octubre de 1187, Jerusalén -la Ciudad Santa ocupada por los cristianos durante cuatro generaciones y el premio de la Primera Cruzada- cayó en manos del sultán Saladino tras un breve asedio.
Los cristianos fueron superados en número diez a uno, pero la ciudad resistió el tiempo suficiente para que se negociaran términos favorables.
Jerusalén fue defendida por un trío improbable: el patriarca Heraclio, un funcionario religioso de alto rango; un noble llamado Balián de Ibelín, y Sibila, reina de Jerusalén, quien había sido coronada solo un año antes, luego de la muerte de sus parientes varones.
Entre ellos formaron una sólida defensa contra todo pronóstico.
Los almacenes de alimentos y el saneamiento dentro de la ciudad estaban sometidos a una gran presión, y casi no tenían caballeros entrenados ni hombres de armas: el ejército había sido destruido casi tres meses antes en la batalla de los Cuernos de Hattin, en la que el esposo de Sibila, Guy de Lusignan, había sido capturado.
Aunque los historiadores han cuestionado el papel de la reina Sibila en la estrategia y defensa de su ciudad, y muchos se muestran reacios a darle mucho crédito, el rol de las mujeres en el Oriente Latino está bien documentado.
El trío al mando
Es natural que Sibila, como monarca reinante, la figura de mayor estatus en la ciudad, hubiera asumido un papel de mando. Así...
Sibila tenía la autoridad para mandar,
Balián la experiencia militar para diseñar estrategias y
Heraclio controlaba los fondos de la ciudad.
Cuando los muros comenzaron a derrumbarse y no hubo esperanza de poder resistir, decidieron negociar los términos de la rendición.
Lo mejor que podían esperar era la supervivencia y la libertad de los cristianos dentro de la ciudad, y la seguridad personal de Sibila.
Al borde de la derrota, no estaban en una posición de negociación sólida.
A pesar de esto, Saladino aceptó la oferta de rendirse.
No tuvo mucha opción: cuando inicialmente se negó, Balián juró no solo luchar hasta la muerte, sino también destruir la Cúpula de la Roca, uno de los lugares más sagrados del Islam, si el sultán no ofrecía condiciones.
La libertad de Sibila estaba garantizada y los cristianos dentro de las murallas de la ciudad pudieron comprar su libertad.
A pesar de todo, Jerusalén ya no era suya y Sibila era una reina sin reino.
Estados Cruzados
Los cristianos habían ocupado Jerusalén durante 88 años.
El reino de Jerusalén se había forjado con la sangre y las cenizas de la Primera Cruzada.
Fue uno de los primeros cuatro Estados Cruzados fundados en el Levante mediterráneo, durante la Primera Cruzada.
El reino tenía varios señoríos vasallos, entre ellos el Principado de Galilea, el Condado de Jaffa y Ascalón y el Señorío de Transjordania.
Los Estados Cruzados fueron un conjunto de entidades políticas feudales que surgieron a finales del siglo XI en diversos territorios al oriente de Europa y el Mediterráneo a raíz de su ocupación por los europeos cristiano-católicos durante la época de las Cruzadas.
El reino de Jerusalén era uno de los Estados Latinos de Oriente, también conocidos desde el Medioevo con el término Outremer (del francés: outre-mer, o ultramarino).
Herencia poderosa
La gobernante más importante de los Estados Cruzados fue la abuela de Sibila, la primera monarca mujer de Jerusalén y "una mujer de sabiduría inusual".
Su nombre era Melisenda, hija del rey Balduino II de Jerusalén y de la princesa armenia Morfia de Melitene. Como la mayor de cuatro hijas, fue nombrada heredera de su padre.
En 1152, 35 años antes de que Sibila se enfrentara a Saladino, Melisenda también defendió la ciudad contra un ejército sitiador.
El ataque fue implacable.
"A los sitiados se les negó la oportunidad de descansar", pero "resistieron con todas sus fuerzas y se esforzaron por repeler la fuerza con la fuerza... No dudaron en herir a sus enemigos y en infligir la misma destrucción sobre ellos", escribió el historiador contemporáneo Guillermo de Tiro.
Pero no fue el ejército de un sultán islámico lo que Melisenda de Jerusalén tuvo que repeler, sino el de su propio hijo, Balduino III de Jerusalén.
La reina Melisenda, a los 47 años, tuvo que luchar por mantener a raya al hijo que quería expulsarla del trono que había ocupado durante más de 20 años. Así como Melisenda estaba decidida a no ceder el poder, Balduino estaba igualmente decidido a reclamarlo.
Por impactante que haya sido esta escena, una madre cristiana y un hijo en guerra abierta por la ciudad más santa de la cristiandad, la verdadera sorpresa fue que hubiera tardado tanto en estallar el conflicto.
El testamento de la discordia
En su lecho de muerte, el padre de Melisenda había hecho una enmienda a su testamento que salvaguardaba su derecho hereditario a gobernar.
En lugar de dejarle el control del reino de Jerusalén a Fulco, el esposo de Melisenda, como se esperaba, Balduino II creó un triunvirato de poder y lo dejó en partes iguales a su hija, yerno y nieto pequeño, ese mismo Balduino III que 20 años después asaltaría a su madre con "ballestas, arcos y lanzas".
Balduino II tomó su decisión en el lecho de muerte por varias razones políticas y dinásticas.
Quería asegurarse de que su yerno, Fulco, no pudiera, como rey, inventar un pretexto para divorciarse de Melisenda y tomar otra esposa, eliminando así a Melisenda y Balduino III de la sucesión. El viejo rey quería que el trono permaneciera atado a su línea de sangre.
Además, Fulco, al ser francés, era un extranjero en Jerusalén y era poco probable que inspirara el respeto inquebrantable de la nobleza local, a diferencia de Melisenda, que parte era de la realeza cruzada, nacida y criada en el oriente y mitad armenia a través de su madre.
Cuando murió Balduino II de Jerusalén, su hija y su yerno fueron coronados rey y reina sin reparos.
Pero mientras que para Melisenda el acceso al trono fue sencillo, ejercer el poder no lo fue.
En los primeros años de su reinado, Fulco trató de eludir la autoridad de la reina en asuntos de gobierno, y fue solo después de un escándalo de proporciones épicas y una rebelión abierta que Melisenda pudo ejercer su autoridad en el gobierno de Jerusalén.
Esto nos lleva a considerar la distinción entre autoridad y poder. La autoridad es el derecho a gobernar y el poder es la capacidad de hacerlo.
Las reinas medievales enfrentaron el doble desafío de obtener primero la autoridad en un mundo ferozmente patriarcal y luego convertirla en poder tangible.
El primer desafío giraba en torno a la política, el segundo a la personalidad.
A falta de reyes, reinas
La inestabilidad única y el estado de crisis casi constante en Outremer crearon un entorno político en el que las mujeres de origen noble podían ser impulsadas a la prominencia y ejercer un poder real.
La esperanza de vida era corta para los hombres de armas en los Estados Cruzados: en el siglo XII, un rey de Jerusalén que nacido en la región moría a la edad promedio de 26 años, en contraste con los reyes nativos de Francia que disfrutaban de una esperanza de vida promedio de 57 años.
Si no eran asesinados en el campo de batalla o en una incursión inesperada, podían sufrir una enfermedad o un percance.
El hermano de Sibila, Balduino IV, por ejemplo, murió sin hijos bajo el flagelo de la lepra y, tras la muerte de su joven sobrino, su trono finalmente pasó a su hermana.
Las mujeres vivían más que sus parientes varones que normalmente las habrían controlado y se convirtieron en pilares de poder y lealtad política por derecho propio.
Más allá de eso, por pura casualidad, los reyes de Jerusalén se vieron bendecidos con hijas en lugar de con los hijos que ansiaban desesperadamente. Eso obligó a la sociedad de Outremer a adaptarse al concepto de ser gobernados por reinas.
"Mostrar el hombre dentro de la mujer"
Melisenda no solo logró convertir su autoridad en poder, sino que también logró retener ese poder por casi una década después de que su autoridad expirara.
Fulco murió en un accidente de caza, y Melisenda permaneció soltera y gobernó de forma independiente.
Poco después de la muerte de su esposo, recibió una carta de Bernardo, abad de Clairvaux y una de las figuras más influyentes de la época.
"Los ojos de todos se tornan hacia ti y solo sobre ti recae todo el peso del reino. Debes poner tu mano en las cosas fuertes y mostrar al hombre dentro de la mujer", le escribió.
Aunque lo que el abad decía no era nuevo para Melisenda, quien para entonces ya había gobernado junto con su esposo durante años, la carta es un documento notable: un eclesiástico de alto rango dándole su bendición al gobierno independiente de una mujer.
Pero Bernard también enfatizó que el papel de Melisenda como única gobernante debería durar solo hasta que su hijo fuera mayor de edad.
Ciertamente, la intención de Balduino II nunca fue que su hija siguiera gobernando después de que su nieto fuera adulto y, sin embargo, cuando llegó el momento de ceder el poder a su hijo, Melisenda se negó.
Durante seis años, sofocó los reclamaos de Balduino III sobre el reino hasta que la situación culminó en esa escena en la que el hijo asediaba a su madre en la ciudadela de Jerusalén.
Al final, ella se apartó del gobierno y Balduino III se hizo cargo de gobernar el reino, aunque Melisenda siguió siendo muy respetada.
Dejando huellas
En esa época, Melisenda era una de apenas dos monarcas mujeres en ser famosa en Europa, después de Urraca de León-Castilla, y su fuerza e independencia fueron un ejemplo para las mujeres nobles en el este y el oeste.
Sin embargo, Melisenda no estaba sola en su lucha por afirmar su agencia como mujer en Outremer.
Su hermana Alicia se convirtió en princesa de Antioquía. Viuda al final de su adolescencia, intentó desafiar primero a su padre y luego a su cuñado, ambos reyes de Jerusalén, y gobernar Antioquía por su cuenta, como regente de su joven hija.
Tres veces se vio frustrada antes de retirarse finalmente de la vida pública, después de haber intentado todo tipo de tácticas, desde aliarse con el atabeg Zengi turco contra su padre o unir a las autoridades igualmente descontentos de Trípoli y Edesa contra Fulco, hasta simplemente tratar de volver la gente de la ciudad contra el rey.
Alicia fue sucedida por su hija Constanza, que también enviudó joven y tenía ambiciones similares de gobernar independiente como su madre.
Constanza, por el contrario, fue más sutil en sus esfuerzos y tuvo más éxito que su madre. Gobernó Antioquía independientemente durante varios años, antes de enamorarse perdidamente del soldado mercenario Reynald de Châtillon y casarse con él.
Hodierna de Trípoli, la hermana menor de Melisenda y Alicia, estuvo implicada en dos intentos de asesinato mientras luchaba por el poder: uno contra un reclamante rival del condado de Trípoli, y el otro contra su propio marido, Raymond de Trípoli, quien fue asesinado misteriosamente después de una pelea con su esposa.
La pelea fue de proporciones tan épicas que Hodierna había decidido irse a Jerusalén con su hermana, y aunque el consenso general era que su esposo fue asesinado por miembros de la secta Hashashin, era un objetivo muy inusual para este grupo islámico, y el momento de su discusión con su esposa fue sospechoso.
Después de la muerte de Raymond, a Hodierna se le permitió permanecer soltera y gobernar Trípoli como regente de sus dos hijos.
Para bien o para mal, las reinas de Jerusalén dejaron su huella en la historia de la región y en la de la realeza medieval. La dinastía representa una línea única de mujeres gobernantes, cuyas experiencias y logros merecen mayor atención.
* Katherine Pangonis es una historiadora especializada en el mundo medieval del Mediterráneo y Medio Oriente, y autora de "Reinas de Jerusalén: Las mujeres que se atrevieron a gobernar".
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