Dejen en paz a la pobre princesa

Jeanna de Waal y Roe Hartrampf interpretan una escena del efímero musical de Broadway “Diana” en el Longacre Theater de Nueva York, el 1.° de noviembre de 2021. (Sara Krulwich/The New York Times).
Jeanna de Waal y Roe Hartrampf interpretan una escena del efímero musical de Broadway “Diana” en el Longacre Theater de Nueva York, el 1.° de noviembre de 2021. (Sara Krulwich/The New York Times).

Ahí está con su traje rosa, sus aretes de perlas y su melena plumífera.

Ahí está ella, con la mirada en alto, una tristeza desconocida y una simpatía perfecta.

Ahí está, esa vela en el viento que alguien sigue encendiendo.

Aunque murió en un accidente automovilístico en 1997, Diana, princesa de Gales, aparece hoy en todas partes, en obras de teatro, en televisión, en películas e incluso en musicales. Ella es entretenimiento en su estado más puro: la perfecta combinación de estrellato, tragedia e incuestionabilidad.

Lo que la convierte, como si de una novela de Dickens se tratara, en dominio público.

Solo en los dos últimos años, he pasado más tiempo con ella que en los 36 que vivió. La vi en una obra llamada “Casey and Diana”, producida por el Festival de Stratford en Ontario y ahora disponible en Stratfest@Home. Fue una presencia espectral fuera de Broadway en “Dodi & Diana”, un drama matrimonial que se apropió de la historia de ella para darle fuerza a la de ambos.

La película de 2021 “Spencer”, que volví a ver en Hulu durante el Año Nuevo, hizo más o menos lo mismo, al intentar exprimir de su cadáver el icor de glamur. En la televisión, “The Crown” centró la trepidante primera mitad de su última temporada en los prolegómenos del accidente, inventándose con singular alegría cosas de las que no había constancia. (Netflix lo justificó como una “dramatización de ficción”). ¿Y qué decir de “Diana, el musical”, que tuvo una breve temporada en Broadway en 2021 (ahora está en Netflix), excepto que también murió en un desastre?

Lector, lloré viendo todo eso (con el musical porque era muy malo). Por lo tanto, soy parte del problema de su explotación, porque busco más contenido de Diana cuando queda poco que decir. Con eso, establezco una especie de contrato con la cultura: a cambio de alimentar mis “sentimientos” hacia una celebridad, la cultura tiene mi permiso para hacerlo como le plazca.

Pero, ¿qué derecho tengo yo o cualquiera de nosotros a tener sentimientos por Diana en primer lugar? En el fondo, no la conocimos, como tampoco conocimos a personajes sacados de la biografía pop como Elvis Presley, Judy Garland, J. Robert Oppenheimer y Leonard Bernstein, todos ellos falsificados, trucados o “interpretados” en películas recientes. La historia no es el objetivo de tales iniciativas, es el impedimento.

Entonces, ¿cualquiera, o todos, son presa fácil?

Ese es el crítico que hay en mí quejándose. El “fanboy” opina lo contrario. Negar sus sentimientos por Diana es negar algo fundamental sobre por qué se hizo famosa. Incluso si su imagen fue fabricada —fue, durante un tiempo, el producto de la maquinaria del palacio—, refleja algo que podríamos decir que era verdadero en ella, y personalmente significativo. Como un hombre homosexual, soy en particular sensible a las representaciones de su trabajo en favor de los enfermos de sida. Si la muestras agarrando la mano de un moribundo... bueno, iba a decir “te lo perdono todo”, pero (aquí viene el crítico de nuevo) eso no es cierto.

Porque Diana está en una categoría diferente a la de Elvis y los demás, cuyas vidas y muertes precedieron a la princesa. Sus biografías ficticias me irritan, pero no mucho. Si quito las capas arqueológicas de la explotación de los famosos, cada vez me molesta menos. Películas depuradas (de las que a veces eliminaron lo homosexual o lo judío) sobre grandes del teatro musical, como Cole Porter y George Gershwin, una o dos generaciones más atrás, siguen siendo oportunidades desperdiciadas, pero son entretenidas. Sobre personalidades del siglo XIX, como Franz Liszt en el cine y Mark Twain en el teatro, por absurdas que sean sus representaciones, no siento ninguna indignación historiográfica.

¿Hay alguna distinción clara? ¿Hay un punto en el que podamos decir, claro, adelante, convierte a Liszt en una estrella del rock, pero deja en paz a Garland?

Con Diana sí la hay. Todavía está demasiado viva como para que se la someta a la pornografía del trauma y se la agreda con la excusa de reencarnarla.

Tres visitas a enfermos de sida

Lo cual no quiere decir que no pueda ser retratada. Admiro la manera en que se hace en “Casey and Diana”, de Nick Green. La obra se sitúa en 1991, cuando la princesa, durante una visita de Estado a Canadá, recorrió Casey House, un hospicio en Toronto, para pasar algún tiempo con los moribundos que allí se encontraban.

Eso es cierto. Pero como el drama del hospicio es inventado, Green convierte a Diana, durante la mayor parte de la obra, en una invención.

Ni siquiera es el personaje principal. Ese sería Thomas, uno de los pacientes, que se pasa la semana previa a la visita imaginando cómo será, si es que llega a vivir tanto. Entonces, hasta que Diana (Krystin Pellerin) aparece en escena, es solo como él espera que sea, y como esperamos nosotros también: chistosa, tímida, cálida, sin miedo.

Pero al menos “Casey and Diana” le resta importancia a la ironía VIH-SAR. Otros programas recientes la resaltan. En “The Crown”, Diana, de viaje en Estados Unidos en 1989, visita la unidad de sida de un hospital en Harlem, donde abraza a un niño de 7 años del que no se nos da ninguna información. El drama radica totalmente en la bondad de la princesa, y en lo que la serie promueve como su propia estigmatización y trayectoria hacia la muerte.

Otra visita a un hospital, esta vez en Londres en 1987, figura en “Diana, el musical”. Allí no solo estrecha las manos de los pacientes sin llevar guantes, sino que posa, así, para la prensa.

Aunque el gesto fue trascendental en su día, los autores del musical no se ponen a la altura del momento. En lugar de ello, obligan a uno de los pacientes, al principio inseguro de ser fotografiado, a cantar una canción que incluye letras tan vulgares como “Puede que esté enfermo, pero soy guapísimo”. Diana, interpretada como una intrigante o algo así por Jeanna de Waal, promete enviarle un estuche de delineador de ojos.

Si el musical es deliberadamente soez —en una escena, la princesa y su rival aparecen en un cuadrilátero de boxeo mientras un coro de admiradores de clase alta entona “la thrilla de Manila, pero con Diana y Camila”—, “The Crown” se fija metas más altas. Ciertamente, su asombroso diseño de producción sugiere su intención de ser un simulacro de un hecho vivo. Y Elizabeth Debicki, que interpreta a la princesa en sus últimos años, es la que más se parece a la Diana que he visto en los tabloides y la televisión: encogida de hombros, con un cuarto de sonrisa, la cabeza gacha y los ojos levantados, como una niña sabia.

Admito que me gusta la reencarnación. Tampoco me opongo categóricamente a los personajes combinados de la historia, a las coincidencias fabricadas y a las hipótesis presentadas como hechos. Algunos parecen ejemplos razonables de licencia dramática, basados en registros públicos aunque sea remotamente.

Pero como no hay ningún registro personal creíble, lo que se le hace decir a Diana en privado suena totalmente falso. Su diálogo es tan convincente como esos videos en los que dueños de gatos interpretan alegremente las emociones incognoscibles de la criatura menos comunicativa del mundo: ¡Mira cómo Puss-Puss se enamora de su nueva hermana caniche!

Dado que Diana en cierto sentido es la versión humana de esa criatura tan poco comunicativa, había que hacer algo para rellenar los espacios en blanco. La reticencia que la hace interesante también la vuelve incognoscible.

‘Una fábula de una tragedia real’

Por supuesto, todo el mundo en “The Crown” recibe ese tratamiento. La reina está tan convertida en una versión del monstruo de Frankenstein como Diana, o más, comportándose de modo contradictorio, incluso errático, para adaptarse a las necesidades de cada temporada y episodio.

Pero una Isabel inventada es menos censurable que una Diana inventada. Al afirmar su derecho a ficcionalizar a la realeza, los creadores de “The Crown” (y de “Spencer” y “Diana, el musical”) aluden a las prerrogativas del arte y el espectáculo, pero eluden las de la moralidad. Lo que esto ignora es la diferencia entre la explotación de una figura trágica como Diana y otra esencialmente triunfante como Isabel.

Al fin y al cabo, Isabel fue una reina longeva, lo que la convierte en un digno vehículo para indagar en la naturaleza y los usos del poder. Maestra en el tipo de intrigas palaciegas de las que Diana fue sobre todo víctima, también se presta para el drama, como podría habernos dicho William Shakespeare. El dramaturgo inglés, que representaba a la realeza de manera halagadora (Enrique V) o poco halagadora (Macbeth) para complacer a sus mecenas y apoyar a la monarquía, fue pionero en técnicas dramáticas que funcionan igual de bien para atacarla. En la actualidad, los miembros de la realeza suelen ser objeto de discusiones sobre la legitimidad, el costo y la crueldad, en un mundo en vías de democratización, de charlatanes disfrazados de Mountbattens.

“Spencer” no pierde el tiempo anunciando ese tema. Cuando Diana, interpretada por Kristen Stewart, llega a la finca de Sandringham de la reina Isabel para pasar tres días de Navidad en 1991, descubre inmediatamente que alguien le ha dejado un regalo. ¿O es una advertencia?

Hacemos un acercamiento sobre un libro polvoriento con tapas de cuero: “Ana Bolena: vida y muerte de una mártir”. Como lectura de vacaciones, la biografía de una reina decapitada por Enrique VIII es un poco obvia para la esposa desdeñada del príncipe Carlos. ¡Cuidado con el cuello, chica!

El regalo y el propio libro son ficticios. La película de 2021, dirigida por Pablo Larraín, también lo es, partiendo de la idea de que donde hay un mártir debe haber un monstruo. Isabel es una bruja gélida, Carlos un mojigato gruñón. Quizá para evitar acusaciones de difamación, los cineastas identifican su historia, en una leyenda preliminar, como “una fábula de una tragedia real”.

Ciertamente, hay que dejar en paz a los vivos. Por otra parte, la enseñanza judía de que la responsabilidad moral dura siete generaciones quizás es demasiado estricta. (Siéntanse libres de escribir sobre mi tatarabuelo Shmuel). Si las creaciones artísticas pierden la protección de los derechos de autor después de 95 años, ¿debería protegerse menos a las personas?

Redondeemos: 100 años. Un siglo desde la muerte de una persona debería ser tiempo suficiente para asegurarse de que nadie que esté vivo la haya amado o siquiera, en gran medida, a sus hijos.

Tal vez en 2097 el mundo sepa por fin lo suficiente, o haya olvidado lo suficiente, para justificar la exhumación de Diana para el arte y el comercio. Hasta entonces, dejémosla descansar. Si no fue una mártir en vida, sin duda lo es ahora.

c.2024 The New York Times Company