“Siempre nos dejan al último”, 9 días después de Otis llega la ayuda a comunidades cercanas a Acapulco

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Antes de que el helicóptero gris de la Marina de México toque tierra en una muy polvorosa cancha de futbol llanero, cientos de personas corren ansiosas por entre los cerros alzando los brazos al aire para llamar su atención.

“¡Aquí, aquí!”, gritan.

Desde hace varios días, a algo más de una semana de que el huracán Otis devastara el puerto de Acapulco, los habitantes de esta pequeña comunidad de unos 2 mil habitantes llamada San Isidro Gallinero salían a las montañas con la esperanza de que alguna autoridad, alguien, los viera.

En la comunidad, que vive -o vivía antes del huracán- de la milpa de maíz -completamente arrasada- y del cultivo del limón, y en donde predominan las casas de techo de lámina y pisos de tierra, no hay señal de telefonía ni mucho menos de internet. Y, a pesar de estar a tan solo unos 20 kilómetros de distancia de uno de los puertos turísticos más importantes de México, no tiene tampoco comunicación con Acapulco ni otra manera de pedir auxilio más que unos rudimentarios espejos con los que trataban de llamar la atención de las aeronaves que sobrevolaban la zona.

Y, por fin, a algo más de una semana del huracán, lo lograron: varios helicópteros de la Marina cargados con cajas de víveres donados por la ciudadanía y personal de la propia institución castrense aterrizaron al mediodía de la mañana de ayer en esta comunidad de difícil acceso por las vías cortadas.

“Siempre nos dejan a lo último”, lamenta huraño Jacinto, uno de los muchos vecinos que se aglomeran en la cancha de futbol de tierra desde las ocho de la mañana en espera de los víveres. El aire es denso, pesado por el calor y la aglomeración de tanta gente que busca con desespero la ayuda.

“¡Vayan a mi casa!, ¡El huracán lo voló todo!”, gritan varias señoras al unísono a los medios de comunicación, que, como los marinos, no se dan abasto para atender todas las voces que piden que se escuchen sus necesidades y demandas.

“No solo perdimos las láminas de los techos de nuestras casas. También perdimos las cosechas de maíz y las plantas de limón. Todo quedó destruido, y ahora necesitamos que no nos olviden. La comunidad está destruida”, lamenta el señor Severiano, de 67 años.

“Que nuestros gobernantes no nos vayan a dejar en el abandono”, advierten a gritos otros pobladores, visiblemente molestos porque la ayuda tardó muchos días en llegar a esta y otras comunidades aledañas del municipio de San Marcos. De hecho, son varios los testimonios que aseguran que ya estaban tomando agua de un arroyo de aguas chocolatosas que cruza el poblado, y que ya comenzaban a brotar las personas que decían tener diarrea y problemas estomacales; enfermedades comunes que, ante esta catástrofe que trajo Otis, se convierten en cosa seria si no hay una atención médica inmediata ni medicamentos, como es el caso ahora mismo.

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Helicópteros de la Marina comenzaron a llevar despensas a las personas damnificadas de San Isidro Gallinero.
Helicópteros de la Marina comenzaron a llevar despensas a las personas damnificadas de San Isidro Gallinero. Foto: Manu Ureste

“Hace como tres días llegó por tierra un primer camión de la Sedena, del Ejército, pero en el pueblo hay muchas personas y no alcanzó para casi nada. Hubo muchos que no alcanzaron una despensa”, dice doña Cirila, también de 67 años.

“El huracán barrió todo -agrega llevándose ambas manos al rostro agrietado-. Las milpas, las matas de limón, nuestras casas… Todo está ahora por los suelos. ¿De dónde vamos a agarrar ahora para vivir, para comer? Mírelo usted mismo, no queda nada”, dice paseando el brazo a su alrededor, donde un puñado de frágiles viviendas de adobe lucen desoladas sin techos, ventanas ni puertas.

Una de esas modestas viviendas de paredes de tierra y muros de troncos y maderas es la de la señora Sabina, una anciana de cara tostada por muchos años de sol y trabajo rudo en el campo. Apoyada junto a un viejo refrigerador inservible, y un par de armarios desconchados y mojados, la mujer enjuta explica con un hilo de voz que el huracán arrancó de cuajo el techo de lámina de su casa y la dejó durmiendo al raso todos estos días.

“Estoy durmiendo en el piso porque tengo los colchones puestos al sol, a ver si así se secan un poco”, comenta ajustándose la larga trenza de pelo grisáceo.

A lo lejos, un segundo helicóptero de la Marina se escucha sobrevolando el poblado. De nuevo, de las casitas salen cientos de chamacos corriendo alocados rumbo a la cancha que está en lo alto del cerrito.

“Todos venimos persiguiendo al helicóptero para que nos den algo de ayuda”, ríe con desgana doña Sabina. “Vimos que esta mañana aterrizó uno temprano y todos corrimos para el cerro. Estamos aquí desde las 8 de la mañana esperándolos bajo el sol”.

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Las personas de la comunidad hacen fila para recibir víveres.
Las personas de la comunidad hacen fila para recibir víveres. Foto: Manu Ureste

Además de las despensas y el agua, otros vecinos aseguran que ya emplearon buena parte de lo que tenían guardado de su pensión y compraron algunas láminas para tratar de ellos mismos instalar un techo provisional en sus viviendas con las que protegerse del corrosivo sol y también de las probables lluvias venideras. Otros piensan invertirlo en un refrigerador nuevo, indispensable en estas latitudes de calores tropicales; aunque, por ahora, no hay forma de ir a Acapulco a comprarlo porque, además, en la ciudad portuaria la situación continúa siendo muy compleja y los centros comerciales siguen cerrados. De hecho, a más de una semana del huracán, el dinero continúa sin ‘valer’ mucho, puesto que supermercados y tiendas departamentales permanecen destrozados, aunque ya hay otros establecimientos como las gasolineras que comienzan a restablecer el servicio normal.

La señora María Moreno también perdió parte del techo de lámina de su casa, una modesta vivienda donde tenía una huerta en la que cultivaba sus alimentos, que también fue arrasada por el vendaval. Al menos, sonríe cansada, le quedan un par de cerdos famélicos que yacen tirados sobre unos charcos de lodo ajenos a todo.

“Estamos buenos, vivos pues, y le damos gracias a Dios por eso”, alza ambos brazos menudos al cielo.

“Pero ahora lo que nos preocupa es qué vamos a comer mañana. Porque, cuando una está buena para trabajar, pues ya le busca como sea. Pero, ahora, con esta desgracia, y encima vieja y enferma, y sin nadie que te mande una ayudita, pues la cosa se pone mucho más difícil”, lamenta la señora, que tampoco ha podido restablecer la comunicación con sus dos hijos, que estaban trabajando en el puerto de Acapulco la noche en que llegó el huracán Otis y lo destrozó todo.

A las dos de la tarde, una larga cadena humana se forma junto a uno de los helicópteros grises de la Marina para terminar de descargar los víveres. En el pueblo creen que no alcanzará para todos, y eso les preocupa, especialmente a los más mayores, a los ancianos que llegaron hasta el campo de futbol con la ayuda de familiares que los trajeron subidos arriba de sillas de plástico. Pero, al menos es una primera ayuda. Las autoridades tardaron mucho en ver sus señales con los espejitos desde el cerro, pero ya no se sienten solos y a la deriva. O, al menos, no tan olvidados. Quizá por ello, pese a los reclamos iniciales, la población se junta y le brindan unos aplausos a los pilotos y marinos vestidos de azul que les llevaron los víveres.

Mañana nadie sabe qué comerá en esta comunidad de San Isidro Gallinero. Pero al menos hoy, muchas personas vuelven a sus casas con un mínimo alivio.