Opinión: Stephen Breyer: la Corte Suprema en la que fungí estaba compuesta de amigos

Stephen Breyer: la Corte Suprema en la que fungí estaba compuesta de amigos (Millie von Platen para The New York Times).
Stephen Breyer: la Corte Suprema en la que fungí estaba compuesta de amigos (Millie von Platen para The New York Times).

SI JUECES QUE DISCREPAN A UN NIVEL TAN PROFUNDO PUEDEN HACERLO CON TANTO RESPETO, TAL VEZ ES POSIBLE QUE NUESTRO PAÍS, CON SUS DIVISIONES POLÍTICAS, HAGA LO MISMO.

Hace poco, las juezas de la Corte Suprema Sonia Sotomayor y Amy Coney Barrett hablaron juntas en público sobre cómo los miembros de la Corte hablan con cordialidad entre sí mientras discrepan, a veces con vehemencia, sobre la ley. Los desacuerdos considerables sobre asuntos profesionales entre los jueces de la Corte Suprema, por importantes que sean, siguen siendo profesionales, no personales. Los miembros de la Corte pueden llevarse bien a nivel personal y de hecho lo hacen. Eso es importante.

Mientras estuve en el cargo, esto significaba que podíamos escucharnos los unos a los otros, lo cual aumentaba las posibilidades de acuerdo o conciliación. Esto significa que la Corte trabajará mejor para la nación a la que sirve. Y yo me pregunto: si jueces que discrepan a un nivel tan profundo pueden hacerlo con tanto respeto, tal vez es posible que nuestro país, con sus divisiones políticas, haga lo mismo.

Sandra Day O’Connor fue la primera mujer nombrada como miembro de la Corte; Ruth Bader Ginsburg fue la segunda. Recuerdo que me sorprendió un poco cuando, durante una visita para reunirnos con varios jueces europeos, ellas de repente desaparecieron. ¿Adónde habían ido? Al parecer, se fueron juntas a buscar cuellos de mujer adecuados para sus togas. Encontraron algunos y Ginsburg los usó siempre.

Más o menos al mismo tiempo, O’Connor me recordó que nuestro presidente de la Corte Suprema, William Rehnquist, había decidido que él también necesitaba algo distintivo en su toga negra. Inspirado por “Iolanthe”, de Gilbert y Sullivan, decidió animarla con unas franjas doradas en las mangas. En un puesto europeo de libros, O’Connor encontró una foto de Lorenzo de Médici con rayas similares. Sugirió que se la enviáramos a Rehnquist con un mensaje especial de su parte.

Hacíamos cosas juntos fuera de clase. Rehnquist, Anthony Kennedy, O’Connor y yo jugábamos al bridge con amigos y cónyuges (y a menudo cambiábamos de pareja). En la actualidad, tengo entendido que los jueces, quienes no siempre están de acuerdo con los resultados legales, se ponen de acuerdo para ir a partidos de hockey o jugar golf juntos. (¿Por qué hockey en Washington D. C., donde abundan el béisbol, el fútbol americano y el baloncesto? Tal vez solo les gusta el hockey).

Como es bien sabido, a Ginsburg y Scalia les encantaba la ópera y se hicieron grandes amigos. Incluso nos convencieron a Kennedy y a mí de que participáramos en una representación de “Die Fledermaus” en la Ópera Nacional de Washington, siempre y cuando, claro está, simplemente nos sentáramos en el escenario en un sofá y nunca abriéramos la boca. No obstante, Scalia tenía buena voz; él, los asistentes jurídicos y otros jueces a veces cantaban en la Corte, acompañados por Rehnquist, así como por un amigo de Scalia que era un buen pianista y le encantaba Cole Porter.

Scalia y yo les platicábamos sobre la Corte a estudiantes de bachillerato, de Derecho y de otras disciplinas. Era evidente para esas audiencias que, aunque no compartiéramos puntos de vista básicos sobre cómo interpretar difíciles frases estatutarias y constitucionales, éramos amigos.

Ciertas reglas no escritas ayudan a limar diferencias y mantener buenas relaciones personales entre los miembros de la Corte. En las conferencias en las que debatíamos los casos en privado, procedíamos por orden de antigüedad y nadie hablaba dos veces hasta que todos hubieran hablado una vez. Por lo tanto, todo el mundo podía estar bastante seguro de que tendría la oportunidad de hablar antes de que se tomaran decisiones definitivas. (Esta regla me ayudó, pues yo fui el juez más joven durante 11 años).

Una vez que todos habíamos hablado, debatíamos el caso, de ida y vuelta. Sin embargo, uno aprendía con rapidez que no servía de nada decir: “Tengo un argumento mejor que el tuyo”. Era mucho mejor escuchar lo que decían los demás y encontrar material en sus puntos de vista para llegar a un acuerdo o tal vez a un consenso.

Por lo general, Rehnquist no permitía que se hicieran bromas durante la parte seria de la conferencia, aunque admito que una vez, mientras tomábamos café después de casi haber perdido el voto mayoritario en una opinión que en un inicio creíamos que sería unánime, le dije: “Descubrí cómo lograr que cinco personas estén de acuerdo con una sola opinión”. “¿Cómo?”, me preguntó. “Empieza con nueve”, le respondí.

En cualquier caso, de acuerdo o en desacuerdo, bromeando o en serio, en mis 28 años en la Corte nunca escuché una sola voz levantada por enojo en esa conferencia ni tampoco que se hicieran comentarios maliciosos o personales. El debate era profesional, los desacuerdos reflejaban diferencias legales sobre el fondo y los jueces intentaban encontrar la manera de llegar a acuerdos en la Corte.

O’Connor sostenía que una regla informal de gran importancia en la Corte era la siguiente: tú y yo podemos estar en total desacuerdo con respecto al Caso uno, pero eso no tiene nada que ver con nuestras posturas en el Caso dos (sin relación legal), en el que podemos ser los mejores aliados. Es decir, nada de regateos.

Después de la conferencia, almorzábamos y a menudo hablábamos de deportes o intercambiábamos supuestos chistes y otros temas no legales. Recuerdo que una vez le dije a Rehnquist que me parecía increíble que estuviéramos a punto de disfrutar de un agradable almuerzo cuando apenas 20 minutos antes, en la conferencia, habíamos discrepado con vehemencia sobre derecho aplicable. Su respuesta sugirió que poco antes había pensado que la mitad de la Corte creía que la otra mitad había perdido la cabeza.

Lo que funciona para nueve personas con nombramientos vitalicios no funcionará para toda la nación, pero escucharse los unos a los otros en busca de un consenso podría ayudar.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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