El Dortmund, el Bayern de Múnich y el canto de sirena del ayer

En esos pocos minutos posteriores al gol de Niclas Füllkrug, mientras el Muro Amarillo se mecía y rugía, el Borussia Dortmund debió de sentir la emoción de un recuerdo lejano. Olas de ataques aporreaban al París Saint-Germain, que en ese momento estaba mareado y agotado. El mundo brillaba con posibilidades. Durante un instante, un puesto en la final de la Liga de Campeones se sintió tan cerca como para tocarlo.

Así solía pasar, o al menos algo parecido a esto, en los días en que el Dortmund hacía temblar a Europa. Gregor Kobel, el arquero del equipo, se lucía realizando giros temerarios en su propia área. Mats Hummels, un inamovible de la alineación hace una década, rociaba pases lánguidos de externa. Jadon Sancho y Karim Adeyemi eran eléctricos, incansables.

Por supuesto que existe la posibilidad de que todo sea en vano. En realidad, más que una posibilidad: el Dortmund podría llegar a lamentar que un segundo gol nunca se materializó. El PSG también tuvo suficientes ocasiones para insinuar que es una amenaza, pues en cierto momento estrelló dos balones en el poste en un intervalo de 10 segundos. Tal vez no sea tan indulgente en el partido de vuelta, el martes en París.

Sin embargo, un viaje del Dortmund con esperanza a Francia —tal vez incluso con un poco de expectativas— no deja de ser un acontecimiento inesperado. Después de todo, se suponía que esta iba a ser una semana aleccionadora para el fútbol alemán: la mayoría esperaba que el Dortmund y el Bayern de Múnich, los dos grandes clubes en crisis de la Bundesliga, quedaran en evidencia en las semifinales de la Liga de Campeones. Y, a pesar de todo, a mitad de camino, ambos equipos sin duda se mantienen con vida.

El caso del Dortmund es el más extremo. El club ha pasado gran parte de esta temporada inmerso en una inquieta búsqueda espiritual. El entrenador del Dortmund, Edin Terzic, ha estado bajo tal escrutinio durante tanto tiempo que quizá es justo suponer que se ha memorizado la contraseña de su portal de recursos humanos. El club llega a este fin de semana languideciendo en el quinto lugar de la Bundesliga, con un nivel irregular y un progreso estancado.

El hecho de que, por primera vez en más de una década, el Bayern de Múnich no será campeón de Alemania ha agravado la decepción. El problema es que tampoco lo será el Borussia Dortmund. En cambio, el Bayer Leverkusen ha dado un paso al frente, una historia de éxito de cuento de hadas que se lee como una crítica mordaz en el Signal Iduna Park de Dortmund, donde se cristaliza una sensación de catástrofe, de propósito perdido, que ha estado enconada desde hace algún tiempo.

Durante mucho tiempo, la identidad moderna del Dortmund ha sido que es el club del mañana. El mejor símbolo de ello fue el Footbonaut: la máquina de un millón de dólares que el Dortmund instaló para mejorar la técnica y el tiempo de reacción de sus jugadores y que ahora parece una locura breve y fugaz, aunque, durante un tiempo, se consideró como la definición de vanguardia.

Por lo tanto, también lo era el Dortmund. Fue la forja de la próxima generación del fútbol, el lugar donde se fabricaban a los jugadores que debías conocer después. Dos de sus exalumnos —Ousmane Dembélé y Achraf Hakimi— regresaron el miércoles a la ciudad con los colores del PSG, pero ahora hay al menos uno en casi todos los grandes equipos de Europa. Jude Bellingham, Erling Haaland, Ilkay Gundogan y Robert Lewandowski, entre muchos otros, salieron de la línea de producción del club.

En el Dortmund también se generaban las ideas, el club que nutrió a Jürgen Klopp y Thomas Tuchel y presentó sus evangelios al mundo. El Dortmund fue considerado (no con total precisión) el hogar espiritual y la sala de exposiciones perfecta para el estilo conocido como “gegenpressing”, esa escuela de pensamiento característica de Alemania que desde hace mucho tiempo ha sido la ortodoxia de cualquier equipo que valga la pena.

Sin embargo, en años recientes, esa reputación ha quedado a la deriva. El Dortmund —como el Bayern, y el fútbol alemán en conjunto— es en muchos sentidos una especie de lugar conservador y selecto. El cambio no es fácil ni natural. La comodidad está en lo conocido, en lo intentado y lo probado. La revolución siempre ha sido el último recurso.

Después de todo, una camarilla de exjugadores construyó el imperio moderno del Bayern, todos ellos nombrados para diversos puestos ejecutivos como expresión de la creencia declarada del club de que eran las únicas personas con el conocimiento institucional para guiar a un gigante tan exigente… y asustadizo.

No obstante, bajo sus auspicios, se permitió que la plantilla del Bayern envejeciera, el club se ha estancado un poco y ahora se acepta que hace falta algo más radical. El Bayern de Múnich ha considerado la posibilidad de ceder el control de su destino a Ralf Rangnick, el partero elegido del fútbol para darle la bienvenida a la modernidad. Rangnick rechazó la propuesta del Bayern el jueves, pero el hecho de que se le considerara ilustra cuán consciente está el club de que ya le falta algo más transformador de lo que normalmente toleraría.

Sería fácil —un acto reflejo, en realidad— afirmar que tanto el Dortmund como el Bayern deberían haberlo visto venir, sugerir que las señales de advertencia estaban a la vista y condenar su resistencia al cambio como un tipo de romanticismo ingenuo, de cortoplacismo cobarde o de autocomplacencia desmesurada.

Sin embargo, esta semana ha ofrecido un buen encapsulamiento de por qué al fútbol en conjunto, tanto en Alemania como fuera de ella, le cuesta tanto permitir los cambios.

El martes, el grupo en apariencia dispar de veteranos y mediocres del Bayern (y Harry Kane) estuvo a un pelo de rana calva de derrotar al Real Madrid, con el Allianz Arena rebotando y agitándose mientras el gran peso pesado de Alemania recuperaba su nivel. Un día después, hubo momentos en los que se tuvo la sensación de que el Dortmund podía superar al PSG, con todo y el financiamiento que recibe de una nación Estado. Nada mal para dos equipos que en teoría estaban atrapados en su propio pasado.

Por supuesto que ese tal vez sea el punto culminante. La próxima semana quizá nos lleve a un terreno más conocido. La necesidad de cambio y sus causas no se borran con una sola actuación emocionante. Sin embargo, las fronteras entre una era y otra no siempre son pulcras ni claras. Más bien, a menudo son borrosas e indistintas. El tiempo sigue su curso. No obstante, hay momentos, para todos los equipos, en los que parece que los relojes han retrocedido.

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Un área en la que no se le puede acusar al Bayern de Múnich de tener miedo al cambio es en su uniforme.

La mayoría de los equipos consideran sacrosanto el formato, si no es que el diseño exacto, de su uniforme de local. El Barcelona juega de azul y rojo. El Real Madrid es totalmente blanco. El Chelsea juega de azul rey, el Manchester City de celeste, el Borussia Dortmund de amarillo como el de los chalecos de seguridad.

Eso no impide que ninguno de ellos saque una nueva edición cada temporada, obviamente: esos compradores necesitan algo en qué gastar su dinero. Sin embargo, los cambios suelen ser menores, incluso superficiales. Una camiseta de la Juventus, del Arsenal o del Atlético de Madrid sigue siendo reconocible al instante. Este es uno de esos ámbitos en los que la tradición y la conciencia de marca logran una sinergia perfecta.

No obstante, el Bayern de Múnich ha jugado de blanco esta temporada, con lo que es probable que se llame —en el gremio— un acabado rojo. En años recientes, ha estrenado camisetas rojas, rojas con rayas blancas horizontales, rojas con rayas blancas verticales, rojas y azules, entre otras. Ha habido tantas variantes que ya es difícil recordar cómo tiene que verse un uniforme de local del Bayern.

No cabe duda de que esto es una fuente de descontento para los ultras del club. La Sudkurve, el hogar de los aficionados en el Allianz Arena, desplegó una pancarta el martes —una de tantas, hay que admitirlo— en la que se detallaba la creencia de los seguidores de que los colores del Bayern deberían ser el rojo y el blanco, en ese orden y no en otro. Sobre este tema, es difícil encontrar una falla en sus argumentos. Hay tradiciones que deben mantenerse.

Patraña

Habría bastante más conciencia de que la Liga Premier enfrenta un periodo de cambios radicales si la naturaleza de esos cambios no fuera, a final de cuentas, tan aburrida. Es difícil exaltarse demasiado por el hecho de que el gobierno británico intente introducir un regulador debido a la presencia de la palabra “regulador”.

Del mismo modo, no hay manera de que suene emocionante la moción para modificar los controles financieros de la liga —aprobada a inicios de esta semana— a fin de que los equipos solo puedan gastar cinco veces (más o menos) la cantidad de ingresos por derechos de transmisión por televisión del club con menos ingresos. Suena como si alguien te hablara de contabilidad, en su mayor parte porque así es.

Sin embargo, la gente dentro de la Liga Premier que preferiría que no ocurriera ninguna de esas dos cosas tiene una réplica que en verdad suena convincente. Aseguran que obligar a la liga a frenar su gasto irresponsable es una manera infalible de renunciar a su primacía mundial. Otras ligas se aprovecharán en el segundo mismo que la Liga Premier deje de despilfarrar el dinero como un pirata borracho, lo cual pone en peligro la dignidad inglesa.

El único y diminuto problema de este argumento es que no tiene ningún sentido. Es difícil enfatizar cuánto malinterpreta la economía global del fútbol.

Simplemente por estar en la Liga Premier, el Bournemouth tiene bastante más poder financiero que el AC Milan. Los 20 clubes de la Liga Premier están entre los 30 equipos de fútbol más ricos del mundo. Ninguna liga en la historia ha tenido una posición financiera tan dominante sobre todos sus rivales.

Tal vez haya tres clubes fuera de Inglaterra que podrían contemplar la posibilidad de gastar 625 millones de dólares en sus costos de juego y dos de ellos están sujetos a controles de costos mucho más estrictos que las medidas propuestas en Inglaterra. Nadie va a “alcanzar” a Inglaterra. A menos que, claro está, el gasto descontrolado de Inglaterra provoque algún tipo de colapso.

c.2024 The New York Times Company