El desembarco de Normandía, heroísmo, valor y sacrificio
El martes 6 de junio pasado se cumplieron 79 años del Desembarco de Normandía. Ese día, soldados ingleses, canadienses y estadounidenses tomaron por asalto las playas de la región norte de Normandía, en lo que sería el principio del fin de la Alemania nazi. Su objetivo principal era abrir un segundo frente de combate en Europa Occidental y liberar el territorio francés que desde 1940 estaba ocupado por los alemanes.
En el desembarco, considerado uno de los más grandes de la historia, participaron 130,000 soldados, 23,000 paracaidistas, 50,000 vehículos, casi siete mil embarcaciones y más de 11,500 aviones. El costo en vidas también fue alto; demasiado. Solo en el primer día las tropas aliadas sufrieron más de diez mil bajas, sin que pudieran cumplir su objetivo de unir en una sola las cinco cabezas de playa, conocidas por sus nombres en clave de Utah, Omaha, Sword, Gold y Juno. Les tomó cinco días y muchas más bajas lograrlo y poder seguir avanzando.
Sin embargo, ya a mediados de agosto las tropas aliadas habían rodeado y destruido gran parte el ejército alemán en Normandía. El 25 de ese mismo mes la ciudad de París fue liberada mientras las tropas estadounidenses seguían su marcha hacia Berlín. Casi diez meses después, el 30 de abril de 1945, el general Karl Dönitz, firmaba la rendición de Alemania.
En junio de ese mismo año, apenas unos meses después de haber sido firmado el armisticio y menos de doce desde la liberación de París, se celebró en la playa de Arromanches, bautizada en clave durante la invasión como Gold Beach, un acto donde se reconocía la contribución de los países aliados a la libertad de Francia. Fue la primera vez que se hizo y desde entonces no ha dejado de hacerse.
Al cumplirse su 79º aniversario no puedo dejar de recordar la impresión que me causó visitar las playas donde se produjo el desembarco. Creo que es una excelente manera de manera de conmemorar, personalmente, esa histórica fecha.
Durante mucho tiempo estuve deseando visitar Normandía. Hasta que al fin pude hacerlo. Me habría gustado que hubiese sido un 6 de junio. Pero no fue así. De cualquier manera, cuando el crucero en que viajaba atracó en el muelle francés de Le Havre, estaba feliz de ser parte de la historia. Desde la cubierta del barco, a través de la bruma del amanecer, pude ver cómo la silueta de la costa Normanda se desdibujaba entre sus propias ensenadas.
El día estaba nublado y un viento frío soplaba sobre el muelle donde estaba atracado el crucero. Justo cuando subíamos al ómnibus que nos llevaría al lugar de la invasión, comenzó a lloviznar. Fue entonces que la guía dijo: “It’s a D-Day weather”. Y todos comprendimos lo que ella quería decir: el 6 de junio de 1944 también había amanecido nublado y frío.
La primera parada que hicimos fue en Omaha Beach. Vista desde los promontorios, la playa serpenteaba entre los acantilados hasta perderse en las curvas que la encerraban con sus riscos en forma de herradura. El mar semejaba una extendida planicie gris que comenzaba en un oscuro horizonte y terminaba en una orilla de arenas marmóreas. Y no pude menos que imaginarla llena de cadáveres. El cielo seguía encapotado y a los lejos podían verse unos relámpagos breves que se desprendían iluminadores.
A mis espaldas, los cráteres de las bombas rodeaban las ruinas de las fortificaciones alemanas. Era lo más cerca que se podía estar de la historia. El silencio era unánime; la solemnidad compartida. Todos tomaban fotos, sí; pero sin euforia turística. Yo no me atrevía a posar frente a las destruidas casamatas. Se me encogía el corazón al pensar que los senderos que conducían a ellas estaban regados con la sangre de miles de jóvenes estadounidenses. Bajo la lluvia, regresamos al ómnibus. Todos íbamos cabizbajos.
A solo unas millas de Omaha Beach se encuentra el Cementerio Americano de Normandía. Y hacia allí fuimos. A nadie del grupo se le escapó el simbolismo de esa visita: veníamos de donde habían caído; llegábamos a donde yacían. Las tumbas de más de nueve mil soldados estadounidenses se extendían a ambos lados de un sobrio memorial que se alza a la entrada del camposanto. Desde su explanada, la uniforme alineación de las blancas cruces sobre el verde césped provocaba una sensación única de paz y serenidad. Al final del camino central, entre dos grandes secciones de lápidas, se encuentra la capilla del cementerio que, aunque pequeña, no deja de ser solemne. Al entrar, lo primero que me llamó la atención fue el altar, de mármol negro y dorado. Detrás, una ventana alta de cristales levemente nevados dejaba pasar la tenue luz de la mañana. Algunas personas oraban. En una esquina, junto a los bancos, una anciana sollozaba.
Abandonamos el cementerio en silencio. Durante el viaje de regreso al barco, el tiempo volvió a descomponerse. Estuvo lloviendo todo el trayecto. Volvimos a pasar por las mismas ciudades que habíamos visto antes; solo que esta vez las veíamos distintas. La guía comprendió lo que la mayoría del grupo sentía y dijo: “I told you it was a D-Day wheater”. Pero yo estaba seguro de que no solo el clima había contribuido a nuestro estado de ánimo. Fueron también los acantilados donde tantos soldados aliados murieron tratando de alcanzar sus cimas, los cráteres de las bombas, las destruidas casamatas y las blancas cruces del cementerio. Una experiencia que alguien del grupo calificó de catártica. Y, en efecto, lo era. Cuando llegamos al muelle ya yo no era el mismo. Esa tarde comprendí que mi condición de hombre libre se debía al sacrificio de aquellos valerosos hombres. Visitar el lugar donde cayeron fue mi forma de rendirle tributo en aquel momento. Hoy vuelvo a hacerlo con este humilde artículo.