Por qué nos hace daño el monóxido de carbono y otras evidencias de la evolución

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La biología molecular nos ofrece muchos ejemplos para ilustrar la evolución. Uno de los más interesantes es el ribosoma, cuya estructura relata la evolución de la vida desde su origen. Explicar brevemente los complejos detalles moleculares de la evolución no es trivial. Pero hay un ejemplo relacionado con un suceso que, desgraciadamente, se repite todos los inviernos: accidentes con el mal uso de cocinas y estufas debido a la toxicidad del monóxido de carbono para los humanos.

Desde el origen de la vida

Cuando la vida estaba en sus inicios y la atmósfera no contenía oxígeno, unas arqueobacterias productoras de metano ya estaban dotadas de la proteína protoglobina. Hoy día podemos encontrarlas en lugares tales como sistemas hidrotermales, aguas residuales, algunas minas, donde forman ecosistemas con otros procariotas que usan minerales para obtener energía, o en fondos de lagos y mares, donde contribuyen a generar metano atmosférico.

Estas arqueas usan un sistema ancestral para usar monóxido de carbono como fuente de energía y carbono.

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En los inicios de la vida, posiblemente la protoglobina era un sensor de monóxido de carbono. Este gas se une fuertemente al grupo hemo que contienen tanto la protoglobina como nuestra hemoglobina.

Oxigenar nuestros tejidos

Nosotros tenemos mioglobina y hemoglobina, que oxigenan nuestros tejidos. Estas proteínas evolucionaron a partir de aquellas globinas ancestrales de las arqueas, de quienes heredamos muchas estructuras moleculares, pues somos el resultado de una unión entre arqueas y bacterias que ocurrió hace unos 2 000 millones de años.

La evolución de la hemoglobina comenzó hace unos 600 millones de años. Esto posibilitó el transporte de oxígeno desde el ambiente a los órganos, favoreciendo la evolución de los animales. Una consecuencia de este proceso de evolución: el monóxido de carbono que producimos cuando quemamos gas natural, gasolina, carbón o madera es muy tóxico para nosotros.

Un recuerdo de un lejano ancestro

Esta toxicidad se debe a que nuestras mioglobina y hemoglobina tienen mucha afinidad por el monóxido de carbono, como la protoglobina de las arqueas. Quizá se trata de un recuerdo de aquel lejano ancestro, que vivía en un ambiente sin oxígeno, alimentándose del monóxido de carbono.

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Lo que está claro es que la mioglobina y hemoglobina no son el resultado de un “diseño inteligente”, sino que resultan de la evolución de algo que surgió en un ambiente sin oxígeno y cuya función original se convirtió en un problema millones de años después.

Y no es el único problema.

La vida sin oxígeno

La vida nació en un ambiente sin oxígeno. Cuando éste empezó a aumentar en la atmósfera, tuvo lugar una de las primeras grandes extinciones, conocida como La Gran Oxidación. Los supervivientes desarrollaron adaptaciones moleculares que “parcheaban” los problemas que surgían.

En un ambiente sin oxígeno, el hierro reducido de la protoglobina era estable. En el ambiente con oxígeno, el hierro de la mioglobina y hemoglobina se oxida, por lo que tuvo que evolucionar un sistema antioxidante.

Otro de estos parches es una modificación en nuestras globinas que reduce ligeramente su afinidad por el monóxido de carbono. Este cambio reduce lo suficiente la toxicidad del gas como para que los fumadores puedan dar las gracias por ello. Sin esa modificación, los animales no soportaríamos el más mínimo de humo.

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Este ejemplo ilustra una característica básica de la evolución: el mantenimiento y adaptación de estructuras funcionales, no la mejora hacia un diseño óptimo.

La mioglobina de mamífero y la protoglobina de arqueas sólo tienen en común un 13 % de la secuencia de sus genes. Ese pequeño porcentaje permite que sus estructuras y función básica (la unión de estos gases) se hayan preservado y guarden una gran similitud estructural.

Las moléculas biológicas nos conectan a todos los organismos en un gran árbol cuya raíz está en el origen de la vida, hace más de 4 000 millones de años. Y esto es un hecho, no un relato.

Creacionismo y evolución

Creacionismo y evolucionismo no son conceptos establecidos con las mismas reglas. Son magisterios no solapados, como explicó Stephen Jay-Gould. No es una elección entre dos alternativas y un supuesto debate entre creacionistas y “creyentes” en la teoría de la evolución no tiene sentido.

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¿Por qué? En esencia porque la evolución es un fenómeno natural, y por lo tanto observable. Sobre un fenómeno, los científicos construimos un marco teórico que explica las observaciones y realiza predicciones. Esa teoría se actualiza con nuestra capacidad para realizar observaciones y experimentos. Pero el fenómeno ocurre, estemos nosotros o no para observarlo y construir hipótesis, modelos o teorías.

En todas las teorías hay puntos de especial dificultad. En el marco teórico sobre la evolución tenemos, por ejemplo, la cuestión del origen de la vida, donde observamos que las moléculas de la vida y sus antecesoras también siguen reglas de selección, adaptación y supervivencia que aún estamos entendiendo.

Los científicos no “creemos” en la evolución, como no “creemos” en el punto de ebullición del agua. Son hechos que queremos comprender y explicar.

La evolución no sólo es observable, sino que la llevamos utilizando siglos en nuestro beneficio. Basta comparar la lechuga cultivada del supermercado con su ancestro: la amarga lechuga silvestre. Todo el proceso de domesticación de plantas y animales llevado a cabo por los humanos debería bastar para constatar que la evolución es un hecho.

En la vida terrestre, unas especies han ejercido presión selectiva sobre otras, condicionando su evolución en una compleja red.

Lechuga silvestre (Lactuca serriola). <a href="https://identify.plantnet.org/es/weurope/observations/1009480492" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Olga Pokotilo/PlantNet;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas" class="link ">Olga Pokotilo/PlantNet</a>, <a href="http://creativecommons.org/licenses/by/4.0/" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:CC BY;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas" class="link ">CC BY</a>

En el diálogo público, el creacionismo se muestra con frecuencia como un Deus Ex Machina para resolver el origen de la vida o del universo. Ello se combina a veces con una visión incorrecta sobre la evolución, cayendo en la trampa teleológica de que conduce hacia la inteligencia como máxima expresión de un proceso perfeccionador, puesto en marcha a partir de unas constantes físicas ajustadas cuidadosamente por un “diseñador” divino. Sin embargo, la evolución biológica no es un proceso de mejora dirigido hacia un destino final. Su base es la preservación de estructuras moleculares funcionales, que surgieron también mediante un proceso de evolución prebiótica y que sostienen la continuidad de la vida.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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César Menor-Salván no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.