Opinión: La experiencia de ver ‘Tornados’ en medio de los escombros que dejó el huracán Beryl

LAS PELÍCULAS DE DESASTRES SON ÉXITOS TAQUILLEROS EMOCIONANTES. PERO LA REALIDAD DE UN CLIMA CAMBIANTE ES UNA TRAGEDIA A CÁMARA LENTA DE BUROCRACIA FALLIDA Y TEDIO CONSTANTE.

Nadie va a ver una película de Hollywood, mucho menos una sobre desastres naturales, en busca de realismo. Las catástrofes retratadas en las películas taquilleras del verano —supertormentas, ciclones, terremotos, tsunamis— pueden parecer muy emocionantes, sobre todo cuando las situaciones dramáticas y los romances latentes de los personajes se incluyen en el caos. No existe tal emoción en los desastres de la vida real, en los que la verdadera historia de terror es la preparación tan deficiente que tenemos para enfrentar estos eventos que son cada vez más comunes y la rapidez con que una crisis espectacular se convierte en un desfile de retrocesos tediosos y frustraciones diarias.

La primera vez que vi el avance de la película “Tornados” —que se estrena en salas este viernes— fue en mayo en una sala de cine de Houston, donde resido. Acababa de regresar de un viaje y encontré mi ciudad natal destrozada por un derecho, lo cual luego me enteré de que es una intensa banda de tormentas. En mi casa no había electricidad y hacía calor (como suele pasar en Houston durante la primavera), así que decidí ir a la sala de cine más cercana que sí tenía electricidad. Antes de que iniciara la función, aparecieron los rostros hermosos de un vaquero fanfarrón que es también un “domador de tornados”, interpretado por Glen Powell, y la meteoróloga de mente científica, interpretada por Daisy Edgar-Jones, con quien él intercambia ocurrencias. “Los miedos no se enfrentan”, le dice el domador a la científica. “Se montan”.

“¡Vamos al rodeo!”, pensé en el cine, mientras me preguntaba si mi aire acondicionado ya estaba funcionando de nuevo.

La semana pasada, otra tormenta poderosa arrasó Houston, cuando el huracán Beryl tocó tierra durante un momento breve pero impactante en la costa del sur de Texas. Las temperaturas elevadas históricas en el océano han impulsado a Beryl, que se ha convertido en el huracán más fuerte que se haya formado al inicio de la temporada de huracanes del Atlántico. Cobró 22 vidas (según las cifras más recientes), inundó calles y dejó a más de dos millones de personas sin electricidad; la última vez que revisé los informes, alrededor de 200.000 hogares seguían sin luz. Una superproducción taquillera como “Tornados” es una manera segura y saneada de vivir un desastre natural: como una fantasía. Pero no podemos permitir que una versión escapista de la crisis climática nos ciegue ante lo penosamente mal preparados que estamos para enfrentar los efectos de los desastres reales.

Si Hollywood quisiera hacer una película de desastres más cercana a la realidad, la trama sería un poco más así: tras otra tormenta sin precedentes, el héroe despierta todos los días sudando y sintiéndose irritable. Intenta en vano comunicarse con un humano que pueda darle información sobre cuándo se restablecerá el servicio de electricidad. La comida en el refrigerador se echa a perder rápidamente, así que debe tirarla a la basura. Tampoco hay internet, por lo que trabajar es difícil, si no es que imposible. En las pocas gasolineras que siguen abiertas, hay una fila de espera de dos horas.

En estas condiciones posteriores a la catástrofe, la vida pasa a un estado de hervor a fuego lento —y me refiero a un hervor literal— en el que hay momentos de agravamiento interrumpidos por largos periodos de tedio. “Hace mucho calor y es muy aburrido”, como dijo un niño de 12 años citado en The Texas Tribune tras el paso del huracán Beryl. “No hay nada que hacer, solo sentarte”. O, parafraseando el diálogo de “Tornados”, solo tienes que sobrellevarlo.

Desde hace mucho, Hollywood ha tratado de capturar la volubilidad de la naturaleza en los términos más dramáticos posibles. En la década de 1970, se estrenaron “Terremoto” (un apocalipsis sísmico en Los Ángeles) y “La amenaza de Andrómeda” (un patógeno mortífero que amenaza a la humanidad), así como películas sobre insectos letales como “El enjambre” (abejas asesinas), “El imperio de las hormigas” (hormigas gigantes) y “La invasión de las arañas gigantes”; todas reflejaban una nueva conciencia intensificada de que la madre naturaleza estaba un tanto molesta, quizá avivada por libros éxitos en ventas como “Primavera silenciosa” (1962) de Rachel Carson, que expuso la contaminación que sufre la tierra. Pero la ansiedad ante las catástrofes climáticas se pasó por una perspectiva de efectos especiales alucinantes y monstruos descomunales, que eran mucho más divertidos de ver en la gran pantalla que un montón de gente quejándose sobre el esmog.

Como una de las películas más esperadas del verano, “Tornados” cumple con darle al público el espectáculo que busca, con camionetas que vuelan por los aires y cazadores de tormentas en competencia. (Hay un metamomento lindo en el que la pantalla de una sala de cine llena de gente se ve succionada hacia un abismo impetuoso). Pero pese a todo el caos vertiginoso que muestra, “Tornados” no ofrece una postura ni de dientes para afuera sobre el cambio climático y, la verdad, era de esperarse. Fuera de excepciones ocasionales como “Wall-E” o la serie de televisión “Extrapolations”, el cambio climático no es un tema suficientemente sexi o emocionante para el entretenimiento hollywoodense.

En “Tornados”, la representación del desastre disimula la verdadera naturaleza de las catástrofes modernas, que se resienten durante días, semanas y meses, mientras las víctimas lidian con las realidades cotidianas de nuestra negativa a adaptarnos a la crisis que está teniendo lugar, y mucho menos prevenirla. Quizá le aplaudimos al domador de tormentas que aparece en pantalla cuando lidera a su heroico equipo a bordo de su camioneta equipada para lanzar fuegos artificiales hacia el embudo del tornado. Pero nunca lo vemos ni a él ni a su equipo en las semanas siguientes limpiando los escombros del desastre, llenando formularios de seguros ni rezando para que regrese el aire acondicionado en medio del calor asfixiante.

Desde el huracán Katrina en Nueva Orleans hasta la supertormenta Sandy en Nueva York, hemos visto una y otra vez cómo la magnitud de un desastre provocado por el cambio climático no se contiene en el momento en que los diques se rompen y sube la marea de los océanos. Aunque nos emocione el escapismo que ofrece algo como “Tornados”, las aseguradoras están retirando políticas de cobertura en áreas propensas a las inundaciones y los incendios, lo cual es como el avance ominoso de una película sobre los desastres que nos depara el futuro.

Hay un elemento de “Tornados” que sí se acerca a la realidad emocional, en mi experiencia como nativo de un Houston abatido por las tormentas. En varias escenas, los cazadores de tormentas detienen su persecución del tornado para ayudar a los residentes de un pueblo destrozado, incluso mientras llegan especuladores rapaces a comprar terrenos asolados con descuento. Los desastres naturales no sacan lo mejor de todas las personas, pero sí suelen recordarnos la humanidad que compartimos.

En Houston, en las últimas dos semanas, he escuchado muchas historias de personas que tuvieron la suerte de no perder su conexión eléctrica y les ofrecieron a desconocidos camas, o espacio en sus refrigeradores, o habitaciones con aire acondicionado donde solo podían pasar el rato. Un amigo incluso acampó en la librería de su camarada, y se acomodó en la sección de libros de ciencia ficción. Ninguno de esos momentos le añadiría emoción a una película veraniega. Pero sí nos muestran la clase de heroísmo que todos requerimos para sobrevivir a una crisis climática.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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