Estas fueron las decisiones que llevaron a la victoria de Trump, y a la derrota de Harris
El jefe de encuestas de Donald Trump, Tony Fabrizio, lo había visto casi todo en las tres contiendas en las que había trabajado para el polémico expresidente. Pero incluso él parecía estar preparándose para las malas noticias.
Trump acababa de debatir con la vicepresidenta Kamala Harris, cayendo en varias ocasiones en sus provocaciones, perdiendo el tiempo mientras hablaba sobre el tamaño de su público y difundiendo rumores infundados sobre inmigrantes que comen mascotas.
Fabrizio había predicho a sus colegas que la brutal cobertura mediática de la actuación de Trump en un debate visto por 67 millones de personas haría subir a Harris en las encuestas. Acertó sobre la cobertura mediática, pero se equivocó sobre el resto. Su primera encuesta posterior al debate le sorprendió: Harris solo había ganado en algunos atributos, como la simpatía. Pero Trump no había perdido terreno en la contienda.
“Nunca había visto nada igual”, dijo Fabrizio en una llamada con altos dirigentes de la campaña, según dos participantes.
Era otra prueba —como si hiciera falta una más— de la durabilidad de Trump a lo largo de casi una década en política y de su capacidad para desafiar las leyes normales de la gravedad.
Superó vulnerabilidades políticas aparentemente fatales —cuatro imputaciones penales, tres costosos juicios, condena por 34 delitos graves, interminables divagaciones imprudentes en sus discursos— y transformó algunas de ellas en claras ventajas.
Su victoria en 2024 se redujo a una apuesta esencial: que sus quejas podían fundirse con las del movimiento MAGA, con las del Partido Republicano, y con las de más de la mitad del país. La foto de su ficha policial se convirtió en una camiseta superventas. Su condena penal inspiró 100 millones de dólares en donaciones en un solo día. Sus imágenes sangrando tras un intento fallido de asesinato se convirtieron en el símbolo de lo que sus partidarios veían como una campaña del destino.
“Dios me perdonó la vida por una razón”, dijo en su discurso de victoria a primera hora del miércoles. Y añadió: “Juntos vamos a cumplir esa misión”.
A veces, Trump podía ser tan grosero y autocomplaciente en el estrado que sus colaboradores se preguntaban si estaba haciendo un experimento absurdo para comprobar cuánto comportamiento aberrante tolerarían los votantes.
Pero Trump aprovechó de manera exitosa la ira y la frustración que millones de estadounidenses sentían por algunas de las mismas instituciones y sistemas que pronto controlará al convertirse en el presidente número 47 del país. Los votantes descontentos con el rumbo del país lo convirtieron en un vehículo de su rabia.
“Las élites no se dan cuenta de lo alejadas que están del país”, dijo Newt Gingrich, expresidente de la Cámara de Representantes y asesor informal del líder republicano.
Pero no solo estaban en juego amplias fuerzas sociales. Su victoria se debió, en parte, a las decisiones estratégicas de una operación de campaña que fue la más estable hasta entonces y que se mantuvo unida durante casi cuatro años gracias a una veterana colaboradora, Susie Wiles, aunque el propio candidato actuara, durante gran parte de 2024, de manera tan errática como siempre.
El equipo de Trump planeó maneras de ahorrar dinero para un último bombardeo publicitario, abandonando el tradicional juego de base para atraer a sus votantes y confiando, en cambio, en un personal remunerado relativamente pequeño, reforzado por voluntarios y personas ajenas al partido, incluido Elon Musk, el hombre más rico del mundo. Trump presionó incansablemente para definir a Harris no solo como radicalmente liberal, sino como que estaba tontamente afuera de la corriente dominante. La inspiración, dijeron sus asesores, fue una memorable frase de la época de Nixon del estratega republicano Arthur Finkelstein: “Un delincuente” —o, en el caso de Trump, un convicto— “siempre le gana a un tonto”.
Los colaboradores de Trump apostaron por movilizar a los hombres, aunque los hombres votan menos que las mujeres, y les dio resultado. Y apostaron por intentar reducir los márgenes típicamente grandes de los demócratas entre los votantes negros y latinos, y también dio resultado.
Su unido equipo de campaña sorteó el hackeo de los correos electrónicos de un alto funcionario por parte de iraníes, las estrictas medidas de seguridad de las autoridades estadounidenses tras dos intentos de asesinato y una fase final que incluyó el uso de varios aviones, además del que llevaba el nombre de Trump, para mantener a salvo al expresidente.
Analizar cómo ganó Trump también es la historia de cómo perdió Harris.
Se vio lastrada por los bajos índices de aprobación del presidente Joe Biden y luchó por desmarcarse de él a los ojos de los votantes que anhelaban un cambio de rumbo. Solo dispuso de más de tres meses para volver a presentarse al país y vaciló hasta el final sobre cómo —y cuánto— hablar de Trump.
Primero, ella y su compañero de candidatura, Tim Walz, intentaron minimizarlo burlándose de él como alguien “raro” y “poco serio”, dejando de lado las graves advertencias de Biden de que Trump era una amenaza existencial para la democracia estadounidense. Luego se centró en un mensaje populista: Trump solo se preocupaba de sus amigos ricos, mientras que ella bajaría los precios de los comestibles y la vivienda para la gente común. Finalmente, hacia el cierre de la campaña, Harris volvió a pivotar: advirtió que Trump era un “fascista”, justo la amenaza existencial que había invocado Biden.
Del naufragio de su candidatura surgieron algunas acusaciones: que Harris se había centrado demasiado en atraer a los republicanos díscolos o que Biden la había puesto en una posición imposible de ganar. “Salimos de un agujero profundo, pero no lo suficiente”, escribió en la red social X David Plouffe, uno de los principales asesores de Harris.
Al final, Harris solo tuvo un debate con Trump para exponer sus argumentos. Él nunca aceptó la revancha y el equipo de Harris se preguntó si habían perdido la oportunidad de acorralarlo. Durante sus preparativos para el debate, habían hablado de retarlo en directo a un segundo debate —casi retándolo a que mostrara miedo—, pero Harris decidió no hacerlo.
Eso significaba que no había más momentos nacionales y que quedaban ocho semanas por delante, todo un reto para una candidata que se había pasado la primera mitad de la campaña evitando los escenarios sin guion. Trump se anotó un tanto con el sistema judicial cuando un juez aplazó su sentencia de septiembre hasta después de las elecciones; el expresidente le dijo a algunas personas, en privado, que pensaba que eso pondría a prueba lo que los votantes tolerarían.
No todas las decisiones de Trump fueron geniales porque ganara, ni todas las decisiones de Harris fueron malas porque perdiera. Pero en una campaña tan reñida, y en un país tan dividido, Trump y su equipo tomaron las suficientes decisiones correctas.
La fuerza de sus convicciones
Para casi cualquier otro político, la condena de Trump por 34 delitos relacionados con el pago de dinero a una estrella porno, a cambio de su silencio, habría sido el peor día de su candidatura. En cambio, le dio combustible financiero.
Los pequeños donantes vertieron 50 millones de dólares en sus arcas en 24 horas. Y su principal comité independiente de campaña fue informado por su banco de una transferencia de 50 millones de dólares al día siguiente de la condena, pero primero tuvo que confirmar quién la había enviado para asegurarse de que no era fraudulenta. El problema era que no lo sabían, porque una de las mayores contribuciones de la historia de Estados Unidos se había enviado sin previo aviso. Finalmente, determinaron la cantidad y su origen: el multimillonario recluso Timothy Mellon.
La jornada de 100 millones de dólares ayudó a reducir el abismo financiero al que se enfrentaba Trump.
Para financiar una última andanada de anuncios televisivos, su equipo había estirado los límites legales para desviar decenas de millones de dólares en gastos de la campaña hacia el Partido Republicano y otros grupos. Y lo que es más significativo, cuando se convirtió en el presunto candidato, abandonaron la tradicional operación de campaña, financiada por el partido, y la subcontrataron en su lugar a comités de acción política no probados.
James Blair, director político de la campaña, y Chris LaCivita, uno de los codirectores de campaña de Trump, hicieron un análisis de la contabilidad del partido a partir de 2020 que reveló que la operación de campo había costado más de 130 millones de dólares. Eso suponía al menos 100 dólares por cada conversación con un votante.
“Dijimos que no podíamos hacerlo”, recordó Blair. “Sencillamente, no podemos gastar tanto dinero”.
Sin embargo, una sorprendente resolución de la Comisión Electoral Federal había permitido por primera vez a los candidatos coordinarse con comités de acción política financiados por multimillonarios, y la campaña de Trump no tardó en hacerlo, aunque Blair fue ampliamente cuestionado por veteranos funcionarios operativos de ambos partidos. Nadie sabía lo bien que les iría a esos grupos externos y a sus operativos mercenarios a la hora de persuadir y motivar a la gente para que votara.
La campaña de Harris había pasado meses contratando a 2500 trabajadores y abriendo 358 oficinas en los estados más disputados, unos enormes costos fijos que la campaña de Trump no tenía que asumir. El fin de semana pasado, unos 90.000 voluntarios demócratas tocaron más de tres millones de puertas, a un ritmo que llegó a alcanzar las 1000 puertas por minuto en Pensilvania en un momento dado.
Las encuestas mostraban que la contienda era una de las más reñidas de la historia moderna, y el equipo de Harris creía que su superior infraestructura y su ejército de creyentes marcarían la diferencia. Pero las encuestas internas de Fabrizio contaban una historia diferente y, al final, más precisa, en la que Trump mantenía una ventaja constante.
El juego en el campo solo importa en una contienda muy reñida. Al final, Harris no estaba tan cerca.
La brecha de género
Durante mucho tiempo, Trump había estado nervioso por el tema del aborto.
Culpó a las consecuencias de la decisión de Dobbs, que anuló Roe contra Wade, de los malos resultados del Partido Republicano en las elecciones legislativas de 2022. Consideraba que la cuestión era tan delicada políticamente que podía hundir su campaña.
Y así, el primer martes de abril, se sentó en el avión que sus ayudantes llaman Trump Force One, con una gruesa pila de papeles sobre la mesa. Encima había un documento que habían preparado sus asesores políticos, en el que se exponía un argumento sencillo y convincente contra su declaración a favor de la prohibición nacional del aborto.
El título decía en mayúsculas: “Cómo una política nacional sobre el aborto le costará a Trump las elecciones”.
Una prohibición de 15 o 16 semanas —que Trump estaba analizando seriamente— sería más restrictiva que la legislación vigente en Pensilvania, Míchigan y Wisconsin, los tres estados del “muro azul” que eran cruciales para la victoria en noviembre. Los medios de comunicación, le dijeron sus asesores, presentarían implacablemente su postura como un retroceso en los derechos de las mujeres, quienes ya se estaban rebelando contra el Partido Republicano en relación con el aborto.
En el vuelo a Grand Rapids, Trump empezó a dictar el guion de un video que saldría al aire la semana siguiente: dejaría el tema del aborto en manos de los estados y no diría cuántas semanas consideraba apropiadas, lo que decepcionaría a algunos conservadores sociales, pero dificultaría que los demócratas pudiera utilizar ese tema en su contra.
El planteamiento de Trump sobre el género no podía ser más diferente del de Harris.
Los datos de su equipo mostraban claramente que el mayor rendimiento de la inversión correspondería a un grupo que no solía votar: los hombres más jóvenes, incluidos los hispanos y los negros, quienes tenían problemas con la inflación, estaban molestos por la ideología de izquierdas y eran pesimistas sobre el país.
La campaña de Trump dedicó sus limitados recursos, incluido el tiempo del candidato, a comunicarse con estos hombres jóvenes, adoptando una imagen hipermasculina. Su primera parada de campaña tras su condena penal fue un evento del Ultimate Fighting Championship. Entró en la Convención Nacional Republicana una noche al son de “It’s a Man’s Man’s Man’s World” de James Brown. Dedicó relativamente poco tiempo a hacer entrevistas en los medios de comunicación convencionales y, en su lugar, grabó una serie de entrevistas en pódcast con comediantes masculinos y otras personalidades que se dirigían al tipo de público que, según los datos de Fabrizio, era más receptivo al mensaje de Trump.
Incluyeron un pódcast de tres horas con Joe Rogan que acumuló más de 45 millones de visitas en YouTube y consiguió el apoyo de Rogan en la víspera de las elecciones. Colaboradores y aliados como Musk hicieron llamados explícitos a los hombres para que votaran por Trump en las últimas horas de la contienda.
El equipo de Harris se esforzó igualmente por movilizar a las mujeres en las primeras elecciones nacionales desde la caída de Roe contra Wade, mostrando las historias de mujeres que sufrieron emergencias médicas catastróficas en estados donde los republicanos habían promulgado prohibiciones estrictas del aborto. Michelle Obama abogó apasionadamente por votar a favor de los intereses de las mujeres. Y se hicieron esfuerzos para animar a las esposas a ignorar a sus maridos, dejando notas adhesivas en los baños de mujeres recordándoles que su voto era secreto. La actriz Julia Roberts grabó un anuncio en el que decía que las urnas eran uno de los últimos lugares donde las mujeres aún tenían libertad para elegir.
Trump se indignó. “¿Te imaginas que una esposa no le diga a su marido por quién va a votar? ¿Has oído alguna vez algo parecido?”, dijo en Fox News.
Pero Trump se negó a recurrir a Nikki Haley, segunda en las primarias republicanas, como emisaria entre las votantes femeninas. No creía necesitarla, y personas cercanas a él dijeron que seguía sin gustarle en absoluto. “Tienes la cuestión del aborto”, dijo en Fox and Friends. “Sin el aborto, las mujeres me quieren”.
La apuesta de Trump por los anuncios antitrans
Aproximadamente una semana después del debate de septiembre, Trump empezó a gastar mucho en un anuncio televisivo que machacaba a Harris por su postura en un tema aparentemente aislado: el uso de fondos de los contribuyentes para financiar operaciones quirúrgicas a reclusos transgénero. “Todos los reclusos transgénero del sistema penitenciario tendrían acceso”, dijo Harris en un fragmento de 2019 utilizado en el anuncio.
Era una gran apuesta: Trump iba liderando en los dos temas más destacados de la contienda —la economía y la inmigración— y, sin embargo, ahí estaba, cambiando de tema.
Pero el anuncio, con su vívido eslogan —“Kamala es para ellos/elles. El presidente Trump es para ti”— se abrió paso en las pruebas del equipo republicano hasta un punto que dejó atónitos a algunos de sus colaboradores.
Así que invirtieron aún más dinero en los anuncios, emitiéndolos durante los partidos de fútbol americano, lo que provocó que Charlamagne Tha God, presentador del Breakfast Club, un programa popular entre los oyentes negros, expresara su exasperación, y sus quejas en antena dieron al equipo de Trump material para otro anuncio más. El anuncio de Charlamagne fue una de las propagandas de 30 segundos más eficaces del equipo de Trump, según un análisis de Future Forward, el principal comité de acción política de Harris. Cambió la contienda 2,7 puntos porcentuales a favor de Trump después de que los espectadores lo vieran.
Los anuncios antitransgénero iban al núcleo del argumento de Trump: que Harris era “peligrosamente liberal”, exactamente la vulnerabilidad que más le preocupaba a su equipo. Los anuncios fueron eficaces entre los hombres negros y latinos, según el equipo de Trump, pero también entre las mujeres blancas moderadas de los suburbios, a quienes podría preocuparles que hubiera deportistas transgénero en los deportes femeninos.
Eran las mismas mujeres suburbanas que Harris intentaba movilizar con anuncios sobre el aborto.
A los demócratas les costó responder. En un momento dado, el expresidente Bill Clinton dijo a un colaborador: “Tenemos que responder y decir que no lo haremos”. Incluso planteó la cuestión en una conversación con la campaña y le dijeron que los anuncios de Trump no tenían por qué tener impacto, según dos personas familiarizadas con sus conversaciones. Nunca abordó el tema de manera pública.
El equipo de Harris debatió internamente cómo responder. Los anuncios que el equipo de Harris elaboró como respuesta directa a los anuncios “ellos/elles” no obtuvieron buenos resultados en las pruebas internas. Los anuncios nunca se publicaron.
Para el equipo de Trump, los ataques transgénero —junto con otros anuncios que mostraban a Harris riendo o bailando con una blusa de colores y pantalones rosas— encajaban en un objetivo más amplio: hacer que ella pareciera un peso ligero.
Trump ya se presentaba como un delincuente. A ojos de su equipo, los anuncios transgénero hacían que Harris pareciera poco seria, tonta y fuera de la corriente política dominante.
El cambio y Obama
A principios de octubre, el equipo de Trump llevaba semanas intentando desbaratar los esfuerzos de Harris por presentarse como la candidata del cambio.
En agosto, los sondeos internos del equipo de Trump mostraron que Harris había logrado presentarse como agente del cambio. Se había decidido por el eslogan “Una nueva forma de avanzar” y estaba presionando con un argumento generacional contra Trump, quien aspiraba a convertirse en el hombre de mayor edad elegido para la presidencia.
Fue uno de los hallazgos más preocupantes para el equipo de Trump en las primeras semanas de su candidatura.
Entonces salió en The View.
En lo que, por lo demás, fue una aparición anodina en un programa de entrevistas, le preguntaron a Harris si habría hecho algo distinto a lo que hizo Biden. Hizo una pausa y dijo: “No se me ocurre nada”.
En sus mensajes de grupo, los asesores de Trump se alegraron. Estaban asombrados de que Harris no tuviera una respuesta preparada para una pregunta tan previsible y estratégicamente importante.
Blair, el director político de la campaña, le dijo al equipo que tenían que conseguir que el video fuera visto por el mayor número posible de votantes.
Esa misma tarde, hasta 10 millones de votantes recibieron en sus celulares mensajes de texto con el video. Los anuncios de televisión lo difundieron a decenas de millones más en las semanas siguientes.
La forma en que Harris habló de Biden fue claramente un problema para ella. Pero también lo fue cómo habló de Trump.
En la sede de la campaña de Harris en Wilmington, Delaware, que nunca se redecoró del todo tras el intercambio de candidatos, dejando las salas de conferencias cubiertas con imágenes de las características gafas de sol de Biden, los funcionarios siguieron debatiendo cómo debía atacar la vicepresidenta al expresidente a medida que avanzaba la breve campaña. Un grupo más amplio de estrategas celebró tres reuniones sobre el tema en septiembre y octubre.
Los índices de aprobación de Trump eran cada vez más halagüeños, a pesar de las primeras predicciones de que los votantes se resentirían con él cuanto más lo vieran.
Los encuestadores de la campaña de Harris parecían presionar a favor de una etiqueta — “peligroso”— que se hiciera eco de cómo Trump intentaba encasillar ideológicamente a Harris. Pero la idea chocó con la oposición, incluida la de Jen O’Malley Dillon, presidenta de la campaña. En 2016, Hillary Clinton había intentado calificar a Trump como “Donald el Peligroso”, pero la táctica había fracasado entonces.
Semanas de deliberaciones dejaron a algunos participantes del equipo de Harris frustrados y agotados por la incapacidad de llegar a una decisión. Al final, los responsables de la campaña acordaron centrarse en tres términos que, según ellos, describían al candidato republicano: desquiciado, inestable, sin control.
Pronto aparecieron anuncios con ese eslogan. Pero los aliados demócratas empezaron inmediatamente a cuestionar que se centrara la atención en el carácter de Trump. Esas dudas aumentaron después de que Harris llamara la atención sobre un informe según el cual el exjefe de gabinete de Trump en la Casa Blanca había dicho que se ajustaba a la definición de fascista.
Los republicanos argumentaron que llamar fascista a Trump —como Harris no tardó en hacer— no persuadiría a nadie.
“Lo siento, lo hemos tenido como presidente durante cuatro años; sabemos que no es un nazi”, dijo la representante por Georgia Marjorie Taylor Greene, una cercana aliada de Trump. “Sabemos que no es un fascista”.
Días después, Harris viajó a la zona de Atlanta para su primer mitin con el expresidente Barack Obama.
Su campaña ya había anunciado el lugar de su discurso de clausura —la Elipse, donde el 6 de enero de 2021 Trump había alborotado a la multitud que invadió el Capitolio— y dejaba entrever sus intenciones.
Obama tenía otras ideas.
En una charla de unos 10 minutos en una caravana situada en el campus de una escuela secundaria, instó a Harris a infundir en su argumento final más de su biografía, a contar la historia de quien era para transmitir el tipo de presidenta que sería, según tres personas informadas de la conversación.
Obama también habló con el redactor de discursos de Harris, Adam Frankel, quien había trabajado para él. Al final, la parte del discurso centrada en Trump se redujo, dijeron dos de esas personas.
El último domingo por la noche de la campaña, en un mitin en East Lansing, Míchigan, Harris no mencionó a Trump ni una sola vez. Era la primera vez que omitía su nombre en un discurso de un mitin de campaña.
Las turbulencias de Trump
Trump estaba, como siempre, demostrando quién mandaba realmente.
Sentado a bordo de su avión a finales de verano, garabateó ejemplares firmados de su libro para dos de sus asesores: Wiles, la mujer que había dirigido su campaña para 2024 desde el primer día, y Corey Lewandowski, quien acababa de reincorporarse a la contienda tras haber dirigido la campaña de Trump en 2016 y haber sido despedido de ese cargo.
Trump entregó ejemplares del libro a cada uno y, en un gesto característicamente exagerado, preguntó quién había recibido el primer libro y quién el segundo. Fue Wiles, y luego Lewandowski.
“Ése es el orden”, dijo Trump. “Uno, dos”.
Ese breve momento entre bastidores —estableciendo el orden jerárquico de que Wiles estaba al mando como su número 1— captó las tensiones que habían estado agitando la operación de Trump.
Antes, Trump había escuchado a aliados externos que le sugerían que necesitaba un cambio y había dicho a algunos colaboradores que temía que lo estuvieran robando. Lewandowski había llegado a bordo en agosto e inmediatamente se embarcó en una “auditoría forense” de los libros. Dijo a algunas personas que sería el presidente de la campaña y empezó a reunir un equipo de leales (Lewandowski dijo que nunca oyó el comentario sobre el orden de Trump y negó haber dicho que tendría ese título).
El equipo principal —y, en última instancia, Trump— cerró filas en torno a Wiles, pero Lewandowski había desestabilizado la operación Trump en uno de sus momentos más vulnerables. El equipo original se mantendría al mando durante un final de infarto.
En un acto especialmente desestabilizador, en Lititz, Pensilvania, el último domingo, Trump dijo que nunca debería haber abandonado la Casa Blanca, y reflexionó con aprobación sobre la posibilidad de que dispararan a los periodistas.
Numerosos asesores, entre ellos Jason Miller y Wiles, fueron tajantes ese día, diciendo que Trump se había creado un problema, según dos personas informadas de las conversaciones. Sean Hannity, presentador de Fox News y viejo amigo de Trump, lo llamó y le describió cómo se estaba recibiendo el discurso.
Hace tiempo que a Trump le molestan los esfuerzos de sus asesores por contenerlo. Al día siguiente, en un mitin, hizo ademán de detenerse tras llamar “hermosa” a una joven, y pidió en voz alta que no constara en acta. “Así que se me permite hacerlo, ¿verdad, Susan Wiles?”, preguntó, en un raro uso de su nombre de pila.
La capacidad de Trump para resistirse a que lo manejaran mantuvo en vilo a sus colaboradores hasta el final.
Solo en los últimos 10 días, Trump prometió ser el protector de las mujeres “les guste o no”. Se autodenominó “padre de la fecundación”. Hizo un chiste sobre Liz Cheney enfrentándose a la batalla y con nueve rifles “apuntándole a la cara”. Su campaña puso sobre el escenario del Madison Square Garden a un comediante racista. Y desvió su avión de campaña de los siete principales campos de batalla donde había difundido casi todos sus anuncios para hacer paradas en Nuevo México, Virginia y Nueva York, simplemente porque quiso.
Algunas de las medidas finales del equipo de Harris sugerían que sus travesuras tardías y salvajes se estaban abriendo paso y que creían que los votantes los estaban sopesando en contra del expresidente. Los resultados electorales mostraron lo contrario.
Shane Goldmacher
es un corresponsal de política nacional y cubre la campaña de 2024 y los principales sucesos, tendencias y fuerzas que moldean la política estadounidense. Se le puede contactar en shane.goldmacher@nytimes.com. Más de Shane Goldmacher
Maggie Haberman
es corresponsal política sénior e informa sobre la campaña presidencial de 2024, las contiendas electorales en todo Estados Unidos y las investigaciones sobre el expresidente Donald Trump. Más de Maggie Haberman
Jonathan Swan
es periodista de política que cubre las elecciones presidenciales de 2024 y la campaña de Donald Trump. Más de Jonathan Swan
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