Opinión: Lo que los votantes de Estados Unidos le están diciendo a las élites

(Damon Winter/The New York Times)
(Damon Winter/The New York Times)


Hemos entrado en una nueva era política. Durante los últimos 40 años, más o menos, hemos vivido en la era de la información. Quienes pertenecemos a la clase educada decidimos, con cierta justificación, que la economía posindustrial sería construida por gente como nosotros, así que adaptamos las políticas sociales para satisfacer nuestras necesidades.

Nuestra política educativa impulsó a muchos hacia el camino que nosotros seguíamos: universidades de cuatro años para que estuvieran calificados para los “trabajos del futuro”. Mientras tanto, la formación profesional languidecía. Adoptamos una política de libre comercio que llevó empleos industriales a países de bajo costo para que pudiéramos concentrar nuestras energías en empresas de la economía del conocimiento dirigidas por personas con títulos universitarios avanzados. El sector financiero y de consultoría creció como la espuma, mientras que el empleo manufacturero se marchitaba.

Se consideró que la geografía no era importante: si el capital y la mano de obra altamente calificada querían concentrarse en Austin, San Francisco y Washington, en realidad no importaba lo que ocurriera con todas las demás comunidades que quedaron olvidadas. Las políticas migratorias facilitaron que personas con un alto nivel educativo tuviesen acceso a mano de obra con salarios bajos, mientras que los trabajadores menos calificados se enfrentaban a una nueva competencia. Viramos hacia tecnologías verdes favorecidas por quienes trabajan en píxeles, y desfavorecimos a quienes trabajan en la industria manufacturera y el transporte, cuyo sustento depende de los combustibles fósiles.

Ese gran sonido de piezas en movimiento que has oído era la redistribución del respeto. Quienes ascendían en la escala académica eran aclamados, mientras que quienes no lo hacían se volvían invisibles. La situación era especialmente difícil para los hombres jóvenes. En la secundaria, dos tercios de los alumnos del 10 por ciento superior en las clases son chicas, mientras que aproximadamente dos tercios de los alumnos del decil inferior son chicos. Las escuelas no están preparadas para el éxito masculino; eso tiene consecuencias personales de por vida, y ahora también a nivel nacional.

La sociedad funcionó como un vasto sistema de segregación, elevando a quienes estaban mejor dotados académicamente por encima de todos los demás. En poco tiempo, la brecha de los diplomas se convirtió en el abismo más importante de la vida estadounidense. Los graduados de secundaria mueren nueve años antes que las personas con estudios universitarios. Mueren seis veces más por sobredosis de opiáceos. Se casan menos, se divorcian más y tienen más probabilidades de tener un hijo fuera del matrimonio. Tienen más probabilidades de tener obesidad. Según un estudio reciente del American Enterprise Institute, el 24 por ciento de quienes han terminado como mucho la preparatoria no tienen amigos cercanos. Tienen menos probabilidades que los graduados universitarios de visitar espacios públicos o unirse a grupos comunitarios y ligas deportivas. No hablan en la jerga adecuada de justicia social ni mantienen el tipo de creencias sofisticadasi que son marcadores de virtud pública.

Los abismos provocaron una pérdida de fe, una pérdida de confianza, una sensación de traición. Nueve días antes de las elecciones, visité una iglesia nacionalista cristiana en Tennessee. El servicio estaba iluminado por una fe genuina, es cierto, pero también por una atmósfera corrosiva de amargura, agresión, traición. Mientras el pastor hablaba de los Judas que buscan destruirnos, me vino a la cabeza la frase “mundo sombrío”, una imagen de un pueblo que se percibe a sí mismo viviendo bajo una amenaza constante y en una cultura de extrema desconfianza. A estas personas, y a muchos otros estadounidenses, no les interesaba la política de la alegría que ofrecían Kamala Harris y los demás licenciados en derecho.

El Partido Demócrata tiene un trabajo: combatir la desigualdad. Aquí había un gran abismo de desigualdad delante de sus narices y, de alguna manera, muchos demócratas no lo vieron. Muchos en la izquierda se centraron en la desigualdad racial, la desigualdad de género y la desigualdad de la comunidad LGBTQ. Supongo que es difícil centrarse en la desigualdad de clase cuando has ido a una universidad con una dotación multimillonaria y haces seminarios de imagen medioambiental y de diversidad para una gran corporación. Donald Trump es un narcisista monstruoso, pero hay algo singular en una clase educada que se mira en el espejo de la sociedad y solo se ve a sí misma.

Mientras la izquierda viró hacia el arte de la performance identitaria, Donald Trump se metió de lleno en la guerra de clases. Su resentimiento contra las élites de Manhattan, nacido en Queens, encajó de manera mágica con la animosidad de clase que sienten los habitantes de las zonas rurales de todo el país. Su mensaje era sencillo: esta gente los ha traicionado y, además, son cretinos.

En 2024, creó lo mismo que el Partido Demócrata intentó construir una vez: una mayoría multirracial de clase trabajadora. Su apoyo aumentó entre los trabajadores negros e hispanos. Registró ganancias asombrosas en lugares como Nueva Jersey, el Bronx, Chicago, Dallas y Houston. Según los sondeos de salida de NBC, ganó a un tercio de los votantes de color. Es el primer republicano que consigue la mayoría del voto popular en 20 años.

Obviamente, los demócratas tienen que hacer un replanteamiento importante. El gobierno de Joe Biden intentó cortejar a la clase trabajadora con subvenciones y estímulos, pero no hay solución económica a lo que es principalmente una crisis de respeto.

Es seguro que habrá gente de izquierda que diga que Trump ganó por el racismo, el sexismo y el autoritarismo inherentes al pueblo estadounidense. Por lo visto, a esa gente le encanta perder y quiere hacerlo una y otra y otra vez.

El resto de nosotros tenemos que mirar este resultado con humildad. Los votantes estadounidenses no siempre son sabios, pero en general son sensatos, y tienen algo que enseñarnos. Mi primer pensamiento es que tengo que reexaminar mis propios prejuicios. Soy moderado. Me gusta cuando los candidatos demócratas van al centro. Pero tengo que confesar que Harris lo hizo con bastante eficacia y no funcionó. Quizá los demócratas tengan que adoptar una disrupción al estilo de Bernie Sanders, algo que haga que la gente como yo se sienta incómoda.

¿Puede hacerlo el Partido Demócrata? ¿Puede hacerlo el partido de las universidades, los suburbios acomodados y los centros urbanos hipsters? Bueno, Donald Trump secuestró un partido corporativo, que difícilmente parecía un vehículo para la revuelta proletaria, e hizo exactamente eso. Quienes tratamos con condescendencia a Trump deberíamos sentirnos humildes: hizo algo que ninguno de nosotros podría hacer.

Pero estamos entrando en un periodo de aguas salvajes. Trump es un sembrador del caos, no del fascismo. En los próximos años, una plaga de desorden descenderá sobre Estados Unidos, y quizá sobre el mundo, sacudiéndolo todo. Si odias la polarización, espera a que experimentemos el desorden global. Pero en el caos hay oportunidad para una nueva sociedad y una nueva respuesta al asalto político, económico y psicológico trumpiano. Estos son los tiempos que ponen a prueba el alma de las personas, y veremos de qué estamos hechos.

David Brooks es columnista de Opinión del Times y escribe sobre tendencias políticas, sociales y culturales. @nytdavidbrooks

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