El desastre causado por Greenpeace que los esquimales no olvidan
Muchos guardan rencor a Greenpeace en el norte de Canadá. En esa región, donde el inhóspito clima desafía la capacidad humana de supervivencia, la gente no puede olvidar cómo la organización ecologista destruyó una de las últimas fuentes de ingresos: el comercio de piel de foca.
Los Inuit exigen hoy una reparación que alivie el daño provocado por el grupo ambientalista. Ese resarcimiento serviría también para reavivar la economía de las comunidades esquimales, que han soportado durante décadas el acoso más o menos disimulado de las autoridades canadienses. La historia reciente de estas poblaciones aborígenes es un testimonio de la barbarie perpetrada por la “civilización”.
El alto costo de la ignorancia
En 1976 Greenpeace lanzó una campaña contra la cacería de mamíferos marinos con fines comerciales, en particular las focas en el norte de Canadá. El mensaje, apoyado por fotografías que aspiraban a demostrar la crueldad de esa actividad, ganó la simpatía creciente de ciudadanos y gobiernos.
Como resultado de la presión internacional, en 1983 la Unión Europea prohibió la importación de productos elaborados a partir de la piel de crías de foca arpa. A esa interdicción se sumaron otros países, entre ellos Estados Unidos y China. En 2009, el bloque europeo extendió la regulación a todos los productos derivados de la caza de focas. Como consecuencia el 90 por ciento del mercado se evaporó.
Para Greenpeace y otras organizaciones de defensa de los animales estas medidas representaron un éxito rotundo. En cambio, para las comunidades Inuit que dependían de la venta de esas pieles esas restricciones dieron el tiro de gracia a su ya incierto futuro.
Entre 1982 y 1983 el ingreso promedio de un cazador de focas en el norte de Canadá cayó de 54.000 a 1.000 dólares canadienses. Los poblados esquimales llegaron a perder hasta el 60 por ciento de sus ingresos anuales.
Paradójicamente, la mayoría de los activistas que promovieron las campañas de Greenpeace vivían a miles de kilómetros al sur del territorio habitado por los Inuit, e ignoraban su modo de vida.
“Pienso que es realmente discriminatorio exigir a una persona que viva según normas diferentes a las que tú vives”, declaró a la prensa la cineasta Alethea Arnaquq-Baril, reconocida por su documental “Angry Inuk”. “Si la gente de (la provincia canadiense de) Ontario puede criar vacas y pollos para comer y vender sus productos, ¿por qué a los Inuit no se les permite hacer lo mismo con los animales locales?”, señaló.
En 2014, la directora ejecutiva de Greenpeace Canadá, Joanna Kerr, reconoció que la campaña había ido demasiado lejos. Aunque el objetivo original había sido criticar al gobierno canadiense por su manejo de las especies marinas y terminar la cacería comercial de focas, las consecuencias golpearon también a los cazadores esquimales. El texto de Kerr fue considerado una disculpa formal del grupo ecologista.
Sin embargo, esa mea culpa dista de ser suficiente.
La destrucción de un modo de vida
Cuando las acciones de Greenpeace contra el comercio de focas comenzaron a repercutir en las comunidades Inuit, ese grupo aborigen trataba de reponerse de varias décadas de presión por parte de las autoridades canadienses.
De 1950 a 1975 los esquimales perdieron la mayoría de sus perros de trineo, muertos a manos de agentes de la Policía Montada de Canadá (RCMP). Se estima que unos 20.000 animales murieron en ese tiempo, una matanza que los Inuit creían parte de un plan de Ottawa para relocalizarlos en asentamientos urbanos y destruir así el modo de vida tradicional. Al perder los medios de caza, su principal actividad económica, muchas familias se volvieron dependientes de la ayuda social.
Además, miles de niños esquimales habían sido recluidos en escuelas internas, cuyo principal objetivo era borrar la herencia cultural indígena. Esos centros escolares, calificados como herramientas de genocidio cultural, siguieron funcionando hasta la década de 1990. El último cerró sus puertas en 1996.
El pensamiento colonialista, que considera las tradiciones de estas comunidades como un obstáculo al progreso, ha justificado durante siglos las acciones tanto de las autoridades británicas en un inicio, luego del gobierno de Canadá y últimamente de organizaciones ambientalistas como Greenpeace. Esa visión ignorante ha puesto en peligro la existencia misma de los Inuit, quienes habitaban el Gran Norte mucho antes de que los primeros colonos europeos llegaran a Norteamérica.