En el PSG, la visión de un entrenador choca con el poder de una estrella

A final de cuentas, una sola respuesta equivocada le costó el puesto a Rafael Benítez, el que había codiciado durante la mayor parte de su vida laboral. La ligera caída en los resultados, el distanciamiento de los jugadores, la pérdida repentina de confianza de quienes lo habían contratado... Benítez creía que todo eso tenía su origen en ese error único y relativamente inofensivo.

No mucho después de comenzar su lúgubre reinado como entrenador del Real Madrid, en 2015, a Benítez le hicieron una pregunta que, a primera vista, parecía sencilla: ¿consideraba a la estrella del equipo, Cristiano Ronaldo, como el mejor jugador del mundo? Tal vez Benítez intentó ser ingenioso. Tal vez intentó desafiar a su estrella. Tal vez, imprudentemente, estaba siendo honesto.

En todo caso, en realidad no entendía a qué se debía tanto alboroto. Sin duda Ronaldo era uno de los mejores jugadores del mundo, respondió. No obstante, también lo era Lionel Messi. Benítez señaló que no quería tener que elegir entre ambos. “Eso es como si le digo a mi hija que elija entre su padre y su madre”, comentó, a modo de explicación.

Apenas cuatro meses más tarde, Benítez ya estaba fuera del Real Madrid. Los reportajes de aquel entonces sugerían que le había costado crear un vínculo con los jugadores.

Para Benítez, la realidad era más sencilla. Su respuesta, esas semanas antes, no le había gustado a Ronaldo ni a la camarilla de asesores y personas influyentes que lo rodeaban. No olvidarían el desaire. Desde ese día, Benítez estaba condenado.

En ese contexto hay una lección. Hasta la pregunta más sencilla —la que suena, parece y se siente como una pelota de sóftbol, tan básica y breve que no podría hacer ningún daño— es, en el mejor de los casos, una prueba. En el peor de los casos, una trampa.

Eres el entrenador de uno de los clubes más prestigiosos del mundo. Tienes a tu cargo a una de las estrellas más brillantes del fútbol. Lo que creas, lo que sientas, cualquiera que sea la verdad objetiva es irrelevante.

¿Crees que tu jugador es el mejor del mundo? Para fines de armonía, unidad y la propia viabilidad continuada de tu empleo: sí, lo crees.

Por lo tanto, el hecho de que Luis Enrique, el entrenador del París Saint-Germain, eligiera un camino distinto cuando se le hizo esa misma pregunta el mes pasado, constituyó una especie de riesgo. Acababa de ver a Kylian Mbappé, no solo la estrella indiscutible de su equipo, sino también su activo más valioso, su piedra angular y su director deportivo extraoficial, marcar un triplete en la victoria de 3-0 contra el Reims.

Mbappé había pasado la mayor parte de los dos veranos anteriores amenazando con dejar su ciudad natal. En varias ocasiones, el club movilizó todos y cada uno de sus recursos —entre ellos Emmanuel Macron, el presidente de Francia— para convencerlo de que se quedara. Se rumora que la jerarquía del equipo le ha otorgado poderes tan amplios y poco ortodoxos que se podría decir sin temor a equivocarse que los dirigentes operan bajo el supuesto de que sí es el mejor jugador del mundo.

Sin embargo, Luis Enrique se arriesgó incluso más que Benítez. “No estoy tan feliz con Kylian hoy”, declaró tras la victoria contra el Reims. “¿Por qué? Porque los entrenadores son extraños. Sobre los goles, no tengo nada que decir, pero creo que puede ayudar más al equipo de otra manera. Se lo dije a él primero. Creemos que Kylian es uno de los mejores jugadores del mundo. Sin ninguna duda. Pero necesitamos más, y queremos que haga más cosas”.

A favor de Mbappé se puede decir que, justo cuando se estaba formando la tormenta, hizo todo lo posible para calmarla. Confirmó que Luis Enrique le había dicho precisamente lo mismo en privado. Se había tomado “bien” las críticas, aunque él mismo lo dijera. “Es un gran entrenador”, afirmó Mbappé. “Tiene mucho que enseñarme. Desde el primer día, le dije que no tendría ningún problema conmigo”.

Es imposible medir hoy si eso se mantendrá —y durante cuánto tiempo—, pero es otro recordatorio de la tensión inherente e inexorable entre los dos impulsos primordiales del fútbol, algo que no es para nada exclusivo del París Saint-Germain moderno, pero tal vez ahí se puede ver con más claridad que en ningún otro lugar.

Hay un impulso, el que se desarrolla en el campo, que sostiene que este es un juego de entrenadores, uno en el que la estrategia lo conquista todo, los jugadores son engranes de una rueda afinada con precisión y cada uno de ellos sigue instrucciones detalladas y exhaustivas sobre dónde debe estar y qué debe hacer. En este sentido, todo está subordinado a la gran visión que se concibe en los banquillos y en la oficina del analista de datos.

Y hay otro —el que está arraigado hasta cierto punto en la economía tradicional de los deportes, pero que se ha exagerado por la naturaleza devocional de los aficionados en la era digital— que ubica a las estrellas individuales al frente y al centro de un club. Esta teoría les ha dado a estas estrellas un peso y una atracción superiores a los de las instituciones que las engendran y les pagan.

Por supuesto que nada de esto es nuevo, —los entrenadores siempre han estado obligados a equilibrar las necesidades del equipo con los deseos del individuo—, pero nunca se ha sentido tan pronunciado como ahora, las fuerzas gemelas nunca han sido tan repelentes entre sí. El sistema quizá sea el centro del universo, pero las estrellas ejercen su propia gravedad.

El PSG ha padecido durante algún tiempo esa ecuación. Después de todo, hace no tanto, nombró a un equipo que incluía a Neymar, Messi y Mbappé, ninguno de los cuales estaba especialmente dispuesto a someterse al tipo de tareas defensivas que son terreno de los simples mortales.

Las cosas han mejorado —por supuesto, Messi y Neymar ya se fueron—, pero Mbappé permanece: un talento maravilloso, inspirador e irremplazable, pero a pesar de todo, una entidad que, de alguna manera, es distinta del equipo mismo.

El carácter de Luis Enrique, como el de todos los entrenadores modernos, se basa en el colectivismo, en la compleja interacción de once componentes individuales. A veces, en particular en la Liga de Campeones —donde ahora fue incapaz de derrotar al Newcastle United en dos ocasiones, fue desmantelado por el AC Milán y tal vez no llegue a los octavos de final—, el PSG tiene el aire de una máquina que chisporrotea para encontrar velocidad.

En esencia, está atrapado en una trampa. La visión de Luis Enrique no se puede arraigar si Mbappé es una excepción. Mbappé no puede ser excepcional si tiene que dedicar todo su tiempo a seguir con diligencia a sus rivales. La estrella no puede brillar sin el sistema, pero el sistema no puede sostenerse bajo la sombra de la estrella.

Luis Enrique hará bien en encontrar una solución a ese enigma. A veces, como pueden atestiguar quienes han estado en sus zapatos, no hay respuestas sencillas.

Esto… ¿tal vez funcione?

En este momento, quizá sea buena idea que la International Football Association Board (IFAB) —la manada de burócratas sin rostro ni responsabilidad que parece haber decidido que el fútbol tiene que jugarse conforme a sus deseos— se tome un poco de tiempo libre. Después de todo, se podría decir que la mayoría de sus intervenciones recientes, desde el árbitro asistente de video hasta cualquier regla que se les ocurra esta semana sobre marcar manos en la cancha, han sido una mezcla de éxitos y fracasos en general.

No obstante, la decisión de explorar la posibilidad de una tarjeta “naranja” —la cual produciría un castigo de 10 minutos cuando un jugador cometa una serie de infracciones específicas— tiene cierto mérito. Hay muchos incidentes que parecen demasiado graves para una tarjeta amarilla, pero que no merecen una roja.

Sin embargo, esto se ha convertido en un problema apremiante debido a la creciente oficiosidad con la que se pitan los partidos, de la que se puede culpar de lleno a la IFAB, pero el hecho de que el comité esté resolviendo un problema de su propia cosecha no debería ser un factor descalificador.

Algunos cambios pueden ser buenos. Esta podría ser una de esas veces.

c.2023 The New York Times Company