Fidel Castro, un hombre obsesionado por el poder

La muerte de Fidel Castro ha puesto fin a su influencia directa sobre el destino de Cuba, un poder que mantuvo de manera prácticamente absoluta desde 1959. Y aunque compartió el gobierno los primeros años de la Revolución con un Presidente de la República y luego constituyó una Asamblea Nacional, nadie dudó jamás quién llevaba las riendas del régimen en la isla.

Fidel Castro fumando un tabaco durante la visita del senador de EEUU Charles McGovern a la La Habana en 1957. REUTERS/Prensa Latina/File Photo
Fidel Castro fumando un tabaco durante la visita del senador de EEUU Charles McGovern a la La Habana en 1957. REUTERS/Prensa Latina/File Photo

Con el fallecimiento de Castro desaparece el último símbolo del liderazgo autoritario prevaleciente en los países comunistas durante la Guerra Fría. El ex mandatario cubano gobernó más tiempo que José Stalin y Mao Zedong. Solo la enfermedad lo obligó a renunciar al cargo de Presidente del Consejo de Estado y de Ministros en 2006, cuando ya había regido a lo largo de 47 años.

A su paso Castro no dejó herederos, fuera de su incondicional hermano Raúl Castro. Cuando la popularidad de algún político amenazaba con eclipsarlo, lo eliminaba de manera más o menos encubierta. Desde la desaparición de Camilo Cienfuegos y la odisea de Che Guevara hasta la caída de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, las escaleras del poder en Cuba están sembradas de líderes abortados.

Ernesto
Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro en La Habana en 1960. (AFP)

La temprana designación del sucesor

Ninguno de los asistentes a la concentración frente al Palacio Presidencial de La Habana, el 21 de enero de 1959, podía adivinar que aquel día escucharía una frase definitoria del destino de Cuba.

Según Castro, el pueblo de la isla había expresado su preocupación por la seguridad de los dirigentes de la naciente Revolución. El entonces jefe del Movimiento 26 de Julio decidió había decidido proponer a la dirección de esa organización política, que controlaba al Ejército Rebelde, la designación de Raúl Castro como segundo jefe y sucesor si algo ocurría al líder de los barbudos.

“Lo hago, no porque sea mi hermano —que todo el mundo sabe cuánto odiamos el nepotismo— sino porque, honradamente, lo considero con cualidades suficientes para sustituirme en el caso de que yo tenga que morir en esta lucha”, explicó Castro.

Cuarenta y siete años más tarde se consumó esta sucesión, ciertamente avalada por la Constitución de 1976, pero definida desde mucho antes en aquel discurso. En esa misma arenga pronunció algunas frases memorables sobre su desinterés por el poder.

“Para nosotros ser líder no es aspirar al poder, que todo el mundo sabe que yo renuncié al poder hace mucho tiempo, que todo el mundo sabe el desinterés con que he luchado y que soy de los hombres que sostengo que ningún hombre es imprescindible y que cualquier cubano honrado puede ser un buen presidente de la república”, afirmó.

En los meses siguientes Castro borró cualquier obstáculo hacia sus aspiraciones de convertirse en el gobernante absoluto de Cuba. Harto de sus discrepancias con el presidente Manuel Urrutia, renunció a su cargo de Primer Ministro, en una operación pactada en secreto con otros miembros del gabinete y el respaldo del diario Revolución, que movilizó al pueblo el 17 de julio de 1959 con un titular impreso en un millón de copias: “Renuncia Fidel”.

Esa noche Castro acudió a la televisión para explicar las causas de su decisión. Mientras hablaba llegó la noticia de la dimisión de Urrutia. El golpe de Estado se había cumplido. El abogado Osvaldo Dorticós ocupó la presidencia desde entonces hasta 1976.

Su filiación comunista garantizó la influencia progresiva de esa ideología, declarada abiertamente como filosofía oficial justo antes de la invasión por Bahía de Cochinos en 1961.

Una “revolución de jóvenes”

Cuando el Ejército Rebelde echó del poder a Fulgencio Batista en 1959, la mayoría de los dirigentes revolucionarios rondaba los 30 años de edad. Al ceder la presidencia en 2006, la cúpula gobernante tenía como promedio 70 años y Castro cumplió exactamente 80 dos semanas después.

Sin embargo, en la primera década de la Revolución el líder cubano había prometido en varias ocasiones que los hombres jóvenes siempre dirigirían el país. En un famoso discurso el 13 de marzo de 1966, plagado de críticas al gobierno de China, Castro descartó que él y sus seguidores en el gobierno fuesen a envejecer en sus cargos.

“Hacemos votos para que todos los revolucionarios, en la medida que nos vayamos poniendo biológicamente viejos, seamos capaces de comprender que nos estamos volviendo biológica y lamentablemente viejos; hacemos votos para que jamás esos métodos de monarquías absolutas se implanten en nuestro país y que se demuestre con los hechos esa verdad marxista de que no son los hombres, sino los pueblos, los que escriben la historia”, dijo.

La historia demostró que esta, como la promesa de realizar elecciones democráticas poco después de derrocar a Batista, fue apenas otra de las ficciones tejidas por Castro para mantener su poder absoluto sobre la isla. Ante las críticas de un grupo de miembros del viejo Partido Comunista por la tendencia autoritaria de Castro y las expresiones de culto a la personalidad, en 1967 las autoridades de la isla emprendieron el llamado “proceso de la microfracción”, que enjuició a una treintena de personas acusadas de conspirar contra el régimen.

Este hecho abrió el camino hacia las sucesivas purgas inspiradas en el modelo estalinista que han diezmado cualquier oposición dentro del gobierno. Unos meses después Ernesto Guevara fue capturado y asesinado en Bolivia, donde había intentado establecer una base insurgente para reproducir la experiencia de la Revolución cubana. Sin apoyo local significativo y abandonada por La Habana, la guerrilla no sobrevivió.

Guevara pudo haber sido la ofrenda conciliatoria de Castro a la Unión Soviética, cuyo sistema el argentino había criticado durante su gira por Europa del Este.

Tampoco los dirigentes de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), en teoría la cantera de futuros dirigentes del Partido, han podido ascender hasta lo más alto del poder en la isla. Ni el joven comandante Joel Iglesias, ni el discreto Jaime Crombet, ni Luis Orlando Domínguez –encarcelado bajo cargos de corrupción–; ni los grises Juan Contino y María Victoria Velázquez, o el líder de los “talibanes” (por su extremismo ideológico), Otto Rivero, pudieron acercarse a la cúspide, aunque disfrutaron en mayor o menos de los privilegios de su puesto.

Los que más se acercaron a una posible sucesión de Castro –Roberto Robaina, Felipe Pérez Roque y Carlos Lage—cayeron aparatosamente, fulminados por las acusaciones del gobernante y sus viejos camaradas de la llamada “generación histórica”.

Mientras al primero le señalaron sus relaciones con un político mexicano corrupto y su amistad con el entonces canciller español Abel Matutes, a los otros le reprocharon sus supuestas ambiciones políticas y deslealtad al Máximo Líder.

En una de sus Reflexiones, el 3 de marzo de 2009, Castro sentenció: “La miel del poder por el cual no conocieron sacrificio alguno, despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno. El enemigo externo se llenó de ilusiones con ellos.” Evidentemente, el “panal” que ha alimentado a la cúpula castrista durante más de medio siglo solo ha acogido a los incondicionales del ahora extinto Comandante en Jefe.