Al filo de la tragedia, en una Argentina "atada con alambre"

Una imagen del tren que chocó ayer en Palermo contra una locomotora

Tren San Martín; choque de trenes; sociedad
Una imagen del tren que chocó ayer en Palermo contra una locomotora Tren San Martín; choque de trenes; sociedad - Créditos: @Gentileza

Las sirenas de las ambulancias despertaron todos los fantasmas. El recuerdo de Once se hizo inevitable, pero lo que se activó fue algo más que la memoria. El accidente ocurrido ayer en la línea San Martín reinstaló certezas y sospechas sobre la extrema fragilidad en la que funciona el sistema ferroviario, pero también la precariedad que caracteriza a otros servicios y actividades en una Argentina “atada con alambre”.

No fue un desastre gigantesco, solo por un juego de azares y milagros. Si en lugar de una locomotora vacía hubiera estado detenido un tren lleno de pasajeros, hoy el país estaría sumergido en el estupor de otra catástrofe. Si la falla se hubiera producido en un tramo distinto de trayecto, cuando la formación circulaba a una mayor velocidad, las consecuencias también podrían haber sido desoladoras. Ese segundo o ese milímetro que separan al susto del horror no debería impedirnos, sin embargo, ver lo cerca que está el país de repetir sus propias tragedias.

El sistema ferroviario es un espejo de una degradación general. Basta subir a un tren en Constitución o en Retiro para confirmar que las cosas funcionan definitivamente mal. Muchas líneas han perdido frecuencias y disponibilidad de vagones. Lo sufren todos los días millones de pasajeros que viajan en condiciones penosas, apiñados contra las puertas y hasta colgados sobre los estribos. Detrás de esas penurias cotidianas hay una crisis menos visible: desinversión, ausencia de controles, advertencias desatendidas, sistemas obsoletos, falta de material rodante, precariedad en la señalización.

Todo eso ocurre bajo el paraguas de una empresa estatal que tiene la mayor cantidad de empleados públicos del país, con más de 30.000 agentes, y que, sin embargo, presta un servicio cada vez más deficiente. El boleto de tren lleva décadas con valores ridículos. ¿Nos daremos cuenta que detrás de los pasajes “regalados” y de la ineficiencia del gasto se esconde, muchas veces, una trampa mortal?

No es nada muy distinto de lo que puede verse en otras áreas, donde la administración de presupuestos y subsidios resulta tan opaca como ineficaz. Los trenes chocan, y pueden provocar tragedias, pero en las últimas décadas también han “chocado” las escuelas, los hospitales, la Justicia y las comisarías. Donde se pone la lupa se observan entramados de precariedad y deterioro. En muchos casos, también de corrupción. El saldo de esos “choques invisibles” no es menos dramático, aunque su impacto se diluye porque sus consecuencias parecen más abstractas y porque los fracasos se suelen camuflar bajo falacias estadísticas.

Hay una cultura argentina que tiende a esconder los problemas bajo la alfombra, que es una forma de agravarlos. Y que practica el “siga y siga”, aunque la degradación sea tan pronunciada como evidente. El accidente de ayer fue un recordatorio sobre los riesgos y las consecuencias de esa cultura.

En la mañana pegajosa del 22 de febrero de 2012, el país se estremeció con la tragedia de Once, que provocó la muerte de 52 personas. La investigación y el juicio posteriores descorrieron el velo sobre una trama de corrupción y desidia que confirmaron lo que se intuyó desde un principio: había sido una tragedia anunciada.

Ocho años antes, en una fatídica noche de diciembre, se había producido el desastre de Cromañón, con el saldo escalofriante de 194 muertos. También se descubrió que detrás de aquel incendio había un sistema de controles, inspecciones y verificaciones corroído por las ineficiencias y las corruptelas. “No pasa nada…; siga y siga…”, se decía hasta que estalló el horror.

Ayer estuvimos a un milímetro de sumar una tragedia en un país que todavía tiene fresco el dolor de la pandemia, donde la impericia del Estado también quedó en evidencia, además de las malversaciones éticas que exhibieron el vacunatorio vip y el festejo clandestino de Olivos. ¿Habremos aprendido algo después de tantos duelos colectivos?

Es prematuro, por supuesto, arriesgar una hipótesis precisa de lo que ocurrió ayer a la mañana con el tren que había partido de Retiro a las 10.20 hacia Pilar. Habrá que esperar los resultados de los peritajes y las investigaciones para determinar si hubo una falla técnica o un error humano, si obró la fatalidad o fue otro “accidente anunciado”. Pero está claro que lo de ayer fue un llamado de atención sobre los “cables sueltos” de un país que lidia, al filo de la cornisa, con décadas de desidia, deterioro, despilfarro y corrupción.

Basta subirse al vagón de un ferrocarril, en cualquier lugar del mundo, para intuir cómo funciona ese país. Un tren descarrilado es, al fin y al cabo, una metáfora de la Argentina, donde los pasajeros viajan hacinados y demoran más que hace cincuenta años para hacer el mismo trayecto. Las sirenas que sonaban ayer en el corazón de Palermo nos recuerdan el desafío de encarrilar al país. Una tarea ardua y compleja, que empieza por reconocer los problemas y encarar las soluciones con profesionalismo y rigor.