"El abuso de medicamentos, ansiolíticos y somníferos es síntoma de que vivimos en una sociedad incompatible con nuestro bienestar"
No se puede viajar al pasado porque el pasado no es un lugar, sino la parte más profunda de la realidad presente. Volver a él implicaría autodestruirse.
Así consigna Jorge Comensal (Ciudad de México, 1987) en su última novela, “Un vacío que hierve”.
Y sin embargo, la idea para escribirla empezó a germinar mientras paseaba por el cementerio civil más grande de la capital mexicana en busca de la tumba de un familiar que nadie había visitado en décadas.
Un gran incendio que destruye un panteón se volvió la escena central de la obra y Comensal armó la trama en torno a un misterio: el secreto familiar que Karina, una joven física que trabaja en una teoría cuántica de la gravedad, quiere desenterrar y al que Silverio, un astuto y temerario vigilante en el camposanto, la ayudará a asomarse.
Y en este relato sobre vacíos cósmicos y personales, aborda de paso toda una serie de temas candentes, como la crisis ambiental, los conflictos familiares, la soledad, las adicciones, el fanatismo y el vínculo de la humanidad con los demás seres que habitan el planeta.
BBC Mundo habló con él en el contexto de su participación en el HAY Festival de Cartagena, que se celebra en esa ciudad colombiana del 25 al 28 de enero.
"Un vacío que hierve" transcurre en el futuro, pero en un futuro que se parece mucho al presente. Puestos a elegir, ¿por qué optaste por situarla en 2030?
No me interesaba explorar un mundo fantasioso, distópico, sino ampliar el que ya vivimos, mostrar uno muy parecido al nuestro y enfocar las urgencias más presentes, las más inmediatas.
El desplazamiento de unos pocos años me permitió hacer ese ejercicio de especulación minimalista.
Porque en la novela sí se recogen algunas transformaciones en la historia de México, en el tablero del juego geopolítico, en el avance de ciertas tecnologías, como el desarrollo por ejemplo de la clonación de los animales en peligro de extinción.
Pero se hace sin entrar en muchos detalles y sin ver las crisis que enfrentamos hoy en día como detonadores de una destrucción del mundo tal y como lo conocemos.
Y sin embargo, el evento central es un gigantesco incendio –en el contexto de una sequía sin precedentes— que arrasa el último pulmón de Ciudad de México, el bosque de Chapultepec, y todo lo que allí se ubica, generando un escenario inquietante. ¿Está el apocalipsis climático tan a la vuelta de la esquina?
Es que no lo veo como un apocalipsis. El mundo va a continuar como una serie de desafíos, pérdidas y de catástrofes terribles, pero no es el final de la historia.
Hay una normalidad que continúa después de este episodio muy local y que simplemente intensifica cosas que ya suceden, como la sequía que ya está padeciendo hoy México.
Se intensifican esos desafíos, pero las personas siguen enfrentándose a la vida cotidiana. No hay una ruptura tan abrupta de la normalidad como la que hay en las historias postapocalípticas.
El fuego nace en el Panteón Civil de Dolores, el mayor camposanto de Ciudad de México y, dicen, de América Latina. ¿Qué te lleva a contar la historia a partir de ese lugar?
La historia surgió mientras caminaba por ese cementerio, buscando por razones personales una tumba.
Me interesaba cómo el olvido, la desconexión con los sepulcros familiares, podía producir un despertar figurado del pasado. Y en eso empecé a ver toda la hierba seca, la basura, los restos de ataúdes que eran propicios para el fuego.
Justo en ese momento había una ola de calor muy fuerte y falta de agua, y se me incendió la imaginación. Me pareció el lugar propicio para un gran incendio.
Has mencionado el olvido. En tu novela, y en la realidad, hay allí muchas tumbas que nadie ha visitado en años. ¿Nos estamos olvidando de nuestros muertos? ¿Es una cuestión que te preocupa?
Me interesa explorar cómo está cambiando nuestra relación con los muertos, con los antepasados, a partir del hecho de que por muchas razones prácticas y culturales ya no se practica la inhumación sepulcral tanto como antes.
La cremación es cada vez más popular, porque muchas veces ya no queremos que los restos de nuestros seres queridos reposen bajo una lápida de piedra, sino tirarlos al mar, enterrarlos en algún lugar donde podamos recordarlos de otra forma.
Por ello, ya es tan común el culto ritual, que al menos yo asocio con los abuelos, de visitar periódicamente -a veces cada domingo, a veces una vez al año- la tumba de la familia.
Y pienso que si no actualizamos nuestra forma de recordar a los muertos, de revivir nuestra relación con ellos, en cierta medida se va a intensificar la soledad o la desconexión que muchos sentimos hoy por el aislamiento o la ruptura de vínculos.
Creo que es importante pensarlo para no olvidarnos de mantener vivas esas relaciones, los vínculos interiores que tenemos con los seres queridos que ya no están.
Cuando nos presentas el panteón, nos abres la puerta a un mundo con sus propios personajes, con sus actividades oficiales y no oficiales… Alguna vez has dicho que representa un microcosmos del país mismo, de México. ¿En qué sentido lo ves así?
En parte, por la desigualdad extrema allí marcada: está la rotonda de las personas ilustres, que es como el panteón oficial del Estado mexicano, donde han enterrado a sus héroes, y también la fosa común, donde se inhuman a las personas no identificadas.
Entre esos dos extremos se encuentran todas las zonas del panteón, reflejando las distintas realidades de los últimos 150 años del país, a las que en la novela les echamos un vistazo a través de Silverio, el guardia que tiene un interés histórico por todo lo que está ahí enterrado y que vuelve a la luz con el incendio.
Y también podríamos decir que es una suerte de microcosmos de México porque hay registros de prácticas corruptas, de asignación de fosas, hay narcomenudeo…
Aparte de visitar el cementerio, Karina, la protagonista, va al zoológico de Chapultepec cuando lo reabren con animales nuevos –los anteriores murieron en el incendio—, y los mira como si en ellos se viera a sí misma. ¿Qué quieres contar con esos capítulos en los que ella va recorriendo el zoo?
Quería que hubiera algún tipo de relación, porque no suele haberla.
Una vez, rumbo al zoológico -que visité con frecuencia para escribir estos pasajes- me encontré con unos conocidos y les pareció sorprendente que fuera allí.
Y es que lo solemos asociar o con un problema ético cuestionable por los animales cautivos, o con un entretenimiento infantil de algún modo pasado de moda.
Parece que al volvernos adultos, al madurar, deja de fascinarnos la fauna no humana que hay en el mundo.
Así que me interesaba confrontar con los animales a un personaje como Karina, que de entrada no siente ninguna curiosidad por la fauna. Y ponerla en esa situación sola, una forma muy inusual de que un adulto visite un zoológico.
Quise proponerle al lector ese tipo de encuentros con las cebras, las jirafas, los capibaras… con toda clase de animales que mucha gente conoce mejor gracias a los videos de TikTok, donde no hay tampoco detenimiento, sino un flujo constante y caótico de estímulos.
Creo que al estar un momento frente a un ser vivo tan distinto a nosotros puede surtir algún tipo de efecto sobre la propia mente.
Más allá de esa soledad en el zoo, Karina en realidad está bastante sola en la vida. Tiene a su abuela, Rebeca, pero no terminan de entenderse. Las separa un secreto familiar, pero también la forma de ver el mundo, una tan de ciencias exactas, la otra que cree en los fantasmas…
Justamente lo que me interesaba explorar eran los límites de la racionalidad y de la mente científica.
No soy físico ni mucho menos, pero me resultan fascinantes los misterios enormes que aún existen sobre la expansión acelerada del universo, la velocidad inexplicable a la que se mueven las galaxias, el hecho de que el espacio vacío tenga una energía intrínseca y se expanda, y eso tan contraintuitivo como que la nada sea, a pesar de eso, algo que se mueve y que tiene temperatura.
Karina, al enfrentarse con lo que no conoce del pasado de su familia, llega a tener experiencias sobrenaturales y se sorprende a sí misma, se descubre creyendo en cosas que ella no pensaba que podría creer.
Es también un intento por explorar el enorme vacío que hay todavía en nuestra comprensión del mundo en general y la necesidad que tenemos de hacer algo con él, y de conectarnos de alguna manera.
Cada personaje de la novela lo hace a su forma.
Y lo que fue pasando es que se fueron dando variadas representaciones de la soledad, de la enorme dificultad de comunicarse entre las distintas generaciones, además de algunas barreras culturales y de clase que, como en el caso de Karina y Silverio, les impide acercarse un poco más.
En ese contexto, aparece el tema del desamparo del cuidador, ¿no? Porque Karina se hace cargo, ella sola, de su abuela. ¿Es esa una de las cuentas pendientes que tenemos como sociedad?
Las familias se han vuelto más pequeñas y ya no hay esas enormes redes de parentela en las que se puede repartir el trabajo de los cuidados.
Eso nos enfrenta a los jóvenes con una carga enorme, si no se cuenta con el apoyo de un Estado de bienestar, de instituciones públicas que ayuden a la crianza o al cuidado de los mayores.
En una ciudad enorme como lo es la Ciudad de México tienen muy pocos vínculos; abuela y nieta prácticamente solo se tienen la una a la otra.
La vida de Karina ha estado limitada en buena medida por hacerse cargo de su abuela, al tiempo que saca adelante una carrera académica muy exigente.
El problema está ahí y lo hemos vivido muchos de manera distinta.
También abordas las adicciones, como el alcoholismo en la figura de Rebeca, y muestras a la generación de Karina (ella misma, su amiga Mila, su exnovio Mario) que tira de antidepresivos para seguir adelante.
Quería mostrarlo como parte de una fenómeno generalizado, donde la farmacología y otras formas virtuales de combatir la depresión, otros estímulos, nos mantienen a flote.
Son formas poco congruentes con nuestros procesos orgánicos, con los ciclos del sueño, estímulos que perturban esos ciclos y empiezan a deshacernos.
Tenemos ritmos de trabajo, doméstico y laboral, y de estudio que no podríamos muchas veces cumplir si no fuera con estos apoyos, estas muletas que son los psicofármacos.
Y lo veo de forma crítica: el abuso de medicamentos, ansiolíticos, somníferos, antidepresivos como síntoma de que vivimos en una sociedad incompatible con nuestro bienestar espontáneo, sostenible.
Las drogas ilegales también responden a lo mismo. En muchos casos, son finalmente formas de automedicación para soportar situaciones que son insostenibles de otra manera.
Todo esto lo cuentas con un tono tragicómico, porque el humor atraviesa toda la novela. Y ante la catástrofe, hay también luz: la muerte de los animales del zoo en el incendio impulsa un fuerte movimiento animalista... ¿Querías pintar un futuro esperanzador?
Sí. Tengo la esperanza de que en las generaciones más jóvenes haya una transformación moral y de sensibilidad.
En las nuevas generaciones hay muchos que ven la relación con los animales de una forma distinta, que quieren vivir de otra forma, y que hacen una apuesta por la movilización masiva.
Hace no mucho hubo una protesta justamente afuera del zoológico de Chapultepec y había un puñado de personas.
Yo espero que dentro de unos años sean muchas más.
Como en tu novela, que hay una gran concentración a las puertas del zoo y alguien que ha ido de visita y se ha quedado encerrado por ello, pregunta: “¿Hasta cuándo durará la protesta?”. Y le responden: “Hasta que el mundo entienda”. ¿Entenderemos?
Pues sí, ojalá.
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