Jack Straw: “Me puse furioso cuando vi a Pinochet levantarse de su silla de ruedas al llegar a Chile después que lo liberé”
“Me puse furioso cuando vi a Pinochet levantarse de su silla de ruedas al llegar a Chile después que lo liberé por motivos de salud. Sentí que yo y el sistema británico habíamos sido engañados”, reconoció en una entrevista exclusiva con LA NACION el exministro del Interior británico Jack Straw.
En 1999 Straw tuvo que abordar una de las situaciones más complejas del gobierno de Tony Blair (1997-2007). El juez español Baltasar Garzón había solicitado la extradición del entonces senador vitalicio chileno Augusto Pinochet quien se encontraba en Londres desde octubre de 1998 por temas médicos. Apoyado en el novedoso principio de jurisdicción universal, Garzón marcó un hito en el tratamiento penal de genocidas y autores de crímenes contra la humanidad pidiendo juzgar en España al expresidente de Chile por 94 denuncias de tortura de ciudadanos españoles, el asesinato en 1975 del diplomático español Carmelo Soria y conspiración para cometer tortura.
La Cámara de los Lores ya había determinado que Pinochet no tenía inmunidad como senador para ser juzgado por crímenes de lesa humanidad y por lo tanto pidió a Straw que avanzara con la extradición.
Pero tras casi 17 meses de arresto domiciliario en Londres e intensas presiones de todos los sectores y desde todo el mundo, apoyado en un informe médico sobre el supuesto frágil estado de salud para enfrentar un juicio, Straw decidió liberarlo. En lo que pareció una burla abierta a esa decisión, al llegar desde Londres al aeropuerto de Santiago de Chile, el 3 de marzo de 2000, Pinochet fue descendido inicialmente en silla de ruedas del avión pero inmediatamente se puso de pie, sonrió y caminó normalmente hacia los jefes militares y la multitud de simpatizantes que lo recibieron. No tuvo mayores problemas de salud hasta que falleció seis años más tarde, a los 91 años.
A medio siglo del golpe militar que derrocó a Salvador Allende -que se cumple el 11 de septiembre-, Straw contó a LA NACION los pormenores del proceso histórico y de las presiones que ejerció Margaret Thatcher en agradecimiento por la colaboración prestada por el dictador al Reino Unido durante la Guerra de Malvinas en 1982.
-¿Cuál fue su responsabilidad en la liberación de Pinochet?
-Según las leyes británicas, la decisión de aceptar el pedido de extradición formulado por el juez Garzón era totalmente de mi incumbencia, no del primer ministro. Y yo tenía que ser realmente muy cuidadoso porque cumplía un rol casi judicial. Solo podía hablar del tema con mi equipo de asesores, pero con ningún otro ministro porque podía ser enjuiciado y destituido por mis acciones. Tony Blair estaba muy frustrado conmigo porque él estaba recibiendo enormes presiones, y yo le aclaré que no podía conversar con él sobre el tema porque eso era ilegal y eventualmente podría ser juzgado si trascendía lo que habíamos hablado.
-Durante esos meses de arresto domiciliario fueron públicas las presiones de líderes de todo el mundo en aquel momento, incluso el expresidente norteamericano George Bush y la expremier Margaret Thatcher. ¿Cuáles eran sus argumentos?
-Thatcher recordaba que Pinochet fue extremadamente colaborativo proveyéndonos inteligencia durante la Guerra de Malvinas, y creía que aunque había cometido algunos excesos, debíamos ignorarlos en favor del interés británico. Y aunque ella ya no estaba en funciones, y era una exprimera ministra de otro partido, tenía una enorme popularidad y gran ascendencia sobre los legisladores conservadores.
-¿Hubo otros funcionarios que le recordaron el aporte de Pinochet en Malvinas?
-En aquel momento ya era pública y bien conocida la colaboración de Pinochet en la guerra. Como ministro del Interior yo era jefe también del Servicio de Seguridad MI5, pero no recuerdo que nadie me haya venido a hablar personalmente del tema. Por su parte el ministro de Relaciones Exteriores, Robin Cook, hizo declaraciones que fueron públicas en las que recordó las implicancias internacionales que tendría la extradición.
-¿Qué otras presiones recibió?
-En aquel momento trascendió que en mi juventud yo había sido delegado estudiantil y, como parte de una delegación de estudiantes, había estado dos meses en Chile en 1966. Por eso buscaban desvincularme del caso afirmando que mi decisión sería sesgada. Luego me enteré que esa información trascendió por una investigación financiada por la CIA y por el Servicio de Inteligencia británico, MI6. O sea que había una enorme cantidad de presión alrededor mío. Sé que el gobierno de mi país, el de España y el de Chile tenían posiciones muy claras al respecto. Pero la decisión fue absolutamente mía.
-¿Cómo fue la cuestión de los informes médicos por los que finalmente se liberó a Pinochet por motivos humanitarios?
-En enero de 2000, cuando ya era inminente su extradición, recibimos una delegación de la embajada chilena que nos presentó un informe médico que decía que estaba en un estado de salud tan delicado que no podría soportar un juicio. Entonces yo corría el riesgo de enviarlo en un avión a España, que no pudiera enfrentar el proceso, y luego ser enjuiciado yo por mi decisión. Así que en vez de rechazar de plano ese informe chileno, decidimos hacer uno por nuestra cuenta con médicos británicos. Encargué la tarea a tres prestigiosos profesionales que ya habían trabajado para el Ministerio del Interior: un médico, un psiquiatra forense y un psicólogo. Tenían fama de ser un equipo muy severo en casos de prisioneros que alegaban problemas de salud. Pero esos expertos coincidieron con el informe chileno. Quizás, mirando a la distancia, yo debería haber tenido una conversación más personal con ese equipo. Pero el informe fue muy claro en cuanto a su estado de salud.
-¿Mala salud física o mental?
-Salud mental. Claramente alguien puede ser enjuiciado aunque tenga una pierna rota.
-Pero resultó obvio que estaba fingiendo también sobre su salud mental...
-Bueno. Finalmente sí. Por eso me sentí muy frustrado cuando vi que ya no tenía otra alternativa que aceptar ese segundo informe, y me enojé mucho cuando luego vi cómo habíamos sido engañados.
-¿Usted estaba obligado legalmente a aceptar ese informe?
-Es un debate... Mirando a la distancia, una alternativa podría haber sido decir: “Yo tengo esta evidencia médica, pero prefiero que sea un juez británico el que decida qué hacer”. Pero en aquel momento, si yo rechazaba el dictamen oficial de profesionales británicos muy prestigiosos podría haber sido enjuiciado. Por otra parte, también pienso ahora que en realidad deberían haber sido las autoridades españolas las que decidieran si Pinochet estaba en condiciones o no de afrontar un juicio. A nosotros solamente se nos hizo un pedido de extradición y los Lores determinaron que el pedido era procedente. De todas maneras sé que en aquel momento el gobierno español de José María Aznar tampoco quería que Pinochet fuera llevado a España.
-¿Y qué sintió luego cuando vio que apenas llegó a Santiago, Pinochet se levantó de su silla de ruedas sonriente, caminó y habló normalmente con todos?
-Me puse furioso. Sentí que yo y el sistema británico habíamos sido engañados. De todas maneras, le recuerdo que Pinochet murió en Chile sin que avanzara ninguna de las causas judiciales en su contra ni siquiera en su propio país.
-A casi un cuarto de siglo de estos hechos, ¿Cuál considera que es la importancia histórica del caso?
-En primer lugar, estoy absolutamente seguro de que los 16 meses que yo mantuve en arresto domiciliario a Pinochet cambiaron la política en Chile para bien. Ayudaron a romper el hechizo que él ejercía en su país incluso cuando ya había dejado el poder. Además muchos reconocen esto como un hito legal que ayudó a la creación de la Corte Penal Internacional. Puede ver ahora cómo Vladimir Putin tiene que evitar asistir a cualquier foro fuera de su país porque corre el riesgo de ser arrestado. O sea, por supuesto que hubiera sido mejor para mi reputación poder extraditar a Pinochet, lo cual era mi deseo. Pero todos estos antecedentes han ayudado a generar la conciencia global de que los dictadores, aún los más crueles, no pueden esperar una inmunidad permanente por sus crímenes.