Opinión: También en América Latina Black Lives Matter

EN LA REGIÓN SUELE PASAR DESAPERCIBIDO EL RACISMO SISTÉMICO QUE VA DE LA MANO CON LAS ACCIONES DE LA POLICÍA. ESTE ES EL MOMENTO PARA AJUSTAR CUENTAS Y REIMAGINAR EL FUTURO.

CAMBRIDGE, Massachusetts — El 18 de mayo, un joven de 14 años estaba jugando billar con su primo y otros adolescentes en el patio de una casa en São Gonçalo, en la región metropolitana de Río de Janeiro. Unos policías que estaban persiguiendo a un narcotraficante local dispararon 70 balazos contra la casa, y lo mataron. El joven era negro. Su nombre era João Pedro Matos Pinto. Como él ha habido muchos otros.

Tan solo en el estado de Río de Janeiro, la policía asesinó a más de 600 personas entre enero y abril, pese a la pandemia. Las redadas antidrogas suelen derivar en tiroteos indiscriminados con armamento militar en áreas densamente pobladas de bajos recursos. Esto no se limita a Río ni a Brasil.

Estos actos de violencia por parte de las autoridades no afectan a las zonas adineradas, lo cual refleja jerarquías raciales y étnicas. En las ciudades latinoamericanas, que suelen ser más diversas racialmente que Estados Unidos, muchos vecindarios ricos siguen siendo casi exclusivamente blancos.

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América Latina tiene algunas de las tasas de homicidios más altas del mundo. Las fuerzas policiales asesinan a muchas más personas que en Estados Unidos. Y gran parte de esta violencia puede vincularse a la guerra contra las drogas. Lo que suele pasar desapercibido es el racismo sistémico que va de la mano con las acciones de la policía.

En Brasil, donde hay datos disponibles en relación con la raza y el origen étnico, más del 75 por ciento de los asesinados por la policía son personas negras. Incluso en países donde no se recaba esta información sistemáticamente, las pruebas apuntan a un patrón evidente: los jóvenes negros y mestizos sufren de manera desproporcionada por la brutalidad de las fuerzas de seguridad, los grupos paramilitares y los carteles de la droga.

En México y Centroamérica, las víctimas suelen concentrarse en las comunidades de ascendencia indígena. Son los 43 estudiantes de Ayotzinapa que desaparecieron tras ser detenidos por la policía en 2014. Son la mayoría de las más de 60.000 personas desaparecidas de la guerra contra las drogas en México.

A pesar de la obsesión de los medios con los capos, la guerra contra las drogas siempre se ha enfocado más en los consumidores y los vendedores al por menor que en los jefes bien conectados en la cima. Hay una costumbre de referirse al crimen organizado como un “poder paralelo” al Estado. Pero en América Latina, el narcotráfico se ha infiltrado profundamente en las instituciones oficiales.

Los muchos aspectos del comercio de las drogas ilícitas —desde los sobornos hasta el tráfico de armas— unen a los traficantes con los funcionarios corruptos del gobierno. Hay pruebas abundantes de la influencia corrosiva de la colusión entre los cuerpos de seguridad y los traficantes, incluso en lugares externos al nexo global del narcotráfico, como la periferia de la ciudad de Buenos Aires. Una de sus consequencias es la imposición de facto de un sistema paralelo de procuración de justicia basado en la clase social y la raza. Esto quizá se ve con más crudeza en Brasil, que tiene la mayor población de afrodescendientes en el hemisferio. A pesar de que, de hecho, el consumo recreativo de drogas ya está despenalizado en los enclaves acaudalados de mayoría blanca, si caminas despreocupado en un vecindario de mayoría negra durante una redada, puedes terminar muerto.

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En Brasil y Colombia, los asesinatos recientes de transeúntes negros a manos de la policía han generado comparaciones con el asesinato de George Floyd. Estas muertes han desatado manifestaciones a nivel local, pero el sentimiento de indignación moral es mucho menos generalizado que en Estados Unidos. Si bien la guerra contra las drogas es una fuente evidente de violencia en América Latina, es más difícil hablar de una relación causal entre el racismo y la brutalidad policial. Muchos policías son negros y mestizos.

Sin embargo, no se puede negar que la segregación y las inequidades raciales determinan quiénes están en el frente de batalla y qué vidas son las que importan. En las clases más altas de América Latina, la guerra contra las drogas se ha afianzado a un desinterés insensible por las vidas negras y mestizas. También es cierto que el atractivo de las agendas políticas contra el crimen trasciende las diferencias sociales. Con frecuencia, las campañas de los políticos incluyen alguna variación de permitir que la policía “tire a matar” contra los narcotraficantes.

Hace poco más de cien años, antes de que la prohibición de las drogas se volviera una prioridad, el mercado de sustancias como la marihuana y la cocaína no provocaba masacres. En 1971, cuando Richard Nixon declaró que la adicción a las drogas era el “enemigo público número uno en Estados Unidos”, habló acerca de una “ofensiva de escala mundial”. En el transcurso de la guerra contra las drogas, Estados Unidos inspiró e incluso financió muchos modelos policiales en América Latina.

Pero más recientemente, en 2017, Uruguay legalizó el consumo recreativo del cannabis. Y otros países latinoamericanos han despenalizado de manera parcial algunas sustancias. Líderes de todo el espectro político, incluidos presidentes y expresidentes, han expresado la necesidad de poner fin a la guerra contra las drogas. Los esfuerzos de despenalización pueden producir alianzas inusuales. Requerirán coordinación trasnacional. Dadas las consecuencias devastadoras para las comunidades negras y mestizas, podríamos plantear ese debate como una parte clave de las iniciativas antirracistas a nivel mundial.

Se ha vuelto casi un cliché decir que la guerra contra las drogas liderada por Estados Unidos fracasó. Si la intención es salvar vidas estadounidenses de la dependencia a las drogas, los resultados son vagos, en el mejor de los casos. Sin duda hay otros enfoques más económicos. Si la intención es recompensar a los actores corruptos y, a la vez, apoyar a los fabricantes de armas, a la industria penitenciaria y a las burocracias enquistadas de las fuerzas del orden, entonces la guerra contra las drogas ha sido todo un éxito. Pese a ello, algunos gobiernos de América Latina insisten en copiar los aspectos más lucrativos del sistema estadounidense —como las cárceles privadas—. Pero en Estados Unidos hay varios estados que están buscando reformar el sistema de justicia penal con la despenalización de la marihuana y restricciones al encarcelamiento en masa.

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Año tras año, en todo el continente americano, la policía sigue arrestando a cientos de miles de personas por delitos relacionados con la marihuana. La gente negra y mestiza sigue sufriendo las peores consecuencias de las medidas de represión. En Estados Unidos, la opinión pública ha virado hacia la legalización del cannabis y, en general, se opone a los métodos de la guerra contra las drogas. Es difícil imaginar que se logren cambios radicales en todo el hemisferio sin el liderazgo de Estados Unidos.

Tenemos que replantear las políticas relacionadas con las drogas. La despenalización está dando buenos resultados en Portugal, por ejemplo. A nivel local, crea oportunidades de redirigir a servicios sociales y de salud fondos antes destinados al armamento y el decomiso de drogas. Pensar en el comercio regulado de sustancias legales como una fuente de ingresos puede abrir debates sobre las posibilidades de ofrecer reparaciones que solucionen el legado del racismo sistémico.

La despenalización y la legalización jamás serán un remedio universal. Hay tantas preguntas como respuestas sobre la manera en que esto debe implementarse. Sin embargo, es hora de ajustar cuentas y reimaginar el futuro. Poner fin a la guerra contra las drogas podría ser un paso muy importante hacia la reducción de la violencia, lo cual salvaría incontables vidas que se pierden en el fuego cruzado. La vida de João Pedro importa.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company