Cómo crucé la frontera para volver a mí misma

LOS POLÍTICOS Y LOS EXPERTOS HAN CONVERTIDO LA PALABRA “LATINO” EN UN ARMA SIN FILO.

Cuando era adolescente, mi madre puertorriqueña me prohibió cruzar la frontera hacia México, el país de mi padre. “México no es más que problemas”, me decía.

La ciudad fronteriza de Tijuana, a poca distancia en auto de nuestra casa en San Diego, estaba experimentando un aumento de violencia por parte de los cárteles, alimentada por la demanda estadounidense de drogas y por las armas de fuego estadounidenses que entraban ilegalmente a México a pesar de las estrictas leyes en materia de armas en ese país. Era principios de la década de los 2000, y los noticiarios estadounidenses lo retrataban como un problema mexicano. Cuando mis padres se separaron, mi madre a veces también lo hacía. Era su forma de llorar la pérdida de mi padre, quien había empezado a beber en exceso y a consumir drogas, deprimido y enfadado porque ella ganaba más que él como médico del Cuerpo Nacional de Servicios de Salud después de que él perdió su trabajo en una empacadora de carne. Quería trazar una frontera clara que me separara de todo lo que él representaba.

Pero yo no quería estar dividida. Quería estar entera. Durante años, condujimos en familia hacia el sur, donde cruzábamos el puerto de entrada para comer mariscos y explorar. Echaba de menos aquellos viajes, que terminaron cuando yo tenía 6 años. Así que, los fines de semana, me montaba en el tranvía hasta el puerto de entrada y caminaba a través de las puertas metálicas giratorias. No había guardias fronterizos para los viajeros que se dirigían al sur, así que cruzaba sin ser detectada. En Tijuana, bebía tequila, montaba toros mecánicos y bailaba con desconocidos. Tenía 17 años, pero nadie me pedía mi identificación. En una fiesta en una casa, conocí a un chico guapo de por ahí que me ofreció su habitación porque estaba demasiado borracha como para volver a la frontera. Dormimos completamente vestidos y por la mañana hicimos panqueques con trocitos de chocolate. Una parte de mí buscaba problemas, pero nunca los encontré.

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Durante estos viajes clandestinos, intentaba formarme una idea más completa de quién era yo. No creo que me identificara firmemente como “latina”. A veces decía que era “hispana”, el término más común en ese entonces. Pero incluso eso me parecía inadecuado, como un saco que te queda muy pequeño. Más a menudo me refería a mí misma como “mexicana y puertorriqueña”.

Sabía que los latinos estaban divididos entre sí, eran demasiado contradictorios como para unirse bajo una sola etiqueta. Mi madre me contó que, cuando estaba embarazada de mí, los primos de mi padre se oponían a que tuviera una relación con una “gringa”. (Los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses). Y siempre que me portaba mal de niña, mi abuela puertorriqueña culpaba a mi lado mexicano: “Es la sangre de su padre que corre por sus venas”.

Recuerdo cuando leí “Canto a mí mismo” de Walt Whitman y llené los márgenes de corazones y signos de exclamación. Sus palabras me entusiasmaron. “Estar en cualquier forma, ¿qué es eso?”, preguntó y escribió: “Contengo multitudes”. “Yo también soy intraducible”, proclamó. Como hija de la frontera, me sentí identificada. Sabía que se me aplicaban muchas etiquetas (niña, estadounidense, hispana, milenial, gringa), pero me gustaba pensar que era intraducible, o demasiado compleja como para reducirme a ninguna de ellas.

Más tarde, me mudé a Ciudad de México por mi primer trabajo como periodista. Los matices y contradicciones de mi identidad me resultaron más evidentes que nunca. Era una “corresponsal extranjera” en el país de mi padre. Era la única latina en la sala de redacción donde trabajaba. Era la pariente querida de mis primos en Ecatepec, un barrio de bajos recursos cerca de Ciudad de México. Eran los descendientes de mi tío abuelo, que había sido deportado de Estados Unidos décadas antes.

Mientras informaba sobre materias primas, vi a mexicanos que se identificaban como blancos o mestizos y que trabajaban con empresas transnacionales y cárteles para explotar los recursos y la mano de obra de sus compatriotas indígenas y afrolatinos. En Estados Unidos, todos seríamos “latinos”, pero al sur de la frontera, existía una jerarquía racial, al igual que la que existía al norte.

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No fue sino hasta que regresé a Estados Unidos para informar sobre cuestiones fronterizas en 2015, justo antes de que Donald Trump anunciara su primera campaña electoral con insultos contra los mexicanos, que empecé a identificarme de manera simple y firme como latina. Sabía que el término se asociaba con una visión reduccionista de quiénes éramos. Pero me daba una sensación de solidaridad y de que estamos más seguros en grupo. Pensaba que si aunábamos fuerzas con otros escritores y activistas del grupo de chivos expiatorios, tendríamos más probabilidades de enfrentarnos a este autócrata. Y podríamos proteger a nuestros seres queridos vulnerables de él y de su movimiento.

Pero definirnos contra Trump tenía un precio. Por ende, implicaba definirnos contra todos sus partidarios, incluidos nuestros familiares. De pronto, estaba dividida, precisamente lo que siempre quise evitar. Y perdí lo que había tenido de niña: la sensación de que era intraducible. La convicción de que los latinos eran tan insondables como Whitman. El demagogo había conseguido dividirme y vencerme.

“Cuando México envía a su gente, no está enviando a los mejores”, declaró tras descender por la escalera eléctrica dorada de la Torre Trump. “No te están enviando a ti. No te envían a ti. Envían a gente que tiene muchos problemas, y nos están trayendo esos problemas a nosotros. Traen drogas. Traen delincuencia. Traen violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas”.

Cuando oí esas palabras, escuché un ataque contra mí, contra gente como mi padre. Pero en el grupo que llamamos latinos, innumerables personas no oyeron eso. Muchos de los que escucharon las palabras de Trump compartían su opinión sobre los mexicanos. Incluso algunos mexicanos estuvieron de acuerdo, convencidos de que no hablaba de ellos. Escucharon: “No te envían a ti”. Oyeron: “Y algunos, supongo, son buenas personas”.

Trump comprendió las diferencias entre los latinos y, de cara a las elecciones de 2024, las explotó aún más y nos separó. Su sofisticada operación de campo avivó las llamas del conflicto entre nosotros: cubanos, puertorriqueños, centroamericanos, chicanos y evangélicos entre sí y contra los nuevos inmigrantes. En internet, él y sus aliados utilizaron la idea de una guerra contra la masculinidad para enfrentar a los hombres contra sus esposas, ex esposas, hermanas, madres e hijas, y no dejó de lado a los hombres latinos.

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Entre los hombres latinos seducidos por esta narrativa estaba mi padre, quien estuvo navegando YouTube durante los cierres pandémicos. Años antes, había salido de una larga época de juergas con drogas para contarme historias fascinantes sobre su vida. Parecía haberse curado de sus adicciones. Era carismático y elocuente, con barba canosa, y se había obsesionado con la jardinería y la naturopatía. Me visitó en Ciudad de México, donde fue a los mercados locales y me trajo bolsas de plástico llenas de hierbas secas. Sentí que había recuperado a mi padre perdido. Escribí un libro sobre él que NPR describió como una “carta de amor a su padre”. Trataba de cómo todas las etiquetas que había intentado aplicarle (adicto, esquizofrénico, etc.) se habían desintegrado.

Pero más tarde, cuando yo informaba sobre las consecuencias del cierre de fronteras de Trump en 2020, mi padre abrazó el trumpismo. Cuando hablábamos por teléfono, trataba de iluminarme: Yo era parte de las “noticias falsas”. Sabía que yo apenas había terminado de escribir una biografía de investigación sobre Stephen Miller, entonces el asesor principal de Trump, y que llevaba años reportando sobre las políticas de inmigración del mandatario. Pero nunca me hizo preguntas sobre nada de ello, y cada vez que yo intentaba compartir algo me interrumpía para decirme que me habían lavado el cerebro. Había crecido escuchándole decir a mi madre, que es médica, que la medicina moderna no tenía sentido, utilizando un improperio despectivo. Cuando empecé a poner límites, es decir, a decirle que lo quería pero que no me interesaba escuchar sermones sobre mi profesión, pareció perder el interés en hablar conmigo.

En la Nochebuena de este año, cené en casa de mi abuela mexicana, como todos los años. Uno de mis primos entró con una gorra de MAGA. Chocó los puños con mi padre y se quedaron fuera, hablando con un aire de secretismo y superioridad. Se me ocurrió pensar, no por primera vez, que si yo no hubiera perseguido a mi padre todos estos años, ofreciendo empatía y curiosidad a sus historias a menudo inconcebibles, ahora estaríamos distanciados. Nuestra relación siempre había sido unilateral. Mi papel consistía en escuchar y aprender; si alguna vez le ofrecía una opinión, él se enfadaba o la rechazaba. Desde el momento en que le pedí que me respetara, que me escuchara, nuestra relación se había deteriorado.

Durante el gobierno de Biden, escribí en repetidas ocasiones sobre la importancia de buscar la conexión por encima de las diferencias políticas, de no abandonar a los parientes que se habían comprado la narrativa republicana. Pero ahora me sentía cansada. ¿Era realmente mi responsabilidad tender puentes con mi padre mientras nos precipitábamos hacia el gobierno de un hombre que ha amenazado a los periodistas con enviarlos a la cárcel? Algunos de los aliados más poderosos de Trump me han ridiculizado públicamente y han amenazado con emprender acciones legales en mi contra. ¿De verdad era yo quien había abandonado a mis parientes MAGA, o ellos me abandonaron a mí?

Me fui temprano de la celebración de Nochebuena con mi abuela. La cabeza me daba vueltas. Estaba recordando una de las pocas ocasiones en las que mi papá me ofreció su apoyo: cuando mi auto se averió por la noche en Tijuana mientras hacía un reportaje, le llamé para pedirle ayuda y él llegó, borracho en su moto, a arreglar el motor. En el fondo, mi padre sí me quería, ¿verdad?

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Deseaba tanto encontrar las palabras que nos unieran, y por ende a todos los latinos de Estados Unidos. Pero nuestra unión siempre había sido una ficción. En nuestra desesperación por ser vistos y escuchados, muchos de nosotros aceptamos un teatro digerible de la latinidad. Un teatro que ignoraba nuestras contradicciones, que fingía ser traducible. Incluso ahora, voces destacadas de nuestra comunidad intentan definir y etiquetar a los latinos, por ejemplo, explicando nuestro giro a la derecha con tropos trillados sobre nuestros “valores familiares”.

El error del Partido Demócrata fue hablarle a esa ficción, a nuestra latinidad homogénea, sin tratarnos a todos por igual. Aunque sus políticos y expertos afirmaban que los latinos no somos un monolito, nos convirtieron en un bloque amorfo y moreno: ni negros ni blancos, ni realmente estadounidenses tampoco. Un borrón de clichés hispanohablantes y comedores de tacos.

Quizá haya llegado el momento de que los latinos reivindiquemos el conocimiento con el que muchos de nosotros crecimos e insistamos en expresarlo: que los latinos somos tan contradictorios y tan inclasificables como los Whitman de este mundo. Nosotros también somos intraducibles.

La respuesta no es que los demócratas traten a cada subgrupo de latinos de forma distinta, como mexicanos y no guatemaltecos o como cubanos y no venezolanos. Es tratarnos a todos por igual: igual que a los blancos, igual que a los “verdaderos” estadounidenses, igual que a todos los que merecen ser reconocidos en su humanidad plena e insondable.

Si mi padre se hubiera sentido como un miembro valioso de la familia estadounidense, quizá no hubiera sucumbido a la adicción en mi infancia. Y si los demócratas le hubieran hablado ante todo como un ser humano, en lugar de como una caricatura de un “latino”, quizá no hubiera visto el atractivo de que le hablaran principalmente como un hombre.

Había enfrentado discriminación toda su vida. Antes de trabajar en una empacadora de carne, construyó barcos durante casi una década, aunque tenía prohibido entrar a ciertas zonas del astillero: como no era ciudadano, se le consideraba una posible amenaza para la seguridad nacional. Poco antes de que mis padres se conocieran, en 1986, lo despidieron. Durante mucho tiempo, había soñado con estudiar medicina. Pero no podía pagarlo. Y, a diferencia de mi madre, no cumplía los requisitos para el programa de préstamos del Cuerpo Nacional de Servicios de Salud, ya que excluye a las personas que no son ciudadanas estadounidenses o nacidas en Estados Unidos.

Mi padre es escéptico del gobierno desde hace mucho tiempo. Para él, el atractivo de Trump es que despotrica contra el sistema. Mi padre ya reúne los requisitos para obtener la ciudadanía, pero, que yo sepa, no la ha solicitado. Así que, aunque apoya a Trump, no ha votado por él. Pero sí representa a una serie de latinos (ciudadanos, residentes e indocumentados) que se sienten deshumanizados por las instituciones de esta nación y quieren que Trump las derribe.

La latinidad, en su iteración actual, no puede unir a estos hombres con sus hijas y madres progresistas. No es rival para el sentido de pertenencia que ofrecen Trump y su movimiento, que se toma en serio su dolor y su ira. Y aunque, en comparación con otros grupos demográficos, las mujeres latinas cobramos los salarios más bajos de todos y, durante la pandemia, sufrimos tasas de desempleo más altas que nuestros hermanos y padres, las mujeres suelen tener sistemas de apoyo social más fuertes que los hombres.

Hoy en día, el concepto de latinidad oscurece las infinitas distinciones que existen en nuestras comunidades. Los demócratas lo han utilizado para disimular nuestras diferencias y decirse a sí mismos que nos entienden. Los republicanos lo han utilizado para enfrentarnos unos contra otros. Es hora de que nuestros políticos nos vean como coautores de la historia estadounidense. No como compinches o personajes secundarios. No como peones.

Los demócratas deben dedicarse a una agenda de clase que garantice la igualdad de derechos para todos, incluida la vivienda, una educación de calidad y salarios justos. Esa agenda podría traspasar las fronteras que nos dividen, tanto reales como ilusorias, y crear un sentimiento de comunidad que nos una: una red de seguridad social sólida, un aumento del salario mínimo, derechos y protecciones laborales más fuertes. Para los no ciudadanos, esta agenda centrada en la clase significa construir instituciones lo suficientemente fuertes como para apoyarles a ellos también. Para la población indocumentada de larga data, esto significa dar prioridad a una vía hacia la ciudadanía, que les convierta en miembros de pleno derecho de la clase trabajadora estadounidense. No deberían ser tratados como mano de obra barata para empresas sin escrúpulos, y no debería permitirse que Trump utilice su estatus de segunda clase para destruir la solidaridad entre los trabajadores.

¿Qué ocurre con los recién llegados a la frontera? ¿Es Estados Unidos responsable también de alojarlos, educarlos y darles empleo? La respuesta es que no debemos ceder ante las presiones de los extremos de nuestro espectro político que nos dicen que debemos tratarlos como homogéneos. Esto tiene que atenderse caso por caso. Si nos comunicamos con los nuevos inmigrantes como personas reales y escuchamos atentamente las historias de por qué abandonaron sus hogares, quizá de verdad podríamos honrar su dignidad como individuos y tener en cuenta las causas profundas de la inmigración, que han sido ignoradas durante mucho tiempo y de las que los estadounidenses son cómplices, por ejemplo, con nuestras propias industrias extractivas.

Solo respetando a los inmigrantes podremos disminuir la inmigración y aliviar las presiones que desplazan a la gente de sus hogares. Es una realidad contradictoria que les puede parecer antinatural a quienes no crecieron cruzando fronteras. Del mismo modo, puede sonar paradójico argumentar que un trato equitativo requiere curiosidad por la individualidad y las distintas necesidades de cada persona. Pero es de sentido común.

El término “latino”, tal como se concibe ahora, ha fomentado una falta de curiosidad sobre los multiversos que contenemos. Todos tenemos que cambiar nuestra forma de pensar sobre la latinidad. Por mi parte, no voy a caer en la trampa de hacer declaraciones sobre los latinos que oculten nuestras diferencias, de reducirnos a resúmenes fáciles. Ya no me interesa tratar nuestra inmensidad como un bloque de votos. No afirmaré que a los latinos les repele la instigación racial. No les aseguraré a los demócratas que si reconocen nuestra existencia, votaremos por ellos.

Pero no creo que debamos deshacernos del término “latino”. Como mujer fronteriza (nacida en tierras fronterizas, donde las líneas son borrosas) rechazo el pensamiento de “o lo uno o lo otro”. La historia de opresión contra los latinos es real, y abandonar esta palabra podría hacer más difícil remediarla. Las etiquetas pueden ser útiles, aunque imperfectas. Pueden constreñirnos. Pero también pueden liberarnos.

La palabra “latino” se hace eco del latín “latēns”, que significa oculto o secreto. Quizá podamos rescatar la latinidad como una herramienta de solidaridad si la replanteamos como un refugio, o un escondite, de la política de la división. Entre los latinos hay personas que se identifican como blancas, negras, indígenas, asiáticas y mestizas. Tenemos ciudadanía, residencia permanente y ningún estatus. Votamos de todo tipo de maneras inexplicables. ¿Y si redefiniéramos la latinidad en términos de nuestras multitudes latentes? Podríamos proclamar nuestra inclusividad, una categoría contra las categorías. Como dijo Whitman: “Me resisto a cualquier cosa más que a mi propia diversidad”.

Podríamos cruzar la frontera hacia ese país prohibido... y encontrar el camino de vuelta a nosotros mismos.

Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.

c.2025 The New York Times Company