¿Cuánto vale la vida?: cómo Estados Unidos compensó el dolor de las víctimas del 11 de septiembre
En rigor, la película Worth o Cuánto vale la vida, recientemente estrenada en Netflix y protagonizada magistralmente por Michael Keaton, nos cuenta la experiencia del abogado Kenn Feinberg, quien en la vida real dispuso de su experiencia académica y laboral para ofrecerla en un momento en el que sintió que el país necesitaba sus servicios como ciudadano, hace exactamente 20 años, después de ocurridos los ataques a las torres gemelas.
Voluntariamente y sin percibir remuneración alguna, Feinberg puso a la orden de la Casa Blanca su pericia en calcular -en negociaciones legales y privadas- cómo es la mejor manera para estimar indemnizaciones. Era una forma de servir a la nación, dando un trato justo a todos los dolientes, utilizando una fórmula que contemplara las características generales de los casos, evitando miles y miles de demandas a todos los sectores involucrados, y una quiebra aún mayor al fisco público y a la ya maltrecha economía privada.
En la primera secuencia de la película, Feinberg enseña a sus estudiantes de Stanford que la pregunta "cuánto vale una vida" es muy relativa, profunda y compleja en el mundo de la filosofía, y que incluso podría quedarse sin respuesta. Pero que en el mundo práctico del derecho, esa pregunta podía y tenía que encontrar una respuesta, y que la respuesta era una cifra.
Lo que Feinberg no sabía es que a su buena voluntad le esperaría otra certeza: su premisa estaba equivocada.
El duelo y una cifra
¿Qué puede consolarnos de la muerte de un ser querido? Podríamos convenir que nada puede sustituir la unicidad de alguien a quien amamos. Así como somos únicos en vida, también nuestra existencia deja un hoyo insustituible al partir.
Desde un punto de vista filosófico y existencial, el valor de una vida no es calculable, en tanto que una vida no hay cómo sustituirla de ninguna manera.
Pero desde el punto de vista material, esa noción es inútil. La reparación de una vida, para poder compensar a quienes se quedaron en este plano, debe traducirse en algo concreto, asible, sólido. Que en la mayoría de los casos tiene una traducción universal: dinero.
¿Cuánto dinero vale una vida que se perdió? De eso versa el viaje de la increíble historia de Worth, el filme dirigido por Sara Colangelo y escrito y dirigido por Max Borenstein, basado en las memorias del propio Feinberg.
Un servicio que parecía tan simple como ofrecer un conocimiento técnico y que se convierte en la insólita y titánica tarea que implicó escuchar y hacer escuchar a cada víctima, y vencer la politiquería y la avaricia, para entender finalmente que el dinero puede impulsar a los deudores a seguir adelante, claro está, pero que ayudarles es mucho más que eso, y que darle voz a ese dolor, acompañar su padecimiento y sus circunstancias específicas, es tan o más importante que el dinero mismo (evitaremos los spoilers para quienes quieran ver la película).
El país que ya no está
Se trataba de que, en medio de la mayor tragedia colectiva que haya vivido Estados Unidos, los atentados del 11 de septiembre de 2001, los familiares de los caídos en ese horrendo episodio de la historia contemporánea fueran justamente recompensados.
Kenneth Feinberg es un abogado y académico especializado precisamente en negociaciones sobre el valor de la vida de seres que se han ido, en diatribas con empresas, estados y otros entes. En sus memorias, un libro titulado Cuánto vale una vida, en el que precisamente se basa la película, el abogado, quien tiene una personalidad inusual y adrenalínica, cuenta cómo fue el proceso mediante el cual, voluntariamente y sin cobrar un centavo, se dedicó a calcular cómo y con cuanto debía ser estimada la indemnización a los familiares de cada una de las víctimas del atentado terrorista que sufrió Nueva York aquel marte en la mañana.
Uno ve la película y, a pesar de la tragedia -y, a la vez, por ella- identifica que aquel país de principios de siglo se uniría todo como un solo pueblo para afrontar unido la calamidad. Ahora que ha tocado una nueva calamidad, la pandemia, ese mismo país se encuentra dividido, polarizado y escindido, y es natural preguntarse dónde quedó aquel espíritu que reinaba hace 20 años: se trata de un país que ya no es el mismo.
El servicio de Feinberg
¿Cómo podían los familiares obtener un monto que les ayudara a salir adelante, sin pasar por el costo y el tiempo que tomaría un juicio, que a su vez destruiría al sector aéreo, si no a buena parte de la economía y el gobierno, sin siquiera tener la certeza de que al final fuesen indemnizados justamente o siquiera indemnizados?
Esa era la misión del abogado.
¿Cómo calcularlo? En principio, las matemáticas, los riesgos, las ciencias actuariales, los gastos, las deudas y nivel de vida de cada víctima y familia, serían de gran ayuda. Y en efecto, de aquello era de lo que ellos sabían. Al cabo de unas semanas dieron con una fórmula para calcular las indemnizaciones y ofrecer un trato justo a todos los deudos de acuerdo a su situación específica.
Pero debían contar con la anuencia y la firma de los familiares, y el compromiso de que al recibir la ayuda renunciaban a demandar.
Si Feinberg y su equipo no lograban convencer al 80% de los familiares de las víctimas, el plan habría fracasado y el impacto económico de la tragedia podía ser mucho mayor que el que ya había sido.
El dolor y la empatía
El sofisticado conocimiento de Feinberg y el equipo de profesionales de primera línea que armó había elaborado una fórmula que parecía justa, incluía a la gran mayoría de los casos y se basaba en la ley. Pero omitieron un ingrediente fundamental: el dolor.
Por supuesto, nadie se pudo sentir retribuido por una fórmula que arrojaba un número para compensar la pérdida de un ser querido. Latinos, pobres, ricos, blancos, negros, bomberos, financieros... todos protestaron. Aceptar un número, no importa cuán oneroso pudiera ser, era aceptar también que su ser querido se había ido, y había sido sustituido, simbólicamente, por una cifra.
Y nada más lejano a un ser humano que un número. La película nos hace conocer partes de las historias de algunas de las víctimas. Y un ser humano con historia, seres queridos, con vida, difícilmente podía ser sustituido por una cifra. El deadline se acababa sin lograr consenso, y nadie cambiaría hasta que él y su equipo entendieran que en aquella fórmula necesitaban incluir las voces del dolor, las particularidades de cada historia.
Un trabajo abrumador en el que excepciones y la total fatalidad y emocionalidad de las historias hicieron casi imposible lograr el cometido. A la fórmula sólo le faltaba un factor: empatía.
Era un equipo liderado por un personaje que tiene una mezcla de enciclopedismo con analfabetismo emocional, más una honestidad a prueba de fuego, cuyo corazón termina aceptando irremediablemente que era imposible ser objetivo con todo aquello.
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Paradójicamente, los que menos tenían fueron más agradecidos. Los que menos necesitaban, tomaron la muerte como una ocasión para ambicionar. Así de desconcertante puede ser la naturaleza humana.
Acogida abrumadora
Lo que sí fue definitivo (lo expresa el propio Feinberg en su libro) fue que los deudores de las víctimas sintieran que había empatía con sus historias. Una vez que la particularidad de cada uno de ellos fue escuchada, registrada y estipulada en la fórmula inicial, el cambio de actitud de la mayoría de ellos fue radical: 97 por ciento de las familias se acogieron al plan de indemnizaciones.
Se distribuyó más de 2 mil millones de dólares entre los deudos, y la figura y el equipo de Feinberg fueron nombrados por el gobierno (el de Bush y los subsiguientes) para manejar otro tipo de indemnizaciones similares.
El fondo del once de septiembre ha sido renovado en algunos casos en los que las familias se vieron severamente afectadas por la tragedia y con el paso del tiempo no fueron capaces de sobreponerse.
Otro dato que nos deja pensando es que Feinberg era demócrata y el gobierno republicano. Y aquel, en lugar de ser un gesto que creó suspicacias entre ambos bandos, fue tomado como una señal de buena intención en el que los partidos importaban poco si el país necesitaba de todos.
Queda, inquietante, la pregunta sobre si, en un caso similar, en las circunstancias actuales, tal nobleza sería factible de parte y parte.