Una desobediencia silenciosa contra la gran apuesta de Alberto Fernández

Un buscador de coincidencias podría encontrar similitudes entre la Roma antigua, el frenesí de Juan Perón en abril de 1953 y algunas de las últimas palabras del presidente Alberto Fernández, pese a que la carga de violencia en cada uno de esos actos decae a medida que avanza la historia.

Días atrás, Orlando Ferreres recordó en LA NACION las andanzas del emperador Diocleciano. Sumido en guerras y fascinado con las construcciones, aumentó el gasto público y comenzó a cubrir sus necesidades fiscales con la emisión de moneda (a las de oro se les sumaron las de plata y cobre, entre otras).

La población gobernada por Diocleciano sufrió las conclusiones de Milton Fridman 1600 años antes de que el padre del monetarismo naciera. El denario perdió poder de compra y las autoridades pusieron en marcha el control de precios, que alcanzó a los salarios de la milicia. Para quien no lo cumpliera, el castigo era la muerte. El resultado fue asombroso: muchos soldados esquivaron ambos males -el control de precios y el fin de su vida- renunciando a las tropas y buscando una tarea fuera de las nuevas reglas.

Una parte de la memoria peronista rescata con emoción las palabras de Perón en la Plaza de Mayo en la primera mitad de los 50. La inflación, que había quedado al desnudo en la Argentina en 1945, había alcanzado un obsceno 38,6% en 1952, algo que enardecía al general. Algunas frases de la antología descamisada nacieron de ese enojo. Decía en abril de 1953: "Vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo". Y respondía a los gritos de la gente: "Esto de la leña que ustedes me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?".

A medida que avanzaba su discurso, subía el tono: "Con referencia a los especuladores, ¡el Gobierno está decidido a hacer cumplir los precios, aunque tenga que colgarlos a todos!", y remataba con un clásico: "Hasta ahora he empleado la persuasión. En adelante, emplearé la represión. ¡Y quiera Dios que las circunstancias no me obliguen a usar las penas más terribles!".

La persecución contra los comercios no tuvo tregua y Perón logró su cometido: la inflación se desplomó al 4% ese año.

La simultaneidad de la violencia de Perón y la baja de los precios condujo a un error histórico de algunos peronistas apresurados, sostienen los economistas críticos de ese pensamiento. La confusión les hizo creer que el control de precios es una herramienta poderosa contra la inflación. Pocos recuerdan que, mientras amenazaba con leña, Perón aplicaba un plan de ajuste fiscal. Lo había puesto en marcha Alfredo Gómez Morales, que convivió con otro joven ministro. Era Antonio Cafiero, un economista que estaba de acuerdo con poner en marcha un plan de estabilización.

Ferreres, que fue varias veces invitado por Cafiero a dar charlas de economía años después, define a éste como un peronista "más racional", conservador en el sentido "de lo que puede ser un peronista", con idea de lo fiscal y conocimiento de cuestiones monetarias que otros compañeros desconocen.

Carlos Leyba, que formó parte del equipo de José Ber Gelbard y conoció al dirigente peronista en 1973, dice que no era un convencido de los controles de precios. "No pensaba que fueran el alfa y omega de la solución de los problemas", le resumió a LA NACION. También recuerda la creatividad del peronismo. "Antonio me contó sobre el programa del pan negro. Se decidió mezclar pan blanco con centeno para bajar el precio por la sequía", dice.

La creencia peronista

La gestión de Guillermo Moreno puede ser una prueba de la creencia peronista en la utilidad del control de precios, el cariño que le tiene el movimiento a la herramienta y su poca efectividad para lograr los objetivos que persigue. Después de todo, la inflación nunca dejó de avanzar cuando la combatía Moreno. Hizo falta un fracaso mayor como el de Mauricio Macri para que el exsecretario de Comercio Interior pudiera seguir hablando del tema.

El presidente Alberto Fernández moja los pies en la misma laguna. "No es posible que a los empresarios haya que llevarlos a los latigazos", dijo el último día del año pasado, y les pidió a los supermercados revisar su conducta. No es el único: en el momento álgido de la devaluación de 2018, la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, le reclamó a Macri la aplicación de algún tipo de control.

El presidente volvió sobre el tema el jueves pasado por Twitter. "Vencer a la inflación necesita de vos. Contanos quiénes aumentan los precios y rompen los acuerdos", escribió en relación con precios cuidados.

Surgen algunas preguntas primarias: ¿Por qué una cadena francesa o chilena aumentaría los precios en la Argentina, pero no en su país de origen?, o ¿por qué si es que ganan tanto dinero como supone la Casa Rosada y hasta Elisa Carrió, algunos tuvieron que pedirle ayuda al Estado para no echar más gente?

Ideas parecidas a las de Cafiero llegan al Gobierno. Curiosamente, eso no ocurre a través de Santiago, nieto del ministro más joven de Perón y jefe de Gabinete de Alberto Fernández, sino mediante el ministro de Economía, Martín Guzmán, como lo reconocen sus colaboradores.

Macri hizo 1000 prédicas para recortar el gasto y estabilizar la economía. Guzmán, una sola ley para aumentar impuestos. El resultado fiscal es parecido. Tanta ortodoxia podría defraudar al secretario general de la Unión Tranviarios Automotor (UTA), Roberto Fernández, que en noviembre pasado le recomendó al Presidente "darle a la maquinita" para "meter plata en el mercado".

Nadie en el Gobierno habla de los problemas que genera hacia adelante el aumento de impuestos. Es un tema secundario porque, como podría decir el inspirador John Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos y los ministros de Economía, despedidos.

El control de precios quedó del lado de los creyentes. El primero es el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, ahijado político de Mercedes Marcó Del Pont, que también comulga con el presidente del Banco Central, Miguel Pesce.

En la primera reunión de directorio de la entidad monetaria deslindaron sus responsabilidades en el manejo de la inflación. La tarea mayor recayó sobre Kulfas y la secretaria de Comercio Interior, Paula Español. Su plan puede funcionar no porque haya mejorado la herramienta, sino porque cambiaron los objetivos: las segundas líneas de Fernández no hablan de contener la inflación, sino de establecer precios de referencia.

Cuando Fernández habla del látigo, sus alfiles se conforman con frenar la inercia de los precios. Algunos funcionarios lo llaman el "Plan Desasustar".

Mientras la política debate en la cúspide, la realidad actúa en el valle. Entre la Navidad y el Año Nuevo -en el estreno del actual gobierno-, el precio del cacao de primera línea en supermercados de la Capital Federal trepó 15%; el arroz, casi 17%; las galletitas obleas clásicas, 11,47%, y una gaseosa light de primera marca, 2,65%. Sobre un total de 341 productos relevados por LA NACION Data, 200 aumentaron en ese lapso. Es cierto que otros se mantuvieron y algunos bajaron, pero no lograron cambiar la tendencia.

Si se extiende la mirada más allá de los siete días que incluyen las fiestas, el aumento es mucho mayor. Son ejemplos de la rebelión permanente de las remarcaciones contra las aspiraciones de la política.