Opinión: Por qué Erdogan va tras los perros callejeros en Turquía


Cuando salgo de mi apartamento en el centro de Estambul, hay perros a mi alrededor. Uno yace dormitando al otro lado de la calle. Otro tiene ojos tristes que siempre buscan comida, compasión o ambas cosas. Rondan las plazas, esperan en la puerta de carnicerías y cafeterías. Algunos parecen tener un sobrepeso poco saludable; otros están esqueléticos.

Vivir en Turquía ha significado durante décadas, incluso siglos, sortear a los perros callejeros. Según algunas estimaciones, hay unos cuatro millones, pero es difícil saberlo con certeza. Para mucha gente son inseparables de la idea misma de Turquía.

Aunque es muy posible que no por mucho tiempo. Este mes, el gobernante Partido de la Justicia y el Desarrollo del presidente Recep Tayyip Erdogan presentó a la Gran Asamblea Nacional de Turquía un proyecto de ley que obligaría a los ayuntamientos a capturar a los perros callejeros y meterlos en refugios. (Muchos de esos refugios están en muy malas condiciones y están sobrepoblados. El proyecto de ley da a los municipios hasta 2028 para renovar los refugios existentes y construir otros nuevos). Los perros agresivos, rabiosos y enfermos serán sacrificados. Esta semana, los legisladores turcos aprobaron esta ley.

Desde que Erdogan propuso medidas “radicales” en un discurso pronunciado en mayo, el destino de los perros callejeros ha sido objeto de encarnizados debates y protestas. Los partidarios de lo que se conoce como la “ley de la eutanasia” de Erdogan señalan los accidentes de tráfico y las lesiones causadas por los perros. Afirman que las calles no son hogares adecuados para los perros y que su presencia hace que las ciudades sean más peligrosas tanto para los humanos como para los animales. Los detractores del plan, entre los que me incluyo, abogamos por la esterilización en lugar de la eutanasia. También tememos lo peor: que perros queridos a los que hemos cuidado durante meses o años desaparezcan de repente porque un ciudadano demasiado ansioso haga una llamada anónima.

Tampoco puedo evitar la sensación de que para el gobierno no se trata realmente de los perros. Hace tiempo que Erdogan domina el arte de buscar chivos expiatorios. En sus más de 20 años en el poder, ha señalado a intelectuales, periodistas, refugiados y otros como el origen de los problemas de Turquía. Con la economía tambaleante y tras un pobre resultado en las elecciones municipales de primavera, él y su partido han vuelto a buscar algún lugar al que redirigir la ira de la gente.

En marzo, la oposición ganó en muchas ciudades importantes, como Estambul, Ankara, Esmirna y Antalya. Antes de esas elecciones, los medios de comunicación progubernamentales habían diagnosticado “el terror de los perros callejeros” como una de las razones de la decreciente popularidad del partido gobernante. Los perros callejeros, decían los informes, intimidaban a la gente, y la laxa respuesta de Erdogan y su partido había enfadado a los votantes lo suficiente como para que les castigaran en las urnas.

Es cierto que la población de perros callejeros causa problemas: algunos tienen rabia y atacan y causan accidentes. Hace un par de años, una niña de 9 años que era perseguida por perros callejeros murió atropellada por un camión en el sur de Turquía. En el pasado ha habido muchos intentos de reducir su número; el más infame fue a principios del siglo XX cuando miles de perros fueron arrojados a una isla baldía y abandonados a su suerte.

Sin embargo, por lo que vi, las elecciones de primavera estuvieron impulsadas por algo más que los animales callejeros. La gente se preguntaba, entre otras cosas, cómo pagar el alquiler y conseguir comida para ellos y sus familias en un país con una de las tasas de inflación más altas del mundo (alrededor del 71 por ciento según el gobierno; alrededor del 113 por ciento según economistas externos). Los precios de la carne se han más que duplicado desde el año pasado y alrededor del 40 por ciento de la población no puede permitirse una comida con carne, pollo o pescado cada dos días. La pensión mínima turca es de unos míseros 377 dólares, incluso tras un reciente aumento, y veo regularmente a gente de mi barrio de clase media recoger comida de la basura.

En las semanas posteriores a las elecciones, una legisladora del partido gobernante publicó en las redes sociales una foto de una langosta que estaba a punto de degustar en Mónaco. Otro publicó sobre su viaje a las Maldivas.

Pero, claro, la gente probablemente está enfadada sobre todo por los perros.

Cuando era adolescente, en la década de 1990, mi madre me mandaba a darle de comer a los perros callejeros antes de acostarme. Este amor y preocupación por los perros callejeros era una tradición incluso en la época otomana. Mark Twain se guiaba por la ciudad observando a los perros. Escribió que sabía que estaba fuera de las calles principales cuando veía perros que “duermen plácidamente y jamás vigilan. No se moverían ni aunque pasase el sultán en persona”.

En semanas pasadas, la gente salió a la calle en Estambul, Esmirna y otras ciudades para protestar contra el proyecto de ley. Algunos llevaban enormes pancartas que decían: “No nos callamos, no tenemos miedo, no les entregaremos a nuestros amigos”. Pocas veces he visto a los turcos tan unidos contra un proyecto de ley. Los críticos prometieron seguir protestando contra la ley.

Yo solo espero que los perros callejeros de Turquía se queden: fuera de mi apartamento, a la entrada de mi cafetería favorita y en otros lugares de los barrios de Estambul donde se puede ver agua y comida puesta para ellos en cada esquina. Mientras estos animales deambulen libremente por las calles de Turquía, sobreviviendo a base de sobras y actos fortuitos de bondad, serán un silencioso reproche a un gobierno inmerso en sus pomposidades de élite y cada vez más desconectado de la realidad.

Kaya Genc es periodista y novelista, cuya obra más reciente es
The Lion and the Nightingale: A Journey Through Modern Turkey
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