A esta mexicana le decían que sus obras eran demasiado exóticas, pero ahora es una estrella de la música clásica

Gabriela Ortiz en su casa en Coyoacán, Ciudad de México, el 28 de julio de 2024. (Jackie Russo/The New York Times)
Gabriela Ortiz en su casa en Coyoacán, Ciudad de México, el 28 de julio de 2024. (Jackie Russo/The New York Times)

CIUDAD DE MÉXICO — En una bulliciosa plaza pública de Ciudad de México durante un día de verano, mientras los colibríes se daban un festín de madreselva y los vendedores de velas pregonaban remedios para corazones rotos y mentes ansiosas, la compositora Gabriela Ortiz se paró a la sombra de la iglesia de San Juan Bautista y cerró los ojos.

A su alrededor, en la Plaza Hidalgo del barrio de Coyoacán, había cacofonía. En una esquina, un hombre con boina tocaba un organillo. En otra, dos jóvenes interpretaban una canción de son huasteco, con sus voces de falsete que se elevaban por encima de la charla de la hora de la comida. Cerca de una banca del parque, una mujer con una larga melena rubia y una máquina de karaoke cantaba “Yesterday Once More” de los Carpenters: Every sha-la-la-la.

Ortiz, que creció en Ciudad de México tocando Haydn al piano y música folclórica latinoamericana con el charango, un instrumento parecido a la mandolina, abrió los ojos y sonrió. Después de ofrecer unos pesos al organillero, se dirigió a una calle empedrada en busca de un capuchino.

“No hay lugar tranquilo en Ciudad de México”, afirmó. “Todo el mundo tiene algo que decir. Y la música es la forma de decirlo”.

Ortiz, de 59 años, que será compositora residente del Carnegie Hall esta temporada, se ha pasado la vida canalizando los sonidos y sensibilidades de América Latina en la música clásica. Durante la mayor parte de los últimos 40 años, ha sido una búsqueda solitaria. Los profesores decían que sus obras eran demasiado exóticas. Sus sonoridades desbordantes irritaban a los críticos. Las orquestas más importantes la rechazaban a la hora de hacerle encargos.

Sin embargo, ahora, tras una serie de grandes éxitos, Ortiz está prosperando.

Gabriela Ortiz en su casa en Coyoacán, Ciudad de México, el 28 de julio de 2024. (Jackie Russo/The New York Times)
Gabriela Ortiz en su casa en Coyoacán, Ciudad de México, el 28 de julio de 2024. (Jackie Russo/The New York Times)

Importantes ensambles musicales de Berlín, Londres, Los Ángeles y Nueva York interpretan su música. Ha ganado muchísimos premios y una prestigiosa editorial la representa. Ha producido obras de sorprendente variedad, como un ballet sobre la violencia contra las mujeres en México; una pieza coral inspirada en la historia de un líder revolucionario africano; una obra en honor del compositor Robert Schumann y su esposa, Clara Schumann; y una oda al “mundo sonoro” de los arrecifes de coral.

A medida que ha ido adquiriendo notoriedad, Ortiz se ha convertido en una voz destacada a favor del cambio en la música clásica, argumentando que este campo se ha centrado durante demasiado tiempo en los maestros europeos.

“¿Por qué siempre es Europa la que dicta el futuro de la música?”, preguntó. “Tenemos compositores increíbles en Brasil, Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Costa Rica y México. Pero nadie lo sabe”.

Ella ha encontrado un socio entusiasta en el director de orquesta venezolano superestrella Gustavo Dudamel, quien ayudó a reavivar su carrera cuando dirigió el estreno de “Téenek - Invenciones de Territorio” en 2017 con la Filarmónica de Los Ángeles.

Dudamel, que ha estrenado siete obras de Ortiz, la calificó de “genio natural”, comparándola con gigantes como los compositores mexicanos Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Dudamel ha llevado su música a salas de concierto de todo el mundo y recientemente grabó su partitura para ballet, “Revolución diamantina”, llamada así por la purpurina que en 2019 lanzaron manifestantes a la policía como denuncia contra la violencia que sufren las mujeres en México.

El año pasado se produjo un hito en Alemania, cuando Dudamel interpretó “Téenek” con la Filarmónica de Berlín. Era la primera vez que el conjunto tocaba una obra de una mujer latinoamericana en sus 141 años de historia; Dudamel comparó la atmósfera que se respiraba con un concierto de rock.

“La gente gritaba”, aseguró. “Gabriela tiene el poder de crear esos colores, esos mundos, esas emociones”.

Ahora Ortiz entra en un capítulo crucial de su carrera. En Carnegie presentará una serie de obras nuevas, entre ellas un concierto para la violonchelista Alisa Weilerstein, una pieza coral para el conjunto vocal Roomful of Teeth y una obra de cámara para el Cuarteto Attacca.

Ortiz, que hace tan solo unos años imprimía y enviaba partituras a sus clientes, olvidándose a veces de sus peticiones, dijo que aún se estaba acostumbrando al aumento de la demanda de su música. Pero dijo que estaba preparada para este momento.

“Ya no escribo música porque tenga que hacerlo”, afirmó. “Escribo porque quiero”.

ORTIZ, NACIDA EN UNA FAMILIA cosmopolita de clase media en Ciudad de México, creció leyendo cuentos y bailando flamenco. Su padre era arquitecto y su madre psicoanalista. Pero sus padres tenían otra faceta: eran músicos entregados que tocaban en Los Folkloristas, un grupo folclórico mexicano popular en las décadas de 1960 y 1970.

En su casa, Beethoven y Mozart se mezclaban con el mariachi. Ortiz estudió a Bach y Schumann al piano, pero también tocaba el bombo, el charango y la guitarra.

Desde muy joven, Ortiz tuvo claras sus ambiciones musicales. En sexto grado, cuando un profesor pidió a los alumnos que compusieran juntos un tema, Ortiz tomó las riendas, asignando a sus compañeros instrumentos como el xilófono y las maracas, y diciéndoles lo que tenían que tocar.

“Descubrí que solo tocando y experimentando, podíamos crear una canción”, comentó.

Cuando la popularidad de Los Folkloristas se disparó, Ortiz se unió a sus padres en giras por México y Europa. Por su casa pasó un desfile de famosos artistas latinoamericanos, entre ellos el cantante chileno Víctor Jara, un activista que más tarde fue asesinado por hombres bajo el mando del general Augusto Pinochet. Jara, asesinado cuando Ortiz tenía 8 años, se convirtió en un modelo a seguir para ella. Su foto cuelga en su estudio y aún conserva una funda de guitarra que él le regaló.

De adolescente, Ortiz se convirtió en una pianista devota, que pasaba noches y fines de semana practicando. Su padre, aspirante a compositor, la animó a estudiar. Se enamoró de los ritmos frenéticos de “La consagración de la primavera” de Stravinsky y del swing campechano de las piezas para piano “Mikrokosmos” de Bartok. Estaba tan concentrada que un novio la llamó “piano parlante” y su madre le suplicó que eligiera otra carrera.

Pero Ortiz persistió y, con la ayuda del famoso compositor mexicano Arturo Márquez, que la había oído tocar una de sus piezas en una fiesta cuando tenía 17 años, se fue a París a estudiar música. Al cabo de un año regresó a su país para donar un riñón a su madre, que había enfermado. Se quedó en Ciudad de México, donde se matriculó en la Universidad Nacional Autónoma de México y estudió con Mario Lavista, uno de los compositores más importantes del país.

Lavista, que se convirtió en su mentor, animó a Ortiz a profundizar en el estudio de los clásicos (”Para romper con las tradiciones, tienes que conocerlas”, le advirtió). Pero cuando Ortiz empezó a componer, se topó con un obstáculo: la escuela carecía de una orquesta sinfónica. Frustrada por no poder escuchar su primera pieza orquestal, “Patios”, se presentó en las oficinas de la Orquesta Filarmónica de Ciudad de México. Con partitura en mano, le dijo al director musical que ella necesitaba escucharla para aprender. Y funcionó: meses después, el conjunto interpretó “Patios”.

EN 2001, ORTIZ RECIBIÓ una codiciada invitación: La Filarmónica de Los Ángeles quería que escribiera un concierto para percusión.

Ortiz nunca había trabajado con un conjunto de tanto renombre; la colaboración podía ser decisiva. Pero llegó en un momento turbulento de su vida. Se estaba divorciando y cuidaba de su hija Elena, que tenía cuatro años en aquel momento.

“Mi vida se desmoronaba, y entonces recibí ese encargo”, recuerda.

Tras reunirse con los responsables de la Filarmónica en Los Ángeles, Ortiz estaba ansiosa y deprimida. Su hermano, Rubén Ortiz-Torres, artista plástico en California, pasó a recogerla a la reunión. Detuvo su camioneta en la autopista para darle una charla de ánimo.

“Todo el mundo pasa por un divorcio, una ruptura o una decepción”, le dijo. “Pero no todo el mundo tiene un encargo de la Filarmónica de Los Ángeles”.

Con el aliento de su hermano, Ortiz terminó la obra, “Altar de piedra”, que la orquesta estrenó bajo la batuta de Esa-Pekka Salonen en 2003. Estaba contenta de haber perseverado, pero sentía que el concierto tenía problemas: era demasiado complejo, con tres solistas y una gran variedad de instrumentos, como una caja peruana, gongs de ópera chinos, glockenspiel, bongos, congas, slap stick y cencerros afinados (”Era mi momento, y quería probarlo todo”, recuerda).

La obra recibió críticas dispares. Una crítica de Los Angeles Times quedó grabada en su cerebro: “Simplemente hay demasiado color, con todos los golpes de los solistas, de modo que a menudo se mezcla en una especie de gris sónico”.

Durante la década siguiente, Ortiz produjo obras ambiciosas. “Únicamente la verdad”, una ópera multimedia sobre narcotraficantes con libreto de su hermano, se estrenó en la Universidad de Indiana en 2008. “Altar de fuego”, una obra orquestal sobre la revolución mexicana, se estrenó en Ciudad de México en 2010.

Pero sintió que había perdido su oportunidad en Los Ángeles.

“Tienes una oportunidad con una orquesta importante”, dijo. “Una oportunidad”.

En 2016 —más de una década después de su primera colaboración— la Filarmónica de Los Ángeles volvió a llamar a su puerta. Dudamel, director musical y artístico de la orquesta, estaba buscando formas de elevar a los compositores de América Latina. El conjunto encargó una pieza a Ortiz como parte de un festival que celebraba la música mexicana.

“Pensé: ‘Esta es mi segunda oportunidad’”, explica. “Esta vez no puedo fallar”.

Inspirándose en el pueblo huasteco de México y en la idea de trascender fronteras, Ortiz produjo “Téenek”. La obra fue un éxito entre músicos, críticos y público. Pronto recibió invitaciones de otros conjuntos de renombre: la Filarmónica de Nueva York, la Sinfónica de San Francisco y la Sinfónica de Cincinnati.

“Fue el comienzo de una nueva vida”, recordó.

DURANTE LA PANDEMIA, ORTIZ sufrió tres pérdidas. La primera fue su padre, Rubén Ortiz Fernández, que un día, después de desayunar, “simplemente cerró los ojos y se fue a la deriva”, dice. La segunda fue Lavista, su mentor. La tercera fue Carmen-Helena Téllez, directora de orquesta venezolana, amiga íntima y colaboradora.

Ortiz sintió que necesitaba escribir “otro tipo de pieza: algo profundo, algo emotivo”.

El resultado fue “Tzam”, que Ortiz llevó al campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde imparte clases, el pasado mes de julio. La obra comienza y termina con una fanfarria, subrayando que “todo es un ciclo: de la vida nace la muerte, y de la muerte nace la vida”, dijo.

En México, Ortiz se ha convertido en una celebridad cultural. Pero también se ha enfrentado a críticas, pues algunos compositores dicen que su música es demasiado llamativa o que no respeta a las culturas indígenas.

El director de orquesta Carlos Miguel Prieto, que dirige la Orquesta Sinfónica de Minería y ha trabajado con Ortiz durante casi tres décadas, dijo que ella ha abordado con humor una industria artística “profundamente combativa”.

“No hay amargura en ella ni en su música”, afirma. “Solo hay optimismo y determinación”.

UN DÍA LLUVIOSO DE VERANO , Ortiz estaba encerrada en el estudio de su casa, uno de los pocos lugares tranquilos que conoce en la ciudad. Sentada ante su piano Kawai, hojeaba bocetos recientes, entre ellos el de su concierto para violonchelo, inspirado en parte en un sueño recurrente sobre la búsqueda de un océano en Ciudad de México.

Una caprichosa estatua del maestro del mambo Pérez Prado, uno de sus ídolos, miraba desde una estantería. Su marido, el flautista y compositor Alejandro Escuer, y su trío de gatos —Saturno, Greco y Suki— estaban abajo.

Últimamente, Ortiz ha estado pensando en el tiempo y la mortalidad. En 2019, cuando estaba escribiendo “Yanga”, sobre un africano esclavizado que lideró una rebelión en México, le diagnosticaron cáncer de colon. Incrédula, pensó: “Tengo todos estos conciertos por delante. No es mi hora”.

Se sometió a quimioterapia y su cáncer está ahora en remisión. Pero la experiencia ha dado más urgencia a su vida y a su música. Tiene visiones de más óperas, conciertos y obras políticas.

“Hay muchas más cosas que quiero decir, muchas más historias que quiero contar”, confesó. “Necesito tiempo y salud. La música forma parte de mí y es más grande que yo. Es lo que me mantiene viva”.

c.2024 The New York Times Company

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