Debate presidencial en EE.UU.: Cómo los últimos debates presidenciales de Estados Unidos muestran una degradación del discurso público
“Incapaz”, “payaso”, “llorón”, “racista”. Solo diez años atrás, nunca había ocurrido que en un debate presidencial de Estados Unidos un candidato llamara así a su oponente. Ninguna de las transcripciones que documentan al detalle estos eventos políticos, inseparables de la campaña electoral en el país norteamericano desde hace más de cuatro décadas, guarda descalificaciones similares entre 1960 y 2012. Sin embargo, son todas citas textuales de los nominados de los partidos demócrata y republicano en los debates de 2016 hasta la fecha. El próximo 10 de septiembre, a la 22 de la hora argentina, el expresidente Trump y la actual vicepresidenta Kamala Harris tienen la opción de revertir esta tendencia, que distintas fuentes ven como una degradación del discurso público en Estados Unidos, o profundizarla en su primer encuentro cara a cara, cuando faltan menos de dos meses para la elecciones nacionales del 5 de noviembre.
Como muestra de lo segundo basta el antecedente más directo. El pasado 27 de junio, Donald Trump y el entonces candidato demócrata, el presidente Joe Biden, se vieron en el que debía ser el primero de una serie de debates de cara a la próxima votación. Esa noche empezó con acusaciones cruzadas de haber sido el peor presidente de la historia —Biden adujo un ranking elaborado por historiadores que colocó a Trump en el últmo puesto, el republicano replicó que “encuestas y otras cosas” ubicaban allí a su oponente—, y terminó con ellos debatiendo quien era mejor jugador de golf, con el mandatario en funciones afirmando que tenía un handicap de 6, y el anterior retrucándole: “Esa es la mayor mentira que dijiste esta noche”.
El republicano también dijo que su rival “debería estar avergonzado de haberle arruinado la vida a tanta gente” y que transformó al país “en una nación del Tercer Mundo”, mientras que el demócrata lo llamó varias veces “llorón”, así como “idiota” y “perdedor”. Pero los ataques personales quedaron en segundo plano por la apariencia frágil de Biden, de 81 años, que nunca pudo salir de la voz baja como tono, se mostró impotente ante la verborragia de su oponente y tuvo tanta dificultad para hilvanar frases en distintos tramos del encuentro, que debió ceder a la presión de su partido para dar la candidatura a su vicepresidenta, Kamala Harris.
Desde entonces, Donald Trump, que en el medio sobrevivió a un intento de asesinato, la apodó “camarada Kamala” (acentuando mal su nombre en la penúltima sílaba) y dijo que “se volvió negra” en la campaña para seducir a ese electorado. La demócrata, en cambio, marcó esta elección como una entre la “libertad” y el “caos”, a la vez que usó su experiencia como fiscal de distrito y fiscal general para atacar a su oponente: “En estos trabajos, fui contra delincuentes de todos los tipos. Entonces, escúchenme cuando digo: conozco el tipo de Donald Trump”.
Por eso, la expectativa está baja: “Con lo que se ve en esta campaña, es evidente que el debate político en los Estados Unidos se ha degradado.”, apunta a LA NACION Jorge Argüello, embajador argentino en los Estados Unidos por dos periodos (2011-2013/2020-2023) y también representante permanente de nuestro país en la Asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York entre 2007 y 2011.
El diplomático recuerda que “los debates siempre han sido motivo de orgullo para la política y la sociedad estadounidense, parte del soft power de ese país”, y subraya: “No hay antecedentes de agravios personales e insultos de esta naturaleza en campañas o debates presidenciales” que precedan a la irrupción de Donald Trump en el escenario electoral del país norteamericano. Por lo tanto, sostiene que el republicano es el principal instigador de esta dinámica y que todavía “es temprano para saber si va a ser un hecho aislado en ese candidato o hay un cambio en la cultura” que supo caracterizar a los debates estadounidenses.
La analista política y periodista Kelley Vlahos, consejera senior del Instituto Quincy, un think tank asociado a la politica exterior con sede en Washington coincide, en diálogo con LA NACION, en que “las elecciones estadounidenses se han vuelto cada vez más rencorosas, amargas, desacreditadas por pensamientos hiperpolarizados e ideológicos”.
Para esta comunicadora, que llegó a la capital de Estados Unidos en 1999, la atmósfera electoral es la misma que en el corazón de la política del país norteamericano: “Lo que se ve en los debates de estas últimas elecciones, la división motorizada por insultos y descalificaciones ad hominem, las batallas de suma cero, esta idea de que el otro lado no es humano o es una amenaza a mi existencia, es el reflejo de lo que pasa en Washington todos los días”.
En cuanto a las razones, la analista hace sonar las dos campanas como una: “Algunos podrían decir que todo empezó con Donald Trump, que bajó la vara en cuanto a lo que un político podía decir sin consecuencias, pero también puedo imaginar a otros diciendo que Washington realmente se equivocó, al meternos en 20 años de guerras fallidas [en Medio Oriente] basadas en mentiras, con la crisis económica del 2008 en que se salvó a los bancos antes que a los individuos, el sistema de salud; que los estadounidenses se sintieron tan descuidados por el establishment que buscaron un cambio, tan grande, que ya no les importó el decoro, y estaban dispuestos a elegir a alguien como Trump”.
Otra tendencia que explotó en la elección de 2016 y se mantiene vigente es el uso de redes sociales en la comunicación política, algo que Vlahos reconoce a partir de su experiencia como “quizá la forma en la que emergió esta atmósfera”: “Cuando yo empecé a trabajar, en la década de los 90, los diarios y los noticieros buscaban la objetividad, las dos voces; luego, a mediado de los 2000, los blogs dieron a los individuos la posibilidad de opinar y transmitir en tiempo real, pero los que conseguían dinero de publicidad eran los más extremos. Ya en la segunda década del siglo, las redes sociales, que buscan lo viral, dan incentivos para atacar ad hominem, para cortar discursivamente a tu oponente en trocitos, y eso da ventaja a una persona como Donald Trump”.
Una muestra de esa evolución son algunas intervenciones de los últimos debates presidenciales de Estados Unidos que, contrapuestas con el tono con el que se inauguró esta tradición en 1960, ilustran la degradación del discurso público en el país norteamericano.
El comienzo de una tradición
El primer debate presidencial televisado de la historia de los Estados Unidos se realizó en un estudio de televisión. El encuentro del 26 de septiembre de 1960 entre el demócrata John F. Kennedy y el republicano Richard Nixon no estaba destinado a los pocos presentes en la cadena WBBM-TV de Chicago, sino a los millones que podían seguirlo a través de las pantallas en sus hogares.
Esta misma tecnología había transmitido en tiempos recientes momentos dramáticos que atravesaban la campaña: la guerra fría contra la Unión Soviética representaba la amenaza de una guerra nuclear; fronteras adentro, el movimiento por los derechos civiles buscaba el fin a la segregación étnica entre blancos y negros que regía en buses, universidades, restaurantes y otros espacios públicos del sur del país.
Pero estas tensiones no se convirtieron en insultos o reproches cuando hablaron los candidatos. Como una metáfora, el futuro presidente Kennedy fue firme pero sereno en su intervención inicial, a pesar de los dolores crónicos de espalda que lo aquejaban: “Este es un gran país, pero creo que podría ser aún más grande”, dijo, partiendo de una base de respeto que incluía a su contrincante, por entonces el vicepresidente de la nación.
Esto no le impidió señalar sus diferencias: “Creo que la pregunta ante el pueblo americano es: ¿Estamos haciendo todo lo que podemos? ¿Somos lo fuertes que deberíamos ser? (...) debo dejar muy en claro que no creo que estemos haciendo lo suficiente, que no estoy satisfecho con el progreso que estamos haciendo”.
Las primeras palabras de Nixon fueron de conciliación: “Muchos de nosotros podemos estar de acuerdo con las cosas que dijo el senador Kennedy”, empezó tras saludarlo. “Creo que, primero que nada, nuestros registros muestran que conocemos el camino. El senador Kennedy sugiere que el cree saber cuál es el camino, y respeto la sinceridad con la que hace esa sugerencia”, concedió, en un reconocimiento común en su discurso, donde buscó recalcar que las diferencias entre ambos se trataban de una cuestión “no de fines, sino de medios”.
Incluso ante la pregunta filosa de un periodista, que le señaló que en su campaña el slogan “la experiencia es lo que cuenta”, buscaba hacer quedar a Kennedy como poco preparado para el cargo, Nixon eligió hablar al público con mesura: “No me corresponde a mí decirlo. Solo puedo decir que mi experiencia y la del senador Kennedy están ahí para que la gente las considere”. Una muestra de respeto a la voluntad popular que la política estadounidense sólo rompería en cámara 45 años después, en el debate que inauguró la primaria republicana hacia la elección del 2016.
Un quiebre
Los candidatos presidenciales de los partidos demócrata y republicano se definen en elecciones primarias, donde los representantes de las diferentes líneas internas pueden competir en sus propios debates. El 6 de agosto de 2015, la primaria republicana para la elección del año siguiente repetía este mecanismo usual, pero con un invitado de estreno: el empresario y figura del entertainment Donald Trump, que inauguraba su carrera política anotándose a la competencia por la Casa Blanca.
Para ese entonces, la risa contenida del partido demócrata, con la nominación probable de la entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton, ya había mudado en preocupación: el candidato cuya propuesta estrella era construir un “gran, lindo muro” en la frontera con México para contener la inmigración ilegal estaba primero en las encuestas del Grand Old Party.
El periodista Brett Maier decidió abrir el debate con una pregunta a mano alzada para los nueve postulantes: “¿Hay alguien acá que no esté dispuesto a apoyar al eventual candidato del partido republicano y prometa no correr como candidato independiente contra esa persona?”. Solo una mano mostró la palma contra esa promesa de reconocer la propia derrota electoral, base del sistema democrático: la de Donald Trump. “Puedo hacer esta promesa. Si soy el nominado, prometo no postularme como independiente”.
En aquel entonces, el caso hipotético no se produjo, ya que ganó la primaria y también las elecciones presidenciales, pero cuando al candidato republicano le tocó perder, en las votación de 2019, sus cuestionamientos al resultado fueron el marco en que partidarios suyos protagonizaron la toma del Capitolio de los Estados Unidos, el 6 de enero de 2021, mientras se nombraba formalmente a Joe Biden presidente. Aunque al día siguiente repudió los hechos, desde entonces minimizó lo sucedido y prometió indultar a aquellos que aun siguen detenidos por los destrozos, en caso de ganar la presidencia.
Pero en agosto de 2015 nada de eso había pasado todavía, y Trump solo tenía que responder por su pasado antes de la política. Cuando fue cuestionado por la periodista Megyn Kelly por haber llamado a mujeres que no le gustaban “cerdas gordas, perros, vagas y animales repugnantes”, el futuro nominado cristalizaría el tono de sus campañas y presidencia: “Creo que el gran problema que este país tiene es ser políticamente correcto. Me cuestiona tanta gente, y la verdad no tengo tiempo para la corrección política, y para ser honesto, este país tampoco. Estamos en grandes problemas”. Aunque en ese momento esquivó la pregunta, la relación de Trump con las mujeres estaría en el centro del segundo debate presidencial con Hillary Clinton.
“¿Pueden decir algo bueno del otro?”
Es común que uno de los debates pautados en las campañas presidenciales tenga el formato de town hall, en el que los candidatos hablan en un salón más pequeño, rodeado de civiles sentados en grada,s que les hacen preguntas moderadas por los periodistas que conducen el evento. En la campaña del 2016, así fue el segundo encuentro entre Donald Trump y Hillary Clinton.
Cuando entraron en la sala, los candidatos se saludaron de frente, pero no se estrecharon las manos y agitaron las palmas a la distancia. El uso que hacía el republicano de sus manos era el tema central en la agenda informativa, luego de que 48 horas antes el Washington Post publicara un video del 2005, en el que Trump decía al conductor de Access Hollywood, Billy Bush: “Me atraen automáticamente las hermosas, solo empiezo a besarlas. Es como un imán. Solo las beso. Ni siquiera espero. Y cuando sos una estrella, te dejan hacerlo. Podés hacer lo que quieras. Agarrarlas de la vagina. Podes hacer cualquier cosa”.
La carrera presidencial que nadie podría haber esperado a principios del año anterior ya había tenido su primer cara a cara. Las repercusiones brutales de aquel cruce —él le dijo que era “todo palabras, no acción” y no tenía “aguante”, ella que tenía “un historial de conductas racistas”— se pueden intuir en la primera pregunta de la noche, realizada por una maestra de escuela: “Sabiendo que los docentes consignan ver el debate presidencial como tarea, ¿creen que son modelos de conducta apropiada y positiva para la juventud?”.
En el momento, Clinton salió del paso diciendo que el lema de su campaña era “más fuertes juntos” y Trump afirmó que coincidía con todo lo que ella había dicho. Pero los cuestionamientos personales estaban destinados a surgir de nuevo por las palabras grabadas a Donald Trump, que el republicano llamó “charla de vestuario”. “Lo que todos oímos el viernes fue Donald hablando de mujeres, lo que piensa de las mujeres, lo que le hace a las mujeres”, subrayó Clinton: “Él dice que ese video no lo representa. Pero es claro para quienes lo hayan oído, que representa exactamente lo que es”.
Previendo la situación, Trump tenía preparado un golpe de efecto que atacó a su oponente por el lado de la familia: “Si miran a Bill Clinton, es mucho peor”, dijo. “Lo mio fueron palabras y lo suyo acciones (...) nunca hubo nadie en la historia de la política de este país tan abusivo con las mujeres. Hillary Clinton atacó a esas mismas mujeres, cuatro de las cuales están acá esta noche”. Entonces, la cámara enfocó a Kathy Shelton, una joven que en 1975, cuando tenía 12 años, denunció haber sido violada por un hombre al que Clinton defendió en los inicios de su carrera como abogada, y para el que consiguió una sentencia reducida. Junto a Shelton estaban Juanita Broaddrick, Paula Jones y Kathleen Willey, tres mujeres que acusaron en distintos momentos al expresidente Clinton , sentado a pocos metros, de haberlas violado, acosado sexualmente, y manoseado, respectivamente.
Los ataques personales fueron el tono de buena parte del debate, en el que Trump dijo que su contrincante “estaría presa” si él fuera presidente y que Clinton tenía “mucho odio en el corazón”, mientras que la demócrata le replicó que la suya había sido “una campaña divisiva y odiante, que incita la violencia en sus mitines”. La falta de hasta un mínimo consenso se expresó en la última pregunta de la noche, a cargo de un hombre de la audiencia: “Por fuera de la retórica actual, ¿pueden decir algo positivo, que respeten, el uno del otro?”.
La pregunta fue recibida con aplausos y risas de los asistentes, y hasta los candidatos sonrieron en un momento de distensión. Aunque en ese momento Clinton dijo que los hijos de Donald Trump le hacían pensar que él debía tener algo bueno, y el republicano dijo que ella era “una luchadora, que nunca se rinde” aunque fuera por malas causas, la pregunta quedó en el aire, y sigue ahí a medida que se suceden los cada vez más agrios debates presidenciales estadounidenses.