El niño que domó el viento: la verdadera historia del chico de 14 años que salvó a su pueblo de una hambruna con un molino casero
Esta nota contiene spoilers de la película El niño que domó el viento.
Los elementos parecían conspirar contra la aldea. Un sol de fuego provocaba sequía. La lluvia torrencial anegaba los cultivos. La tierra se inundaba o se rajaba, según la cruenta estación que tocara del año. No había mucho que hacer con la naturaleza y sus caprichos.
Quedaba el aire. Con Wimbe sometida a la hambruna, sin cosechas, sin reservas en los graneros, sin ayuda de afuera, con familias quebradas, dispersas y desesperadas, vecinos que desconfiaban de vecinos y una comunidad que se disolvía ante sus ojos, William Kamkwamba, con 14 años, intuyó que la solución estaba en el aire. En el viento.
Sucedió en el sudeste de África, en Malawi, donde el 80% de la población vive en zonas rurales, con economías de subsistencia, arrancando con esfuerzo cada cosecha y rezando porque no sea la última. Pero la cosecha de 2001 sí parecía la última. Y es ahí donde este adolescente torció la historia y le dio nueva vida a su aldea.
Cómo se dio ese cambio es la trama de El niño que domó el viento, la película de Netflix de 2019 basada en un libro del mismo nombre donde William cuenta su aventura: la aventura de sacar el agua de las profundidades y hacer renacer las cosechas, mientras un sol abrasador se empeñaba en convertir toda forma de vida, y las ilusiones de los desvalidos aldeanos, en meras motas de polvo.
“Me inspiró que William quisiera salvar a su comunidad, pero también que se salvara a sí mismo. La historia también habla de no renunciar al potencial que uno tiene. Sentí que me estaba pasando el testimonio a mí”, dijo en los días del estreno el director del film, el británico Ejiofor Chiweter, quien a su vez interpreta al padre del protagonista.
Vivir en Malawi, uno de los países más pobres de África y, para el caso, del mundo, era complicado. Luego se perdieron los bosques cercanos debido a la deforestación, que removió la barrera natural contra las inundaciones. Y a eso sobrevino una sequía interminable, cataclísmica, con un sol que ardía sin tregua. No quedaban esperanzas. Quedaba, nada más, la dura opción de vender la tierra y escapar de la aldea, o resignarse a morirse de hambre más pronto que tarde.
“Antes de conocer las maravillas de la ciencia, yo era un simple granjero de un país de granjeros pobres. Como todos, nosotros sembrábamos maíz. Un año nuestra suerte se volvió muy mala. En 2001 experimentamos una terrible hambruna. En cinco meses todos en Malawi empezaron a morirse de hambre. Mi familia comía solo una comida al día, en las noches. Solo tres bocados de maíz para cada uno. La comida atravesaba los cuerpos y seguíamos adelgazando. Nos convertimos en nada”, contó Kamkwamba años después.
Lo que devolvió la alegría no fue un cambio del clima o una invocación a los dioses. Sus padres creían en el progreso por medio de la educación, y fue gracias al estudio que se dio el giro. Primero debía resolver un problema: en ese contexto de carencia absoluta, la familia, reducida a la indigencia, no podía seguir pagando la matrícula y debió abandonar el colegio. Decidió estudiar por su cuenta y para eso precisaba una cosa, que formuló con una pregunta al director: “¿Puedo usar la biblioteca?”
Fue ahí donde conoció “las maravillas de la ciencia”. Ya se las rebuscaba arreglando radios y manipulando artefactos desvencijados. Pero fueron los libros los que le indicaron la salida de la hambruna. Estaban en inglés, idioma que conocía a medias. Pero entre ese conocimiento elemental, las fotos, las ilustraciones, y una intuitiva imaginación que cubría necesariamente los vacíos, estudió a conciencia los manuales de ciencia y tecnología.
Teoría y práctica
La respuesta empezó a emerger de esas páginas y a ordenarse en su cabeza. Un libro en particular, Using Energy, le hizo ver que debía valerse del viento, de un molino de viento, para generar energía, bombear agua y abastecer de una vez los regadíos, a esa altura surcos desahuciados.
“Tenía mucha curiosidad por la ciencia y por cómo funcionaban las cosas, así que fui a la biblioteca y leí los libros de texto del colegio, y vi una foto de un molino de viento para bombear agua. Nunca habíamos visto uno; ni siquiera tenemos una palabra para designarlo”, dijo Kamkwamba en una de las muchas charlas de liderazgo y motivación que daría desde entonces.
Ahora había que construir el molino, sin materiales disponibles, y una vez más la inspiración vino en su ayuda. “¿Qué es todo eso?”, le preguntan sus amigos en un pasaje de la película, cuando lo ven entrar con montañas de chatarra. Había estado revolviendo desechos en un vertedero local.
“Es un experimento. En Estados Unidos hacen electricidad con el viento. Y con electricidad podemos hacer agua”, respondió mientras dejaba los materiales en el suelo y se ponía manos a la obra. Tuvo la misma convicción con su padre: “Podemos traer agua, sé cómo hacerlo. Con electricidad podemos plantar en la estación seca”.
Empezó construyendo un prototipo y luego fue por el molino real. ¿Sus materiales? El marco de una bicicleta, las aspas de un ventilador de tractor, un viejo amortiguador, una batería fundida. Donde otros veían basura, William entrevió un sistema de riego.
Más tarde contó que muchos pensaban que se estaba volviendo loco. William siguió adelante, pese a la incomprensión de propios y ajenos, incluso burlas y desdén. Alguna vez debió decir que eso que estaba haciendo era magia. “Ah, ya veo”, respondían. Ahora tenía sentido.
El molino funcionó, igual que otros que le siguieron, y la aldea se salvó de la muerte. Su historia comenzó a trascender a partir de un reportaje de 2006 del Daily Times, uno de los diarios más leídos de Malawi, que se interesó por la pista de un inventivo adolescente de la desolada aldea de Wimbe.
Premonición
Según comentaba la nota, la estructura original todavía se erguía orgullosa. “El molino de viento se alza sobre un trípode de postes de madera a unos cinco metros del suelo”, contaba. “Con sus admirables innovaciones, William espera volver a la escuela durante el próximo año académico, tal vez haya cosas más grandes para él en el futuro cercano”, decía con sentido profético.
William se hizo conocido en el extranjero, terminó la secundaria y estudió Ingeniería Ambiental en Estados Unidos. Entre tanto tomaba nuevas iniciativas en su aldea y alrededores, construyendo nuevos molinos, pozos de agua y sistemas de bombeo con energía solar.
“La historia de Kamkwamba es una historia nacional porque nos incita a trabajar para encontrar soluciones a nuestros problemas por nosotros mismos y utilizando los recursos que tenemos. Nos incita a no rendirnos nunca en la lucha contra la pobreza. Es la historia de un muchacho malawiano ordinario que hace cosas extraordinarias y, sobre todo, la historia de un buen amigo”, dijo a LA NACION el escritor malawiano Shadreck Chikoti, artista premiado y activo promotor de la cultura.
William lidera desde 2008 el Moving Windmills Project, una organización de ayuda al desarrollo de las comunidades rurales de Kasungu, su región de origen. Los proyectos en curso van desde la electricidad solar hasta el agua potable, pasando por la construcción de escuelas con energía sostenible y el mecenazgo de un equipo de fútbol juvenil.
Se trata en esencia de una versión sofisticada de lo que consiguió aquella primera vez frente a los asombrados ojos de familiares y vecinos, cuando la miseria le agudizó el ingenio y le despertó la conciencia social, desde entonces volcada al desarrollo mediante la asistencia en infraestructura y capacitación de jóvenes y líderes sociales.
Y hay mucho por hacer en Malawi. Ahora, como entonces, la mayor parte de la población vive en entornos rurales de inseguridad alimentaria, agravada por el cambio climático. Suben los precios de los productos básicos, falta agua potable y limpia, las familias pasan hambre debido a la falta de lluvias. Los chicos dejan la escuela. Sobrevivir sigue siendo un milagro cotidiano.
“Empezar sin nada y acabar con un molino de viento completo que produce energía es algo extraordinario”, dijo en una entrevista el profesor de ingeniería John Collier, quien lo tuvo de alumno en la prestigiosa Universidad de Dartmouth. “¿Y hacerlo todo sin más herramientas que algunos clavos? No creo que a nadie le quepa duda de que tiene un talento natural para esto”.
Natural o sobrenatural, como creyeron algunos de sus conocidos, el ingenio que salvó a su aldea sigue fluyendo como el primer día, cuando consttuyó ese molino de cinco metros que fabricó con chatarra, inventiva y decisión.
“Basado en hechos reales” es una serie de notas que describe el contexto histórico detrás de ficciones internacionales. En este link podrás acceder a todos los artículos.