París se transforma para los Juegos Olímpicos

Turistas en la Torre Eiffel, que dominará los partidos de vóleibol de playa de los Juegos Olímpicos. Muchos eventos serán organizados en los sitios históricos de París. (James Hill/The New York Times)
Turistas en la Torre Eiffel, que dominará los partidos de vóleibol de playa de los Juegos Olímpicos. Muchos eventos serán organizados en los sitios históricos de París. (James Hill/The New York Times)

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Hay una gloriosa locura en los Juegos Olímpicos de París, los primeros que se celebran en la ciudad desde 1924, como si Francia, en su interminable ardor revolucionario, hubiese tardado un siglo para reflexionar sobre algo inimaginable: la transformación de una gran ciudad en un estadio.

El corazón de París ha enmudecido con los preparativos de la ceremonia inaugural del viernes, cuando una flotilla conducirá a miles de atletas por el río Sena, bajo los puentes donde a los amantes les gusta entretenerse. Desde la pandemia de COVID-19, la ciudad no había estado tan quieta ni tan restringida.

Desde el puente de Austerlitz, al este, hasta el Mirabeau, en el oeste, las avenidas están cerradas, las gradas para espectadores recién construidas se alinean a orillas del río, las aceras están cerradas con vallas y los residentes necesitan códigos QR emitidos por la policía para poder llegar a sus casas. Los querubines dorados, las ninfas y los caballos alados del Puente Alejandro III contemplan las gradas metálicas y las poses de la policía.

El proyecto olímpico es casi impensable por su audacia, pero la Torre Eiffel nunca se habría alzado sobre París en 1889 si hubieran prevalecido los muchos detractores. Cuando se construyó para la Exposición Universal de París, Guy de Maupassant calificó la torre como un “gigantesco esqueleto espantoso” que lo hizo salir de París.

Ahora, entre el primer y el segundo piso, cinco anillos olímpicos gigantes —azul, amarillo, negro, verde y rojo— adornan la torre. Por la noche brillan sobre el parque Campo de Marte, donde se celebrará la competencia de vóleibol de playa. Cerca de allí fluye el río Sena, embellecido con un costo de unos 1500 millones de dólares y suficientemente limpio, según se dice, para celebrar varias pruebas olímpicas, entre ellas dos de 10 kilómetros de natación y el triatlón.

Un barco turístico en el Sena, por donde pasarán las embarcaciones que transportarán a los atletas durante la ceremonia inaugural del viernes.
 (James Hill/The New York Times)
Un barco turístico en el Sena, por donde pasarán las embarcaciones que transportarán a los atletas durante la ceremonia inaugural del viernes. (James Hill/The New York Times)

Hace 101 años se prohibió nadar en el Sena. Todo llega a su fin. Estas olimpiadas, con un costo de unos 4750 millones de dólares, se concibieron para ser transformadoras de una manera duradera y respetuosa con el medioambiente. “Queríamos una pizca de revolución, algo que los franceses recordaran con orgullo”, me dijo Tony Estanguet, jefe del Comité Olímpico de París.

A lo largo de los siglos, París ha vivido momentos de agitación. Pasear por sus calles es dejarse acompañar por la historia y ser sorprendido de vez en cuando, incluso después de muchos años, por alguna inflexión de belleza que antes pasaba desapercibida.

Ser un “flâneur”, mal traducido como vagabundo, es un estado particularmente parisino, que capta el deambular aleatorio del observador que se queda embelesado por la ciudad y su gente. “América es mi país y París mi ciudad natal”, decía Gertrude Stein, novelista y coleccionista de arte.

Aquí, el asombro es un estado común. La forma en que la luz cae —sobre una cúpula dorada, o a través de las hojas de los árboles, o sobre los muros de piedra caliza de un hermoso bulevar, o a través del agua brillante del Sena al atardecer— detiene a los visitantes en su camino. La Ciudad de la Luz también es la ciudad de las sombras grabadas que siempre redibujan sus líneas.

En verano, multitudes de jóvenes se reúnen a orillas del río. Beben vino y cerveza. Tocan música. Pasan barcos turísticos con turistas que saludan y son saludados. Se siente la convivencia sensual que ha hecho que “París” y “romance” sean palabras inseparables.

Entre los jóvenes que están de fiesta suele haber una o dos personas con libros en las manos, usando audífonos, y perdidos en meditaciones solitarias. París es una ciudad donde los libros son apreciados y los autores celebrados en carteles destacados y otros anuncios que en Estados Unidos estarían reservados a las películas de Hollywood.

También es una ciudad de formalidad y refugio. Los espacios tranquilos conviven con la grandeza arquitectónica. Nunca se está lejos de la magnificencia, tal vez ilustrada de manera más extravagante por la tumba de Napoleón en el Palacio Nacional de Los Inválidos, pero nunca se está lejos, tampoco, de una insospechada arcada cubierta, como el Passage Verdeau, que serpentea desde un Grand Boulevard hasta un mundo íntimo. Enclaves ocultos como el pequeño cementerio de San Vicente, en Montmartre, forman parte del misterio siempre renovado de la ciudad.

Incluso en los accesos al Gran Palacio, construido junto a la avenida de los Campos Elíseos para la Exposición Universal de París de 1900, los caminos de grava conducen a través de recónditas zonas verdes. El inmenso palacio, con su fachada clásica de piedra y su tejado abovedado de hierro, acero y cristal, acogerá las pruebas de taekwondo y esgrima. Parece un escenario adecuado para el sable.

Un poco más abajo, en la plaza de la Concordia, los atletas de baloncesto 3x3, break dance (conocido en los Juegos Olímpicos como breaking) y BMX freestyle (acrobacias de los pilotos de bicicletas motocross) competirán por las medallas de oro. A los huéspedes del hotel Crillon, uno de los símbolos del lujo parisino, no les hará ninguna gracia.

Por supuesto, el centro de París no es todo París. Gran parte de los eventos se celebrarán en Seine-Saint-Denis, un barrio densamente poblado al norte de la ciudad, asolado por la pobreza, la delincuencia y la integración de inmigrantes, en su mayoría de la zona norte de África, privados de escuelas decentes y oportunidades.

También es un vibrante crisol de culturas y un testimonio de la creciente diversidad de Francia. Allí se instalará la Villa Olímpica y un nuevo Centro Acuático con 5000 plazas. Un río limpio y un Sena-Saint-Denis revitalizado e integrado en un “Gran París” son dos de las principales aspiraciones de las olimpiadas.

Son ambiciones nobles, pero en Francia hay que ver para creer. Los enfrentamientos en torno a la política de inmigración en lugares como Seine-Saint-Denis han sido uno de los factores que han envenenado la política francesa en los últimos meses, dejando al país en punto muerto y sin más que un gobierno provisional al comienzo de los Juegos Olímpicos.

Por supuesto, ese malestar no es nada nuevo en Francia.

Veo esta ciudad estadio recién nacida a través de una memoria de muchas capas. Hay lugares a los que llegas a una edad en la que es fácil impresionarte y que no te abandonan. Hace casi medio siglo, vivía como estudiante en un minúsculo apartamento al fondo de la calle Mouffetard, en la orilla izquierda. Estudiaba francés y daba clases de inglés tres veces por semana en un instituto de un suburbio del sur famoso principalmente por su prisión.

Volvía al atardecer y me paseaba por el mercado Mouffetard, los pescados relucientes en su lecho de hielo, las filas de berenjenas, las estridentes invitaciones a comprar las últimas sardinas plateadas con una canción. El humo acre de los cigarrillos Gauloises se arremolinaba en el aire del invierno. Mi única ventana sobre la ciudad ofrecía una distracción inagotable.

El humo ha desaparecido en gran parte de París y cada vez se sirven menos vasos de vino blanco a media mañana. El inglés ha hecho un asalto devastador al francés, con “le sharing” y “le bashing” entre mis recientes menos favoritos.

Sin embargo, la textura única de París perdura: ese entramado de tejados de zinc, ventanas abuhardilladas, chimeneas, balcones con rejas negras, contraventanas blancas descascarilladas, calles adoquinadas, caminos de grava, árboles de copa plana y acogedores bistrós con nombres como Chez Ginette, que hacen que directores de cine como Wes Anderson anhelen ser franceses, o incluso imaginen que lo son.

La comida sigue ocupando un lugar central en París. El almuerzo sigue siendo un ritual de honor, a pesar de la invasión de la comida rápida. Los consejos de A. J. Liebling, escritor de The New Yorker y gourmand de París, siguen siendo útiles: “Cada día solo nos brinda dos oportunidades para el trabajo de campo, y no hay que malgastarlas minimizando la ingesta de colesterol”.

No hay nada más parisino que la colina de Montmartre, coronada por la blanca Basílica del Sagrado Corazón, asediada por turistas que se hacen tantos selfis como fotografías del espléndido panorama que tienen debajo. Aquí vivieron Picasso y Modigliani, y por aquí subirán los ciclistas durante la prueba olímpica de ciclismo en ruta.

La Rue Lepic serpentea colina abajo. En una de sus curvas se encuentra Au Virage Lepic, un pequeño restaurante con mesas muy juntas. “Lo que necesitamos de las olimpiadas es alegría”, dijo Maria Leite, la dueña del restaurante, quien se quejó de que el negocio ha bajado mucho porque los turistas huyen de los eventos deportivos y de las restricciones que conllevan.

Michel Thiriet, de 78 años, cliente habitual del restaurante, almorzaba una carne tártara. Le pregunté si le entusiasmaban los Juegos Olímpicos. No, respondió, haciéndose eco del sentir de muchos parisinos que han huido de lo que consideran una toma de su ciudad que les complica la vida. Para Thiriet, todo era una forma de “megalomanía”.

Me dijo que fue camarógrafo de cine y ya estaba jubilado. ¿Y a qué se dedica ahora? “Espero la muerte con tranquilidad”, me dijo. El realismo feroz es otra característica de una ciudad que lo ha visto todo.

Una encuesta realizada la semana pasada por IFOP, un grupo de estudios de mercado, reveló que el 36 por ciento de los franceses se mostraban indiferentes ante los Juegos y el 27 por ciento ansiosos. La situación puede cambiar cuando empiece todo. Los Juegos Olímpicos llevarán a 11,3 millones de visitantes a través de la historia de Francia, hasta el Palacio de Versalles para asistir a las pruebas ecuestres entre las urnas, las estatuas y la simetría formal de los jardines, donde la realeza francesa se entretenía antes de ser decapitada en la Revolución de 1789.

El maratón olímpico comenzará en el Hôtel de Ville, o Ayuntamiento de París, más sofisticado que muchos palacios reales. Fue aquí, el 25 de agosto de 1944, en un París recién liberado de los nazis, donde el General Charles de Gaulle pronunció uno de sus discursos más memorables. “¡París! ¡París indignada! ¡París rota! ¡París martirizada! ¡Pero París liberada!”, dijo, antes de atribuir la liberación a “la única Francia, la verdadera Francia, la Francia eterna”.

Cerca de allí, en la Île de la Cité o Isla de la Ciudad, se alza la catedral de Notre Dame, cuya aguja ha sido sustituida tras el incendio de 2019, pero que sigue envuelta en andamios mientras se acerca el final de su restauración. Más allá, en el extremo este de la isla, está el Monumento a los Mártires de la Deportación, entre ellos los 75.000 judíos asesinados en campos nazis por la otra Francia, la del régimen colaboracionista de Vichy, contra la que luchó De Gaulle y de la que no dijo nada en su discurso.

En cierto modo, la misma supervivencia de París, marcada en distintas épocas por las guerras de religión, el terror revolucionario y el odio asesino, es un milagro. En el pequeño jardín bajo el Pont Neuf hay una placa que recuerda a los miles de protestantes “asesinados a causa de su religión” en la ciudad en agosto de 1572. Siempre me detengo ahí cuando puedo.

Desde debajo de los sauces del extremo occidental de la isla, que apunta su proa río abajo, la ciudad se extiende más allá del Louvre hacia las colinas del suburbio de St. Cloud. Muchos se han preguntado, como sin duda harán muchos de los atletas olímpicos mientras navegan hacia la Torre Eiffel y el Trocadero: ¿Qué es esta armonía mágica de París?

Es gracia y es calma y es consuelo para quienes están cansados, pero quizá al final no se pueda precisar, y eso es propio de la naturaleza de la magia. “Fluctuat nec mergitur”, reza el lema de la ciudad. “La mecen las olas, pero no se hunde”. Con suerte, los Juegos Olímpicos elevarán aún más a París y, en un mundo marcado por las guerras, ofrecerán reconciliación y paz.

Roger Cohen es el jefe de la oficina de París del Times, que cubre Francia y más allá. Ha informado sobre las guerras en el Líbano, Bosnia y Ucrania, y entre Israel y Gaza, en más de cuatro décadas como periodista. En el Times ha sido corresponsal, editor extranjero y columnista. Más de Roger Cohen

James Hill es un fotógrafo que trabaja regularmente para The New York Times desde 1993. Actualmente reside en París. Más de James Hill

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