El último emperador y la constitución


La educación política culmina con la comprensión objetiva de la Historia. Ello motivó la redacción de «Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio» de Maquiavelo. Ahí describe lo que califica como las leyes inmutables del movimiento en los asuntos humanos. Explica la estructura y los beneficios del gobierno republicano. También ofrece consejos tanto para derrocar una república como para establecerla y hacerla florecer. Es realista y pragmático.

 

El florentino compara los vicios de los emperadores, antiguos y contemporáneos, y analiza los gobiernos que gravitaron bajo ellos. Hoy se sabe que, en un gobierno imperial, el poder recae en una figura clave. Dicha persona intenta ejercer un control absoluto. En materia de emperadores, los hay hábiles y los hay torpes, unos inteligentes y otros simplemente astutos, pero todos prefieren vivir en Palacios. Los hay que gobiernan páramos como «La Chontalpa» y otros que abarcan extensas áreas geográficas, como México. Son regularidades históricas que tomen decisiones y administren «sus» territorios desde «su capital», con una emperatriz piadosa, defensora de hijos propios y ajenos. Aunque realicen extensas y costosas peregrinaciones, nunca toman en consideración las opiniones o necesidades de «su pueblo», ya que son los ungidos por «el dedo de Dios». Con un emperador, el orbe se simplifica en torno al «centro de poder» creado a la medida de sus vicios.

 

Los emperadores desesperados suelen dividir a «su pueblo» en súbditos leales y enemigos. Un problema común a todo emperador, feliz o triste, pujante o en decadencia, es organizar la sucesión que le garantice «su» lugar en la Historia. Exactamente por lo anterior, el emperador cegado por su primer círculo debe dominar un ejército «más leal que eficiente». Así preserva el orden creado por sus vicios.

 

Como Maquiavelo, Rey Dalio describe las leyes inmutables del auge y decadencia de los imperios. En su libro «Nuevo Orden Mundial. Por qué triunfan y fracasan los países» el financista y observador geopolítico afirma: «Por lo general, los emperadores que exhibieron una menor destreza en el gobierno fueron aquellos que se distanciaron de la administración de los asuntos del imperio. Muchos de ellos toleraron o incluso participaron directamente en malas prácticas y formas variadas de corrupción. Muchos de estos emperadores eran conocidos también por su mayor rigidez ideológica, por su mal juicio, por el criterio cuestionable de sus asesores, o por estar más preocupados por los lujos que se derivan de su situación de poder que por los problemas del país. Con frecuencia los últimos emperadores de la mayoría de las dinastías obedecen a ese perfil». [nota 5 a página 451].

 

La decadencia de los regímenes construidos en torno a los vicios descritos por Dalio, presentan similitudes inquietantes con nuestra circunstancia. El emperador suele ser volátil e incoherente, como en la autodefinición de evangélico y juarista. El emperador se abstrae en la micro administración de los pocos asuntos que entiende y le interesan, como la campaña de sucesión. Sus decisiones suelen ser erráticas y perjudiciales para la estabilidad del país, como lo muestra la «triste» política exterior mexicana en Sudamérica. El último emperador de una dinastía caduca implementa políticas económicas y sociales que resultan perjudiciales para la prosperidad del pueblo, como la inyección de más petróleo a las nuevas refinerías para incrementar nuestras «reservas estratégicas» de combustóleo, o centralizar la distribución de medicamentos a fin de garantizar su dolorosa escasez.

 

La solución es sencilla: someter al emperador a la constitución. La Revolución Gloriosa (1688-1689) derrocó a Jacobo II Estuardo que gobernó como un tirano absolutista. Esta transición, no la cuarta sino la definitiva para los británicos, marcó el advenimiento del «Estado de Derecho» como único fundamento de una sociedad justa y viable. El emperador se empequeñece frente a los jueces que aplican la ley y a los legisladores que la dictan. Proscribe el principio de «legibus solutus» que tanto excita la imaginación de los populistas.

 

La idea fuerza a destacar es que quizá, solo quizá, las elecciones del 2024 marcarán el fin definitivo del ciclo dinástico del viejo PRI, hoy rejuvenecido en sus peores vicios por su «advocación» del Siglo XXI.

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