Opinión: Los hongkoneses limpian las pruebas de su libertad perdida

Los hongkoneses limpian las pruebas de su libertad perdida (Federico Tramonte para The New York Times).
Los hongkoneses limpian las pruebas de su libertad perdida (Federico Tramonte para The New York Times).

MIENTRAS PEKÍN REPRIME CON MANO DURA, LOS HONGKONESES PURGAN LAS PRUEBAS DE SUS LIBERTADES PERDIDAS.

“¿Qué debería hacer con estas copias de Apple Daily?”.

Alguien de Hong Kong con quien charlaba por teléfono hace poco había bajado de repente la voz para hacer esa pregunta, refiriéndose al periódico prodemocrático que el gobierno obligó a cerrar en 2021.

“¿Los tiro o te los envío?”.

Mis conversaciones con amigos de Hong Kong están salpicadas de susurros de este tipo estos días. La semana pasada, la ciudad promulgó una ley draconiana de seguridad, su segundo ataque legislativo serio contra las libertades de Hong Kong desde 2020. La nueva ley, conocida como Artículo 23, criminaliza comportamientos tan vagos como la posesión de información que sea “directa o indirectamente útil para una fuerza externa”.

Hong Kong fue una vez un lugar donde la gente no vivía con miedo. Tenía un Estado de derecho, una prensa bulliciosa y una legislatura semidemocrática que mantenía a raya a los poderosos. El resultado fue una ciudad con una energía desenfrenada sin parangón en China. Cualquiera que creciera en la China de los años ochenta y noventa podía cantar las canciones de Cantopop de estrellas de Hong Kong como Anita Mui, y eso era un problema para Pekín: la libertad era glamurosa, deseable.

Cuando el Reino Unido le devolvió Hong Kong a China en 1997, los habitantes de la ciudad aceptaron, de buena fe, las promesas de Pekín de que su sistema capitalista y su modo de vida permanecerían inalterados durante 50 años y de que la ciudad avanzaría hacia el sufragio universal en la elección de sus gobernantes.

Ya no es así. Ahora, los hongkoneses toman precauciones en silencio, deshaciéndose de libros, camisetas, películas, archivos informáticos y otros documentos de los embriagadores días en que el centro financiero internacional también era conocido por el apasionado deseo de libertad de sus residentes.

Yo solía bromear diciendo que nunca había necesitado ver películas de suspenso distópicas como “El cuento de la criada” o “Los juegos del hambre”. Dado que he vivido y trabajado durante años en Hong Kong y China, sé cómo se siente uno al caer en una represión cada vez más profunda por recordar la vida en libertad.

Mientras Pekín seguía incumpliendo sus promesas a lo largo de los años, los hongkoneses salían a las calles para defender sus libertades casi todos los veranos sofocantes.

En 2003, manifestaciones de medio millón de personas obligaron al gobierno de Hong Kong a archivar un intento anterior de promulgar el Artículo 23. En 2014, cientos de miles de personas ocuparon de manera pacífica partes de la ciudad durante 79 días para protestar contra las medidas de Pekín para garantizar que solo los candidatos aceptables para el Partido Comunista pudieran presentarse a las elecciones a máximo dirigente de Hong Kong.

Pero los hongkoneses no estaban preparados para la llegada del presidente de China, Xi Jinping, artífice de otra aterradora represión en el otro extremo del país.

En 2017, empecé a recibir informes de que uigures y otras minorías musulmanas turcas estaban desapareciendo en campos de “educación política” en la región noroccidental de Sinkiang. Las personas que habían conseguido salir me contaron que las fronteras de Sinkiang se habían cerrado de repente, que la huida se estaba volviendo imposible y que hablar o comportarse como antes era aceptable —por ejemplo, el simple acto de rezar en la casa de un vecino— podía llevarte a la cárcel. Las autoridades podían entrar a las casas a inspeccionar los libros y la decoración. Los uigures se deshacían de ejemplares del Corán o de libros escritos en árabe, por temor a ser desaparecidos o encarcelados por falta de lealtad al Partido Comunista de China. Un hombre me contó que había quemado una camiseta con un mapa de Kazajistán —muchos de los habitantes de Sinkiang son kazajos étnicos con vínculos familiares al otro lado de la frontera— ya que cualquier conexión con el extranjero se había convertido en un riesgo.

A medida que estas historias de represión y miedo surgían de Sinkiang, se reconocían al instante en Hong Kong.

En 2019, el gobierno de Hong Kong propuso un proyecto de ley que habría permitido la extradición a China. El miedo y la rabia (y la sensación de que los hongkoneses necesitaban hacer una última resistencia mientras pudieran) estallaron en meses de protestas.

Uno de los lemas de las protestas de 2019 —“Hoy Sinkiang, mañana Hong Kong”— me sonó a hipérbole en aquel momento. Ahora, cinco años después, me parece profético. Hoy son los hongkoneses quienes se deshacen de libros y camisetas peligrosos. Algunas personas que conozco han abandonado discretamente un grupo de chat en línea que incluye organizaciones y personas extranjeras; tal contacto podría poner en peligro a los miembros hongkoneses del grupo. Otros están abandonando las redes sociales; decenas de miles ya abandonaron Hong Kong.

Después de que Pekín impuso la Ley de Seguridad Nacional en Hong Kong en 2020, la utilizó para diezmar el movimiento prodemocrático de la ciudad enviando a prisión a sus líderes. Más de 1000 personas siguen en prisión. Por miedo a las detenciones, los sindicatos y los medios independientes se desmantelaron. Las bibliotecas retiraron cientos de libros de los estantes. Se censuraron películas y obras de teatro. Los funcionarios ya no pueden permanecer neutrales, sino que se les obliga a jurar lealtad al gobierno.

Tanto la Ley de Seguridad Nacional como el Artículo 23, aprobados la semana pasada, son instrumentos amplios, vagos y contundentes destinados a herir de manera crítica las libertades civiles y transformar las instituciones que protegían las libertades de las personas en herramientas de represión. Según el Artículo 23, cualquier persona declarada culpable de participar en una reunión de una “organización prohibida”, o que revele “secretos de Estado” “ilegales” y vagamente definidos, podría enfrentarse a una década tras las rejas.

Pekín disfrazó esta represión con términos como “Estado de derecho”, y quienes visitan Hong Kong muchas veces no se dan cuenta de las transformaciones que se están produciendo bajo el brillo perdurable de la ciudad. Esto deja al resto del mundo ajeno a la realidad sobre el terreno, incapaz de compadecerse de las víctimas de Pekín o de sentir su falta de aliento bajo este peso creciente.

Un conocido de Hong Kong me dijo que sus allegados se habían vuelto indiferentes ante la repentina pérdida de libertad y se limitaban a observar con frialdad la destrucción de la ciudad y de los valores que representaba. Pero otros, curtidos por los años, aún expresan esperanza y desafío. La solidaridad forjada a lo largo de casi dos décadas de activismo generalizado no morirá fácilmente. Según una encuesta realizada este mes por el Centro de Investigaciones Pew más del 80 por ciento de los hongkoneses siguen anhelando la democracia, por muy remota que parezca hoy esa posibilidad.

El gobierno chino quiere que el mundo se olvide de Hong Kong, de lo que fue la ciudad, de las promesas incumplidas de Pekín. Pero los hongkoneses nunca olvidarán. No miren hacia otro lado.

Este artículo apareció en The New York Times.

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