Una familia de Maui describe la noche trágica en que intentó escapar de un terrible incendio forestal

La ciudad de Lahaina, en Maui, donde murieron al menos 115 personas en un incendio que destruyó gran parte de la comunidad. (Max Whittaker/The New York Times).
La ciudad de Lahaina, en Maui, donde murieron al menos 115 personas en un incendio que destruyó gran parte de la comunidad. (Max Whittaker/The New York Times).

Lahaina, Hawái — El viento jamás se había sentido tan feroz.

Folau Tone se mantuvo firme mientras un vendaval azotaba su calle en Lahaina. Trató de clavar el techo de lámina de la casa de su familia, pero se dio por vencido al ver que se desprendían algunos fragmentos.

En el oeste de Maui, los cables de alta tensión se vinieron abajo y se cortó la electricidad en gran parte de la isla. Los muebles de jardín y los escombros volaban por los aires de un patio a otro.

La esposa de Folau ya se había ido a su trabajo en un hotel, pero sus cuatro hijos se habían quedado. Era el 8 de agosto, el primer día de escuela. Las clases se cancelaron debido al corte eléctrico.

Las ráfagas de viento no desanimaron a su madre, Faaoso, quien estaba fuera cocinando una olla de raíz de yuca mientras en otra olla hervía un guiso de pescado. Le gustaba cocinar al aire libre y hacía tiempo que había montado una cocina improvisada con quemadores de propano debajo de una carpa.

A sus 70 años, Faaoso disfrutaba supervisar un hogar bullicioso, feliz de convivir con hijos y nietos conforme pasaban los años. Su esposo, Maluifonua, de 73 años, estaba jubilado, ya que se había lastimado la espalda por un carro de ropa de cama que se resbaló mientras él trabajaba en un complejo turístico.

Un grupo se reunió cerca de Sandy Beach para decir pule, u oraciones, al amanecer durante una vigilia por las víctimas del incendio en Honolulu. (Michelle Mishina Kunz/The New York Times).
Un grupo se reunió cerca de Sandy Beach para decir pule, u oraciones, al amanecer durante una vigilia por las víctimas del incendio en Honolulu. (Michelle Mishina Kunz/The New York Times).

Folau y su familia se mudaron hace siete años y se unieron a su hermana Salote, de 39 años, y al hijo de esta, Tony Takafua. Los hermanos ayudaban a pagar la hipoteca.

Hacia las dos de la tarde, Folau se dio un baño y se disponía a ir a su trabajo de cantinero cuando recibió la noticia de que el restaurante no iba a abrir. Pensó que él y sus hijos pasarían el día encerrados en casa.

No obstante, empezó a salir humo fuera de su casa, un búngalo blanco con adornos azules. Los vecinos salieron a ver las montañas, el viento ahogaba sus gritos. Algunos se dirigieron a sus automóviles.

Folau, de 44 años, ya había evacuado otras veces bajo amenaza de incendio y les dijo a sus hijos que empacaran una muda de ropa. El humo no tardó en espesarse y oscurecer el cielo. Folau aceleró el paso y el tono de su voz se volvió más tenso.

Su hija Liliana, de 14 años, saltó al asiento delantero de su camioneta plateada, una Nissan Titan. Siosiua, de 9 años, y Auralia, de 5, se metieron en el asiento trasero. También lo hicieron su hermano Keuli, de 2 años, y Nala, su cruza de labrador.

Salote y Tony, de 7 años, subieron al Honda Civic blanco que ella había comprado recientemente. Sus padres abordaron la parte de atrás. El plan era seguir a Folau y encontrarse en el hotel de su esposa.

Antes de salir, Folau cogió las dos ollas de comida que había preparado su madre y se apresuró a colocarlas en el maletero del auto de Salote. Sería bueno tener algo de comida en caso de que no hubiera electricidad.

Un escape frenético

Desde el interior de su camioneta, Folau no veía el fuego, pero podía sentir el calor inminente mientras agarraba el volante. Emprendió la marcha por la calle Kuhua. Salote le siguió. El barrio estaba cubierto de gris y el viento lanzaba brasas, hojas y tierra al aire.

Un árbol de mango caído bloqueaba el acceso a la vía principal que podía sacarlos de la zona. Los vehículos se metían en sentido contrario y obstaculizaban la carretera. Folau giró hacia la calle Aki, pero los conductores le indicaron que allí tampoco había salida. Volvió a la calle Kuhua. Los autos intentaban maniobrar para esquivarse entre sí, pero no llegaban a ninguna parte. Estaba atrapado.

“¡Papá, sácanos de aquí!”, suplicó Liliana, su hija.

Junto a la calle había una valla metálica. Otra camioneta empezó a embestirla, tratando de derribarla sin éxito. Finalmente, el conductor se bajó, empezó a correr y dejó atrás su vehículo.

Folau buscó otra manera de escapar. “En ese momento, no pensaba en nada, solo sentía que los niños estaban allí y trataba de llevarlos a un lugar seguro”, narró.

Se encontró de nuevo junto al árbol de mango caído. Folau pensó que tal vez podía calzar su camioneta contra el costado de la valla, forzar las ruedas sobre las ramas y abrirse paso hasta el otro lado.

Las casas cercanas empezaron a arder. El interior de la camioneta de Folau se calentaba cada vez más. Apenas podía ver a través del parabrisas. Sus hijos se aferraban unos a otros y gritaban.

“Oí a mis hijos llorar y entonces me decidí a hacerlo”.

Aceleró el motor. Esperaba que su hermana Salote lo siguiera de cerca.

Un valle de cenizas

Mientras las llamas atravesaban el corazón de Lahaina, los habitantes de otros lugares de Maui tenían escasa información inmediata.

La esposa de Folau, Sabrina, trabajaba en la recepción del Westin Kaanapali Ocean Resort Villas, a unos 6 kilómetros de distancia, e intentaba calmar a los huéspedes que se quejaban del corte de electricidad. Afuera, el humo surcaba el cielo.

Sabrina, de 44 años, empezó a recibir mensajes de su hija mayor, Liliana, pero el servicio de telefonía celular estaba fallando y cada mensaje constaba de una sola palabra.

“mamá”

“por favor”

“contesta”

Sabrina hizo una pausa en su trabajo para conducir hasta el restaurante de Folau y se sintió aliviada de que él no estuviera ahí. Eso significaba que muy probablemente estaba con sus hijos.

Por fin, hacia las cinco de la tarde, su esposo apareció en el vestíbulo con el rostro cenizo. Había huéspedes, así que le dijo a Sabrina en voz baja que saliera.

Ahí, ella vio que la parte delantera y los laterales de su camioneta estaban raspados y golpeados. Debajo había un cable eléctrico enredado. Liliana la abrazó y se echó a llorar. Sus otros hijos y el perro estaban a salvo dentro de la camioneta.

Más tarde, un administrador del hotel recordó la escena como uno de los primeros indicios de que algo terrible estaba sucediendo en Lahaina.

Folau estaba ansioso por volver sobre sus pasos para buscar el auto de su hermana, pero las carreteras estaban intransitables. Las llamadas y los mensajes de texto no tenían respuesta. En toda la isla, miles de personas habían sido desplazadas y separadas. El gerente de Sabrina le ofreció a la familia una habitación del hotel para que pasaran la noche.

Por la mañana, Folau seguía sin tener noticias de sus padres ni de Salote. Al día siguiente, encontró la forma de entrar en la zona incendiada con su cuñado y un amigo.

Vieron un valle de cenizas y sueños quemados. La mayoría de las casas eran escombros incinerados, algunas solo se identificaban por escalones de concreto que no llevaban a ninguna parte. La propia casa de Folau había desaparecido, convertida en polvo, no quedaba nada que salvar.

Por toda la calle había autos con los neumáticos fundidos y el chasis casi irreconocible.

Pero uno tenía el cofre doblado, como si hubiera chocado contra algo. También tenía un detalle devastador: dos ollas de metal chamuscadas.

‘¿Dónde está Tony?’

Ha pasado más de un mes desde el incendio y aún hay decenas de víctimas por identificar. Las autoridades hacen un recuento de 115 muertos en total, pero muchos habitantes están convencidos de que hay más, y todavía hay 66 nombres en una lista de desaparecidos.

Expertos forenses y equipos de búsqueda inspeccionaron los escombros durante semanas en busca de cualquier vestigio de restos humanos. Las familias que han aportado su ADN siguen esperando encontrar a sus familiares.

Folau lo supo antes que los funcionarios: Faaoso, Maluifonua, Salote y Tony habían muerto en su auto. Tres generaciones consumidas por llamas de las que no pudieron escapar. Tony habría cumplido 8 años el mes que viene y es la víctima más joven identificada hasta ahora.

Los sobrevivientes tienen traumas profundos y complicadas secuelas mentales. Hay quienes no pueden hablar de lo que vieron y los planes para reiniciar sus vidas se perfilan en el dolor.

Folau y su familia se alojan en un hotel mientras deciden qué hacer. Hagan lo que hagan, el hogar se sentirá incompleto.

Siosiua, su hija de 9 años, aún no ha dado con una buena respuesta para cuando otros niños le preguntan inocentemente: “¿Dónde está Tony?”.

Folau está agradecido de poder acompañar a su hijo en estos momentos, después de haber pasado gran parte de su vida trabajando. Ha sido bueno centrarse en la paternidad.

Como muchos, lucha contra el peso de una culpa injustificada. Se pregunta por qué su auto logró salir y el de su hermana no, y por qué no dio la vuelta y se aseguró de que salieran adelante.

Sus familiares y amigos le aseguran que él no tiene la culpa. Sus propios hijos hablan de su heroísmo. Para ellos, Folau fue su protector, un padre impulsado por el amor y la desesperación que los sacó de un incendio aterrador.

Su esposa sabe cuál sería la insoportable alternativa: “Si hubiera regresado, los habríamos perdido a todos”.

c.2023 The New York Times Company