Opinión: He visto cómo termina la revancha entre Biden y Trump, y es aterrador
LAS ELECCIONES RUSAS DE 1996 SON UNA ADVERTENCIA PARA ESTADOS UNIDOS.
Un presidente de avanzada edad no está seguro de si debería postularse para un segundo mandato. Sus índices de aprobación son bajos y existen preocupaciones sobre su salud. Sus asesores, convencidos de que es el único baluarte contra un oponente formidable, insisten en que su candidatura es crucial para la supervivencia de la democracia. Si no se postula, dicen, prevalecerá la dictadura. A pesar de sus dudas, el presidente acepta. Se compromete a derrotar a su oponente y a proteger el futuro de su país.
No estoy hablando de Estados Unidos hoy, sino de Rusia en 1996. El presidente de avanzada edad no es Joe Biden sino Boris Yeltsin. Su temible rival no es Donald Trump sino el líder comunista Guennadi Ziugánov. Mientras observo cómo se desarrolla la campaña presidencial estadounidense, recuerdo constantemente su contienda. A pesar de las grandes diferencias entre ellos, no puedo evitar tener una sensación de “déjà vu”.
En la década de 1990, Rusia se encontraba en una encrucijada, aparentemente enfrentada a una elección clara: democracia o tiranía. Hoy en día, es evidente que se trataba de una falsa dicotomía. En cambio, una campaña deshonesta basada en el miedo no solo socavó la fe de los rusos en la democracia sino que también facilitó sin querer el ascenso de un futuro dictador, Vladimir Putin. Es una historia bastante aterradora.
A finales de 1995, la popularidad de Boris Yeltsin era estrepitosamente baja, con índices de aprobación de alrededor del 6 por ciento. Sin embargo, sus asesores se mostraban optimistas. Pasando por alto a otros candidatos democráticos más populares —Víktor Chernomyrdin y el joven Boris Nemtsov—, creían que Yeltsin era el único capaz de salvar a la nación de un resurgimiento comunista, y citaban su victoria electoral sobre los comunistas en 1991. La joven democracia del país estaba en juego. Reacio al principio, Yeltsin finalmente se convenció.
Es cierto que había motivos para preocuparse. En medio del descontento en todo el país, Ziugánov estaba llevando a cabo una campaña que podría resumirse en un eslogan conocido: “Hacer que Rusia vuelva a ser grande”. A finales de 1995, su partido había triunfado en las elecciones parlamentarias, asegurando así el control de la cámara baja. A principios de 1996, su presencia en el Foro Económico Mundial de Davos consolidó su estatus como el posible próximo presidente de Rusia, y muchos consideraron que su victoria estaba prácticamente asegurada.
Pero los asesores de Yeltsin no iban a darse por vencidos así de fácil. En cambio, se propusieron crear una campaña muy eficaz, siguiendo lo que llamaron la fórmula del miedo. Uno de los directores de campaña, Sergei Zverev, me explicó su razonamiento durante mi investigación para un libro sobre la década de 1990 en Rusia. “Era esencial desplegar todas las tácticas para infundir un miedo al futuro entre la población”, me dijo, “asegurar que los horrores potenciales de una victoria que no fuera de Yeltsin eclipsaran cualquier descontento existente con su persona”.
Los medios de comunicación rusos, que antes gozaban de un importante grado de libertad, se transformaron en una extensión de la maquinaria de propaganda presidencial. Los principales canales de televisión y periódicos no solo apoyaban a Yeltsin sino que también vilipendiaban a Ziugánov. Describían escenarios sombríos de una victoria comunista, incluida la restauración de la Unión Soviética, arrestos masivos, represión generalizada y la introducción de una censura estricta.
Sin el escrutinio de la prensa, la campaña de reelección del presidente fue poco transparente. Según los registros oficiales, grandes empresas hicieron contribuciones voluntarias para evitar una victoria comunista. La realidad fue muy diferente. Se canalizaron enormes sumas de dinero del Estado a empresarios cercanos al régimen, quienes desviaron una parte para ellos mismos antes de asignar el resto a la campaña. Hace varios años, varios oligarcas me admitieron con franqueza que lucraron con la campaña, lo que revela la profundidad de la corrupción que la sustentó.
En la primavera de 1996, la candidatura de Yeltsin a la reelección estaba en pleno apogeo. Él no estaba bien de salud. Había sufrido varios ataques cardíacos y hubo numerosos informes de que consumía cantidades excesivas de alcohol con frecuencia, afirmaciones que su familia siempre negó. Sin embargo, a pesar de sus problemas de salud, viajó mucho por Rusia, realizando discursos enérgicos en numerosos mítines e incluso bailando en el escenario para disipar cualquier preocupación sobre su vitalidad. Mientras tanto, los medios de comunicación siguieron haciendo su trabajo.
A pesar de las preocupaciones iniciales sobre su popularidad, Yeltsin ganó por poco la primera vuelta de las elecciones en junio, aventajando a su rival comunista por un estrecho margen del 3 por ciento. Pero pocos días antes de la segunda vuelta, ocurrió el desastre: Yeltsin sufrió otro ataque al corazón. Su equipo de campaña, impactado, tomó una decisión. La gravedad de los problemas de salud del presidente se mantendría oculta al público. Ya no hizo apariciones en persona; en cambio, los canales de televisión transmitieron imágenes anteriores de él.
Yeltsin salió victorioso en la segunda vuelta de las elecciones. Sin embargo, no se sabía con certeza si iba a ser capaz de gobernar. Su discurso en la toma de posesión fue alarmantemente breve, duró solo 44 segundos y, según se informó, muchas decisiones fundamentales posteriores no fueron tomadas por él, sino por su familia. En una ocasión, Vladimir Potanin, un destacado oligarca ruso y primer vicejefe del Gobierno a finales de la década de 1990, me describió la época con claridad: “Nadie administraba el país”.
En 1999, cuando Yeltsin seguía recuperándose de su más reciente ataque cardíaco, su círculo íntimo orquestó su renuncia temprana. Buscando a alguien fácil de manejar, nombraron como su sucesor al entonces director del Servicio Federal de Seguridad. Putin terminaría encarnando las funestas predicciones que difundieron los medios de comunicación en 1996. Inició esfuerzos para restaurar aspectos de la Unión Soviética, aplicó la censura y comenzó a realizar una serie de represiones: un nivel de autoritarismo que, en retrospectiva, parece mucho más grave de lo que Ziugánov podría haber imaginado en su peor momento.
Sorprendentemente, muchos de los arquitectos de las elecciones de 1996 todavía creen que sus acciones estuvieron justificadas. Anatoli Chubáis, quien fue director de personal de la presidencia en 1996 y 1997, me dijo que esas elecciones fueron cruciales para preservar la democracia rusa. Incluso afirmó que allanaron el camino para lo que llamó el “milagro económico ruso de la década de 2000”.
Hay otras opiniones. Alexéi Navalny, por ejemplo, argumentó que las elecciones de 1996 erosionaron de forma significativa la confianza de los rusos en los principios de libertad de expresión y elecciones justas. En 2022, mientras estaba encarcelado, escribió su declaración titulada “My Fear and Loathing” (“Mi miedo y asco”), en la que expresaba desdén por aquellos a quienes creía responsables de haber arruinado las posibilidades democráticas de Rusia en la década de 1990. “Desprecio a quienes vendieron, malgastaron y desperdiciaron la oportunidad histórica que tuvo nuestro país a principios de la década de 1990”, escribió. “Aborrezco a aquellos a quienes erróneamente llamamos reformadores”.
Muchos estadounidenses podrían pensar que la comparación entre las elecciones rusas de 1996 y la actual campaña presidencial estadounidense es un poco exagerada. Sin duda, hay muchas diferencias. Biden es claramente un líder muy diferente del bebedor crónico Yeltsin; el sistema electoral estadounidense es mucho más transparente, ya que la financiación de las campañas está regulada por la ley; y los medios de comunicación, lejos de ser un órgano de propaganda estatal, son libres y están bastante polarizados. Y, sobre todo, la democracia estadounidense no es incipiente.
Sin embargo, la campaña de Yeltsin es una advertencia. Además de subrayar la necesidad de que un candidato ofrezca a los votantes más que protección contra algo peor, revela los riesgos de alegar que solo una persona puede salvar la democracia. La fórmula del miedo, por bien fundamentada que esté, es perdedora. Cuando los electores no votan a favor sino en contra (solo por miedo) se socava la fe en el sistema. Y la confianza en las instituciones democráticas, una vez perdida, es difícil de recuperar.
La tragedia de Rusia no se desarrolló por completo en 1996; más bien, ese año sentó las bases para la futura dictadura de Putin, pues erosionó la confianza pública y fomentó el cinismo generalizado entre los ciudadanos. Hoy, en Estados Unidos, escucho con frecuencia que el destino de la democracia depende de las próximas elecciones. Estoy de acuerdo. Pero, como demuestra la experiencia de Rusia, nunca es tan sencillo como simplemente derrotar al malo.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.
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