El infierno de viajar en combi, el horror que distingue a México

Combi trasportando a unos pasajeros durante la pandemia en julio de 2020. (Gerardo Vieyra/NurPhoto via Getty Images)
Combi trasportando a unos pasajeros durante la pandemia en julio de 2020. (Gerardo Vieyra/NurPhoto via Getty Images)

Subirse a una combi es un infierno y nadie puede hacer nada al respecto. Lo hemos aceptado todos desde hace mucho tiempo. Los legisladores del Estado de México, desde la mentalidad Uberiana, creen que todo se soluciona prohibiendo lentes oscuros y gorras en el transporte público. Esa es la conclusión de la legisladora Yesica Yanet Rojas Hernández, que al parecer nunca ha visto las noticias, porque los asaltantes no tienen miedo de mostrar su cara, si total nunca les va a pasar nada.

El proceso de ese infierno lo conocemos muy bien. Primero hay que guardar bien el celular y la cartera. Entre el gentío que rápidamente colma los asientos, no queda más remedio que echar mano de los prejuicios y sentarse al lado de quien tenga la apariencia más amable. No mintamos: eso es lo que hacemos.

Los letreros internos del transporte público invitan a la resignación: “por su seguridad, no saque objetos de valor durante el trayecto”. Así que hay que aguantar las ganas de escuchar música y confiar en el buen gusto del chofer. Si alguien saca su teléfono, el miedo disminuye un poco. Porque un gesto tan simple como ese, sacar un celular en una combi, refleja tanta valentía como caminar al borde de un acantilado.

Microbús en la delegación Tláhuac durante julio de 2020. (Gerardo Vieyra/NurPhoto via Getty Images)
Microbús en la delegación Tláhuac durante julio de 2020. (Gerardo Vieyra/NurPhoto via Getty Images)

Al miedo de sufrir un asalto se suman las maldiciones cotidianas: el tráfico insoportable, la prisa de llegar a tiempo a cualquier lugar, y la temeridad de choferes que son poseídos por Toretto. En algún momento revisas tus bolsas del pantalón o echas un ojo a tu mochila: todo va bien. Revisas también el celular de repuesto, el chicharrón que cargas como seguro de vida, porque ese será el que entregues si hoy te toca, porque así de barata puede ser la diferencia entre vivir y morir.

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Miras un poco a tus colegas de viaje. Todos parecen gente de bien. El par de amigos obreros que platican durante todo el camino de todo lo que les espera en la chamba. . La madre que viaja con sus hijos pequeños a los que debe llevar a la escuela para luego ir a trabajar. Ellos, los niños, duermen ajenos al pánico que en cualquier momento puede estallar. Observas al estudiante que no durmió nada durante toda la noche porque va a presentar un examen que le tiene martillada la cabeza. Cuántos sueños y cuántas historias viajan en ese momento contigo.

El trayecto termina y puedes respirar tranquilo. Al menos por hoy, o al menos por unas horas, hasta que vuelvas a casa y repitas el proceso otra vez. Y al día siguiente lo mismo. Porque no queda de otra, porque los responsables de esto después aparecen en cualquier tianguis vendiendo el celular que te robaron, porque cuando llega el día, te paralizas y el corazón se te sale por la boca al escuchar que “ya valió madre”. Y, sobre todo, porque no importa ni sirve para nada que sus caras salgan en televisión. De todas formas en los comerciales el Estado de México es una sucursal de Finlandia.

Por si fuera poco el miedo presencial, hay que consumir el terror virtual todos los días en la televisión y en las redes sociales. La misma cantaleta: asaltan a usuarios del transporte público, dice el conductor en turno, que quizá acompañe la noticia con unas cuentas huecas expresiones de indignación. “Y las autoridades no hacen nada”, dice tras culminar su golpeteo de pecho.

Si los noticieros tienen suerte, pronto les caerá un video de esos donde los usuarios, hartos del abandono y la indiferencia, deciden hacer justicia por propia mano y propinan a un asaltante una golpiza inclemente. Acto seguido, saldrán los apóstoles de la moral a decir que la violencia no se combate con violencia.

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La actitud paternal que suele caracterizar a los investigadores sociales. Desde el sillón de cuero comprado con la beca de Conacyt o Conaculta es muy placentero decirle a “las masas” cómo deben comportarse y cómo no deben hacerlo. El infierno no tiene fin y la gente ya se cansó de las explicaciones. Y con las alternativas que se ponen sobre la mesa la única opción es resignarse a deambular todos los días entre la cautela y el pánico.

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