Los Estados Unidos me dieron el futuro robado en Cuba por Fidel Castro | Opinión

El 14 de abril de hace 60 años llegué a los Estados Unidos de América, o “el Norte”, como lo llamábamos la mayoría de los cubanos. Tímida, introspectiva y curiosa, a los 10 años bajé de un avión en el Aeropuerto John F. Kennedy de Queens, Nueva York.

Seis meses antes, habíamos huido de nuestra patria, escapando del gobierno autoritario de Fidel Castro para unirnos a cientos de compañeros refugiados en Madrid. Pero ahora, en una fresca noche de primavera, nos reunimos con mis abuelos maternos, mi tía, mi tío y mis primos en la Ciudad de Nueva York. El Norte. Mi estrella polar.

Mi primera visión de la ciudad: escaleras de incendios mugrientas bordeando edificios de ladrillo oscuro. Fea y sucia.

Poco después, me llevaron amablemente a un acogedor apartamento en 86th Street, cerca de Broadway, el cual, aunque pequeño, se convertiría en mi hogar.

Me sentía segura, una sensación extraña después de mis años anteriores en la isla. Mis últimos recuerdos de Cuba estaban marcados por el miedo. Como mi abuelo materno, Manuel Hortelano Entenza, había trabajado como oficial de la marina cubana bajo el gobierno del presidente Fulgencio Batista, fue encarcelado e interrogado en la tristemente célebre prisión de La Cabaña.

Una vez liberado y de que dejara el país, nos convertimos en los parias del barrio. Solicitamos salir de Cuba y nos tacharon de gusanos. Caminar a la tienda de comestibles se convirtió en una tarea temida para mí. Los vecinos me señalaban y susurraban esa temida palabra: “Gusanos”.

Mis padres perdieron muchos amigos que se hicieron “fidelistas”. Me sacaron de la escuela por miedo a que me adoctrinaran. Todas las noches rezaba para que pudiéramos marcharnos antes de que encarcelaran a alguien más de la familia o algo peor.

Llegar a Estados Unidos significó seguridad y libertad, incluso mientras pasaba apuros para aprender un idioma tan distinto al mío. Aunque viera a mis padres, ambos profesionales, realizar trabajos manuales como paisajistas y obreros. Incluso mientras me enfrentaba a una nueva forma de ostracismo por parte de mis compañeros de clase nacidos en Estados Unidos en Union City, Nueva Jersey, que se burlaban de mí: ¿Dónde está Cuba? ¿Tenías baños en Cuba?

Ese tipo de trato no hizo sino reforzar mi determinación. Dominé el inglés y desarrollé tal pasión por sus complejidades que mi padre empezó a llamarme Shakespeare. Si mis padres habían hecho grandes sacrificios para sacarnos de un estado comunista, yo sentía que no podía fallar.

Estados Unidos me dio la oportunidad de estudiar en una escuela de la Ivy League. Opté por estudiar periodismo, porque ¿qué hay más noble que buscar la verdad?

Mi nuevo país me ha brindado un futuro que mi nación insular me negó. Sentí orgullo y esperanza cuando levanté la mano en un tribunal de Jersey City en 1977 y prometí ser ciudadana de esta magnánima nación.

En 1980, vi cómo más de 120,000 compatriotas cubanos abandonaban la isla a través de un puerto llamado Mariel. La tiranía expulsaba una vez más a sus indeseables. En aquel éxodo, por primera vez, vi cubanos negros, homosexuales y muchos artistas entre los refugiados. La revolución castrista parecía deshacerse y yo quería aprender de estos recién llegados.

Tuve la suerte de que me contrataran como reportera para el Miami Herald y pude pasar muchas horas con jóvenes artistas, periodistas veteranos y presos políticos. Aprendí mucho más sobre mi torturada isla. Y me enorgullecí de cómo los cubanos habíamos sobrevivido a semejante opresión. No solo habíamos sobrevivido, sino que habíamos prosperado. En el proceso habíamos contribuido al floreciente éxito de Miami, esta espléndida ciudad junto a la bahía que sigue siendo un faro de esperanza para tantos.

Al recordar mis 60 años en “el Norte”, me siento eternamente agradecida de que esta gran nación nos abriera sus brazos. Por muy atribulados y divididos que estemos, sigue siendo un gran privilegio ser ciudadano estadounidense, un privilegio que nunca daré por sentado.

Bárbara Gutiérrez es directora de comunicación y relaciones públicas de la Universidad de Miami. Trabajó en el Miami Herald durante 17 años en puestos como reportera, editora de la sección de ciudad y editora ejecutiva de El Nuevo Herald.