Hay muchos motivos para la esperanza contra el COVID más allá de las vacunas

Microfotografía que muestra 4 virones del SARS-CoV-2 en primer plano. (Crédito imagen: NIAID-RML, vista en Wikipedia).
Microfotografía que muestra 4 virones del SARS-CoV-2 en primer plano. (Crédito imagen: NIAID-RML, vista en Wikipedia).

Parece que haya pasado un siglo desde el inicio de la pandemia, pero en realidad la historia comenzó a escribirse hace apenas 11 meses, concretamente el 5 de enero de 2020. En esa fecha la OMS envió a todos los gobiernos del mundo un memorándum en el que se informaba de un pequeño núcleo de afectados por una enfermedad similar a la neumonía en la ciudad de Wuhan, China.

Casi nadie prestó atención y podemos comprenderlo, ya que la OMS recoge cada mes señales de 3.000 enfermedades potenciales, entre las cuales elige 30 para su investigación. Cuando pasados los días, los científicos comenzaron a prestar atención a aquella enfermedad llena de incógnitas, surgieron las primeras preguntas. ¿Qué provocaba aquella neumonía de Wuhan, virus o bacterias? ¿Cómo se transmitía? ¿Cuál era su letalidad? ¿Cómo podría contenerse?

Desde entonces la pandemia se ha mostrado indomable. El maldito año de 2020 se acerca a su fin y más de un millón y medio de personas han perdido la vida a causa del COVID. Podría haber motivos para el pesimismo, pero en realidad este año debería de tener una lectura más condescendiente a pesar de lo trágico de sus datos.

De enero hasta ahora los científicos han hecho progresos extraordinarios, y no me refiero simplemente a las vacunas – que también – sino al conocimiento que hemos adquirido sobre la enfermedad. Ahora sabemos que hay un virus detrás, el temido SARS-CoV-2. Sabemos también que se transmite a través de pequeñas gotitas que expulsamos en forma de aerosol, las cuales pueden permanecer en suspensión durante horas en espacios cerrados y mal ventilados.

Al contrario que en marzo, cuando la pandemia simplemente nos pasó por encima (tiempos de infausto recuerdo en los que no había herramientas de diagnóstico ni equipamiento protector) ahora estamos mucho mejor preparados para controlar la enfermedad. Esto explica por qué la tasa de letalidad actual ha descendido pese a que el número de detecciones se ha disparado.

Contamos con hasta 12 vacunas candidatas en ensayos de fase tres, en la que se estudia su seguridad y efectividad. Muchas de ellas son extremadamente prometedoras, os sonarán las de Pfizer/BioNTech, Moderna, Oxford e incluso la Sputnik V rusa, con las que el gobierno de Puttin comienza hoy mismo la campaña de vacunación.

Pero como os decía antes, los progresos van más allá de las vacunas, hemos aprendido por ejemplo que al contrario que la gripe (que se expande por brotes similares en número y en lugares diferentes) en el COVID existen lo que llamamos supercontagiadores. Estos individuos, que comprenden únicamente el 10% de los infectados, son responsables del 80% de los nuevos contagios. Esto ha hecho que las estrategias de control tengan muy en cuenta la localización (mediante cribados masivos) de estas personas, que aparentemente no tienen síntomas pero que aun así pueden transmitir la enfermedad.

Y en cuanto a esos cribados masivos, es bueno recordar que además de los ya famosos PCR, que tienen un 100% de eficacia pero que son lentos arrojando resultados (unas 24 horas de espera), ahora contamos además con test rápidos de antígenos que pese a que tienen una menor sensibilidad, facilitan resultados en apenas media hora.

Las estrategias basadas en cribados masivos han demostrado ser las más eficaces, y explican por qué algunos países asiáticos como Corea del Sur y la propia China han conseguido mantener a raya la expansión del COVID.

Por desgracia el enemigo es muy complicado. Vemos que ataca de formas múltiples y a órganos diversos. Además, las personas que desarrollan anticuerpos no lo hacen de por vida, ya que pasados tres meses vuelven a ser capaces de reinfectarse. Esto alejó las esperanzas de alcanzar la inmunidad de rebaño y es la razón por la que resulta tan importante que detengamos la transmisión, incluso aunque eso nos fuerce a los impopulares confinamientos.

Ralentizar la expansión de la enfermedad no solo es importante para que no se saturen los sistemas públicos de salud, sino porque además da más tiempo a los científicos para seguir aprendiendo características del enemigo, localizando sus puntos débiles e ideando estrategias para atacarle. Todo ese tiempo extra hace que tus probabilidades de sobrevivir al COVID en un futuro vayan mejorando día a día.

Lo hemos podido ver en vivo. Infectarse durante la segunda ola da a los enfermos la oportunidad de tratarse con fármacos como la dexametasona, que mejora los índices de supervivencia en los casos más graves. El siguiente paso será desarrollar tratamientos y métodos de rehabilitación para esas personas que han acabado por sufrir secuelas que no remiten, como si en ellas el COVID hubiera mutado en un trastorno crónico del sistema inmunológico.

No quisiera finalizar sin hablaros del trabajo que se realiza con fármacos paliativos muy prometedores, como el que hoy alcanza todos los medios de información: el Molnupiravir que parece suprimir por completo la transmisión viral en solo 24 horas (según investigadores del Instituto de Ciencias Biomédicas de la Universidad del estado de Georgia en los Estados Unidos). Sin olvidarnos de otros como el fármaco experimental SNG001 de la startup británica Synairgen del que os hablé hace unos meses y que está a punto de entrar en fase 3 dado los buenos resultados en estudios anteriores.

Con todo este arsenal de conocimiento y herramientas y la inminente puesta en marcha de las campañas de vacunación, para cuando llegue la primavera y el virus comience a aletargarse, gozaremos de una nueva ventana de oportunidad para romper el círculo destructivo de confinamientos parciales o totales que han interrumpido el ritmo normal de nuestras vidas. Hay por tanto razones para el optimismo, la ciencia ha funcionado como nunca y a una velocidad inaudita. Y todo comenzó hace ahora 11 meses…

Me enteré leyendo un artículo del profesor Devi Sridhar (experto en salud pública global de la Universidad de Edimburgo) en The Guardian

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