La diferencia de clases en la era del coronavirus: espacio y privacidad

De izquierda a derecha: Shasta Morris Wheeler, Wade Delgadillo y la madre de Shasta, Cathy Conner, con dos de sus tres perros en la casa rodante de Conner que comparten en Oklahoma City, el 10 de abril de 2020. (Andrea Morales/The New York Times)
De izquierda a derecha: Shasta Morris Wheeler, Wade Delgadillo y la madre de Shasta, Cathy Conner, con dos de sus tres perros en la casa rodante de Conner que comparten en Oklahoma City, el 10 de abril de 2020. (Andrea Morales/The New York Times)
Mark Stokes en el cuarto que comparte en Robesonia, Pensilvania, el 9 de abril de 2020. Por no tener cama, Stokes, estudiante de primer año en la Universidad de Kitztown, duerme en el suelo de la habitación de un amigo que lo acogió cuando cerraron los dormitorios, lo cual pone de manifiesto que el espacio es un lujo.  (Andrea Morales/The New York Times)

WASHINGTON — En algunos lugares de Estados Unidos, el distanciamiento social se practica con esmero, pero eso no sucede en la casa que Mark Stokes comparte en Robesonia, Pensilvania.

Los compañeros de esa casa van y vienen a su trabajo en restaurantes de comida rápida y en una fábrica de chocolates y comparten una sola ducha. En la cocina, se acumulan los platos sucios que nadie lava. Por no tener cama, Stokes, estudiante de primer año en la Universidad de Kutztown, duerme en el suelo de la habitación de un amigo que lo acogió cuando cerraron los dormitorios.

A Stokes, quien no es ajeno a las adversidades y pasó una parte de su bachillerato viviendo en un coche, le preocupa que esas condiciones de hacinamiento lo expongan a contraer el coronavirus. Pero al igual que muchos estadounidenses pobres, dice que la solución propuesta —mantenerse a una distancia de dos metros de los demás— es un lujo que no puede darse.

“Hay demasiadas personas en la casa y no hay nada que yo pueda hacer al respecto, no es mi casa”, dijo con un volumen de voz ascendente por la angustia. “No puede haber una distancia de dos metros cuando tienes que depender del espacio de otras personas”.

Debido a que la pandemia está dejando ver y agravando las desigualdades en diferentes aspectos, grandes y pequeños, el acceso a un espacio privado y controlable se ha vuelto algo que diferencia a las clases sociales, más preciado que nunca para quienes lo tienen y potencialmente fatal para quienes carecen de él.

Los internos, los trabajadores del campo, los inmigrantes arrestados, los nativos originarios estadounidenses y las familias que no tienen casa están entre los grupos específicos cuyos problemas han captado la atención. Lo que comparten podría ser un poco más que la pobreza y uno de sus costos ignorados: los peligros de la cercanía.

Además de un alto riesgo de contagio, los recintos cerrados pueden exacerbar toda una serie de males, desde los ánimos caldeados hasta el maltrato infantil y la violencia doméstica.

“La pandemia nos recuerda que la privacidad es un bien escaso entre la gente pobre, difícil de obtener y muy preciado”, señaló Stefanie DeLuca, socióloga de la Universidad Johns Hopkins. “Vivir en condiciones de hacinamiento no solo aumenta el riesgo de contagio, sino que también puede conllevar importantes costos emocionales y de salud mental. La posibilidad de retirarnos a un espacio propio es una forma de sortear el conflicto, la tensión y la ansiedad”.

Tras haber pasado su juventud en hogares temporales y situación de calle, Stokes, de 20 años, acababa de entrar a la universidad donde estaba escribiendo un artículo acerca de los traumas infantiles y gozando de un espacio privado en el dormitorio. Ahora, vivir en una casa con pocas reglas —y ninguna que él haya establecido— le recuerda lo mucho que le hace falta una familia estable.

“Estoy muy deprimido”, comentó.

“Quédate en casa” es una orden que da por sentado que existe una casa: el ambiente seguro, estable y controlado que por lo general no tienen los pobres. Algunos se quedan acurrucados en el sofá de sus amigos. Otros cuidan a los niños encerrados en casas desvencijadas. Muchos dependen de lugares públicos —autobuses, lavanderías automáticas, tiendas abiertas las 24 horas, bancos de alimentos, conexiones de internet— en un momento en que la posibilidad de quedarse en casa nunca ha sido tan valiosa.

En Oklahoma City, Cathy Conner, de 58 años, comparte con su novio y con dos familiares una casa rodante sin agua potable de una sola habitación y se lava en las duchas que hay en el baño del campamento para casas rodantes después de que lo rocía con blanqueador. Ni siquiera la necesidad de distanciamiento social puede apartarla de la ajetreada clínica que le suministra metadona, de la que depende para manejar su abstinencia de la heroína. “Es más importante que la comida”, afirmó.

En Cincinnati, Freda Mason y sus cinco hijos duermen en el suelo de la sala de un amigo; este es su quinta vivienda en dos años. “Hemos estado saltando de casa en casa”, comentó.

En Whidbey Island, Washington, Gabby Sutton comparte un albergue de cuatro habitaciones con seis personas sin hogar, todas en cuarentena mientras una espera los resultados de la prueba del coronavirus. Más que el temor a contagiarse, siente una gran frustración por no poder ofrecerles un hogar a sus gemelos de 12 años, quienes se están quedando con unos familiares.

“En verdad me cuesta trabajo superar el hecho de no poder encargarme de mis hijos”, afirmó.

Algunas familias que enfrentan condiciones de vivienda inadecuadas describen sus penurias en términos de incomodidad o amenaza física: duchas sin toallas, lavabos sin jabón, dormitorios sin puertas, gente tosiendo en los autobuses públicos. Otras solo dicen que extrañan sentirse con un mayor control: poder disponer de un espacio de dos metros.

La cantidad de familias pobres que comparten una misma casa ha estado aumentando durante las dos últimas décadas, señaló Hope Harvey, socióloga de la Universidad Cornell. Después de la Gran Recesión, los investigadores de la Oficina del Censo descubrieron que el 20 por ciento de los niños vivían en casas compartidas, incluyendo casas en las que vivían tres generaciones manejadas por los abuelos. En las áreas urbanas, hasta la mitad de los niños viven en casas compartidas antes de los 9 años.

En un artículo que se publicará en la revista Social Problems, Harvey señala que por lo general esos acuerdos están plagados de conflictos y “costos psicológicos ocultos”, ya que a los anfitriones no les gusta la imposición y a los huéspedes les molesta no tener control de ciertas cosas como quién entra y quién sale. “En estos momentos, puede ser aterrador no poder controlar quién entra a tu casa”, afirmó.

Matthew Desmond, sociólogo de Princeton que vivió entre arrendatarios de bajos ingresos en Milwaukee para poder escribir su libro “Evicted” (Desalojados), mencionó que una situación precaria de vivienda plantea una amenaza a la salud mental incluso sin haber pandemia. “Le envía el mensaje a la gente de que ni su dignidad ni su salud son importantes”, comentó.

Además de tener un lugar más estable, las personas adineradas casi siempre tienen una mayor libertad de movimiento dentro de la casa. Pueden trabajar por Zoom, comprar en Amazon y recibir entregas a domicilio. Como no es común que los más necesitados tengan tarjeta de crédito, computadora ni otras comodidades de la clase media, están acostumbrados a hacer sus mandados y a hacer colas.

“No solo se trata de que los pobres hagan mandados, sino del tiempo que pasan haciéndolos”, señaló Desmond. “El mundo tiende a ser muy tirano con el tiempo de la gente pobre. A mí me da miedo que esto aumente el riesgo que corren a la exposición”.

Audreiona Smith-Parrow, madre soltera en la ciudad de San Luis, es un ejemplo de lo que podríamos llamar el impuesto de la incomodidad.

A fin de economizar en cargos bancarios, decidió no solicitar cheques. Pero eso la obligó a ir la semana pasada a una tienda abierta las 24 horas en medio de la pandemia para obtener una orden de pago y poder pagar la renta (aunque solo tenía 35 dólares de los 640 que debía). Salió con cubrebocas, tres pares de guantes y una botella de detergente.

“En verdad fue muy angustiante”, dijo, debido a que su hija tiene un sistema inmunitario deprimido. “Pero quería que vieran” —los administradores de su departamento— “que hice todo lo posible”.

Si en tiempos mejores genera inestabilidad compartir vivienda, durante una pandemia puede ser una mayor causa de conflictos, cuando por el cierre de las escuelas las casas están llenas de niños todo el día y el temor a contagiarse añade más motivos de ansiedad. “No disponer de una casa familiar siempre ha generado inseguridad e inestabilidad, pero ahora los riesgos son mucho mayores”, señaló Barbara Duffield, directora de SchoolHouse Connection, una organización sin fines de lucro que trabaja para mejorar la instrucción de los niños en situación de desamparo.

En una ley de alivio por el coronavirus aprobada el mes pasado, el Congreso ofreció una moratoria temporal para algunos desalojos y 4000 millones de dólares para ayudar a darle refugio a las personas sin hogar.

Ya que, al parecer, es bajo el índice de contagio entre los niños, a menudo se describe a esta pandemia como una desgracia que no está afectando a los jóvenes. Pero los riesgos sociales inherentes en viviendas hacinadas quizás muestren lo contrario. En las investigaciones sobre la recesión de 2008, se encontraron pruebas de que las ejecuciones hipotecarias en aumento originaban un mayor maltrato a los niños. Y ahora que están cerradas las escuelas, existe menos vigilancia.

“La gente ha estado diciendo que el coronavirus no afecta a los niños, que los niños están bien”, comentó Bruce Lesley, presidente de First Focus on Children, un grupo de defensoría. “Están en un mayor riesgo de abuso sexual, suicidio, consumo de drogas, hambre… todas las facetas de la vida de los niños está siendo afectadas”.

Para Stokes, el estudiante de Kutztown, la pandemia ha recrudecido los traumas que estaba tratando de superar. Luego de una temporada de estar en un hogar provisional a los 3 años, asistió a nueve escuelas en un lapso de doce años, al mismo tiempo que padecía un trastorno de ansiedad. Separado de su madre a la edad de 17 años, la mitad de su último año de bachillerato lo pasó viviendo en el coche de un amigo.

A pesar de todo esto, en enero entró a una carrera universitaria de cuatro años, algo que no solo lo enorgulleció, sino que le brindó una vivienda estable. “Sentí que no tenía que depender de nadie, que tenía un dormitorio y un comedor que trabajaba 24/7, así que estaba bien”, comentó. Con la esperanza de convertirse en terapeuta familiar y de pareja, eligió su primer tema de investigación: “Cómo afectan los traumas de la infancia el rendimiento escolar”.

En dos meses, otra vez ya no tenía donde vivir.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company