¿Cuánto le ha costado Trump al cristianismo estadounidense?

Cuando el conservadurismo religioso hizo las paces con Donald Trump en 2016, el cálculo fundamental fue que los beneficios del poder político (es decir, de evitar que el liberalismo cultural tuviera pleno poder político) superaban los costos para la credibilidad cristiana inherentes a la aceptación de una figura pagana como defensor y líder político.

El cálculo contrario, realizado por el ala cristiana del movimiento Alto a Trump, era que aceptar a Trump requería hacer concesiones morales por las cuales el cristianismo estadounidense acabaría sufriendo, por muchos magistrados en la Corte Suprema o victorias políticas que obtuvieran los conservadores religiosos.

Estos cálculos no fueron realizados por pronosticadores desinteresados, que observaba el conjunto de la sociedad estadounidense y sopesaran los pros y los contras agregados. Fueron realizados por personas integradas en comunidades concretas, en estados republicanos y demócratas, en diferentes regiones, congregaciones y tradiciones, cuyos horizontes inmediatos determinaron sus expectativas y análisis.

Este último punto cobra importancia a medida que nos acercamos a una campaña para las elecciones primarias republicanas en la que los votos de los conservadores religiosos pueden determinar si Trump será candidato a la presidencia de nuevo en 2024. Figuras tan dispares como Ron DeSantis, Tim Scott y Mike Pence apuestan a que haya un camino hacia la candidatura que pasa por alejar a los votantes religiosos de la coalición de Trump, empezando por Iowa, donde los cristianos evangélicos suelen tener la llave de los caucus. Tal vez, la pregunta “¿Trump ha beneficiado o perjudicado al cristianismo?” no va a ser el encuadre que elijan los políticos que no apoyan a Trump, pero habrá alguna versión de esa pregunta en la batalla política.

Así que conviene reflexionar por qué la respuesta intuitiva para, digamos, un republicano de Iowa puede ser muy diferente de la respuesta natural en Washington D. C., Nueva York o Boston. Consideremos un análisis reciente del escritor de política y religión Ryan Burge, quien intentó analizar si había algún tipo de “efecto Trump” en la práctica religiosa después de 2016. En concreto, analizó el porcentaje de estadounidenses que nunca asistieron a la iglesia en los seis años posteriores a la elección de Trump en comparación con ese porcentaje durante los últimos seis años como presidente de Barack Obama.

En general, la tasa de ausentismo ha ido en aumento desde hace algún tiempo, por lo que cabría esperar un incremento independientemente de las condiciones políticas. Pero Burge descubrió que, entre los republicanos, el ritmo de desafiliación no cambió mucho entre las presidencias de Obama y Trump. Sin embargo, entre los demócratas, hubo aumentos repentinos en la no asistencia: a un ritmo del 16 por ciento, comparado con el 3 por ciento en los años de Obama, entre los demócratas nacidos a finales de la década de 1970 y a un ritmo del 14 por ciento, en comparación con el 2 por ciento anterior a Trump, entre los nacidos a finales de la década de 1940, por poner solo dos ejemplos.

Esto implica que si una persona asistía a la iglesia en una zona o congregación mayoritariamente republicana, es probable que no notara ningún cambio significativo entre la era Trump y el periodo anterior. Así que la insistencia de los activistas de Alto a Trump en que votar por Trump tenía costos culturales y que estaba alejando a la gente del cristianismo, no coincidiría con la experiencia vivida por esa persona. En cambio, si uno era cristiano y vivía en una zona de tendencia más liberal, es más probable que hubiese visto algo parecido al efecto Trump.

Esa experiencia divergente se refleja, hasta cierto punto, en los debates entre comentaristas cristianos a favor y en contra de Trump. Las voces más contrarias a Trump suelen ser figuras dedicadas a hacer incursiones cristianas entre las clases de los profesionistas o de la intelectualidad liberal, o al menos a mantener una presencia cristiana en ellas. Las voces más favorables a Trump han sido con frecuencia personas ajenas a esos espacios, que operan en entornos que son más conservadores.

Así que no es de extrañar que, durante la presidencia de Trump y desde entonces, el primer grupo haya visto confirmados sus temores y haya afianzado su hostilidad hacia él, porque experimentaba de forma directa, en sus redes sociales y en sus iglesias, parte de la alienación y el alejamiento que siguieron a su elección. Mientras que el segundo grupo, que operaba en un contexto diferente, sentiría que las profecías de fatalidad habían sido exageradas, porque no estaban viendo las mismas crisis.

Según esta interpretación, parte de lo que sostiene la alianza de la derecha religiosa con Trump —quizá incluso durante otra temporada electoral— es que sus costos sociales, sus efectos alienantes, no son tan visibles para la mayoría de los cristianos conservadores.

Pero otra interpretación inclina la balanza a favor del lado de los Alto a Trump, porque supone que, en definitiva, Tump y nadie más que Trump está ocasionando lo que Burge ha observado. También podría ser que la descristianización más rápida entre los demócratas sea una aceleración que habría ocurrido de todos modos, impulsada por tendencias generales que están ampliando la brecha entre el liberalismo y la fe cristiana.

Esta interpretación contraria enfatizaría, por ejemplo, que tal vez Trump no es la principal razón por la cual la eutanasia se esté extendiendo por el mundo occidental o de que los jóvenes no consigan emparejarse, casarse y tener hijos. O, de nuevo, tal vez Trump no sea la razón del creciente atractivo de las prácticas religiosas poscristianas, desde la magia y la brujería e incluso una pequeña dosis de satanismo hasta formas más banales de autoayuda espiritualizada.

Esto significa, según podría argumentar el cristiano más pro-Trump, que culpar a Trump de dificultar más la tarea de los creyentes en el Estados Unidos liberal no es más que una forma en la cual ciertos cristianos —aquellos que se imaginan a sí mismos como élites en buena posición, el tipo de personas a las que les gusta que se les publique en The New York Times— pasan por alto el hecho de que su propia posición es cada vez menos insostenible, no por algo que hayan hecho los votantes republicanos, sino porque la cultura liberal está dejando atrás al cristianismo.

En realidad, estas perspectivas no son mutuamente excluyentes. Puede darse el caso tanto de que la relación del cristianismo conservador con Trump haya tenido un efecto tóxico en el atractivo del cristianismo para los no republicanos, como de que algunos cristianos del grupo de Alto a Trump estén tan centrados en las corrupciones de sus correligionarios que estén pasando por alto la profunda deriva poscristiana del liberalismo.

Pero observar a ambos lados no nos dice cómo incorporar las dos perspectivas. Lo cual me lleva, por fin, a Tim Keller, el pastor presbiteriano, autor y evangelista que falleció el viernes pasado.

Keller era un ejemplo, quizá el ejemplo, de un cristianismo tradicional que trataba de dar testimonio en los sectores más liberales de Estados Unidos. Construyó su iglesia, la Redeemer Presbyterian, en el corazón del Manhattan secular; se hizo de adeptos entre los profesionistas liberales de la ciudad; sus libros, sermones y ministerio público fueron diseñados para personas con presuposiciones seculares y que desconfiaban profundamente del cristianismo tradicional. Pero no hacía concesiones ni se dejaba asimilar a medias: en su momento más influyente, Keller siempre fue un presbiteriano ortodoxo, lo que lo convirtió en un conservador en materia de sexualidad, matrimonio y roles de género, con un coro constante de críticos a su izquierda teológica.

Durante el gobierno de Trump, la forma en que Keller navegó por estas aguas turbulentas, sobre todo su énfasis en el desamparo político de los cristianos, atrajo un nuevo tipo de crítica por parte de la derecha. Se le acusó (a veces con delicadeza, a veces con dureza) de cultivar un triunfalismo que ya no tenía una audiencia liberal significativa y de no reconocer que había llegado el momento de hacer distinciones más nítidas: un cristianismo en tiempos de guerra, por así decirlo.

Pero, de hecho, Keller demostró, hasta el final, que aunque las condiciones empeoraran para las prédicas cristianas, el Evangelio aún podía predicarse con eficacia y que la intelectualidad secular aún no estaba blindada contra su tipo de cristianismo (un pequeño ejemplo: hay que leer la excelente esquela de Keller en The Atlantic escrita por la profesora de la Universidad de Carolina del Norte Molly Worthen y luego escuchar la reciente aparición de Worthen en el pódcast de la Coalición por el Evangelio detallando su propio y complejo viaje hacia la fe cristiana).

Al mismo tiempo, sostuvo su misión con los liberales sin convertirse en un crítico estruendoso de sus compañeros cristianos que eligieron un camino políticamente más combativo. Quedaba bastante claro que Keller no era trumpista y que el trumpismo dificultaba su tipo de evangelismo, pero no por ello adoptó el resentimiento contra el populismo como identidad u obsesión central.

En cambio, más que casi cualquier figura religiosa prominente en esta era polarizada, dejó que el de “cristiano” fuera su principal marcador de identidad y dejó un legado de escritos y sermones y encuentros personales en los que el alma del lector o del oyente es siempre el asunto central y la política figura poco, si es que figura.

Esa no es la única forma que tenemos los cristianos de equilibrar las dificultades de la época; para quienes nos dedicamos a cubrir o practicar la política para ganarnos la vida, no es una opción que esté del todo disponible y sin duda algunos aspectos de su ministerio pertenecen ahora a un mundo que ya no existe.

Pero su legado sigue siendo la prueba de que el faccionalismo y el partidismo no tienen por qué definir toda reputación religiosa y de que para el predicador, el evangelista cristiano, sigue habiendo formas de ser fiel y eficaz que empiezan por decir “non serviam” tanto a la derecha como a la izquierda.

c.2023 The New York Times Company