Cinco claves de la investigación de The New York Times sobre la exposición a explosiones de artillería

Marines estadounidenses disparan un obús M777-A2 en el norte de Siria, el 15 de mayo de 2017. (Matthew Callahan/Cuerpo de Marines de Estados Unidos vía The New York Times).
Marines estadounidenses disparan un obús M777-A2 en el norte de Siria, el 15 de mayo de 2017. (Matthew Callahan/Cuerpo de Marines de Estados Unidos vía The New York Times).

Cuando los estrategas del Ejército estadounidense lanzaron una ofensiva terrestre contra el grupo militante Estado Islámico en Irak y Siria en 2016, sabían que el público estadounidense estaba cansado de guerras prolongadas en el Medio Oriente y que la operación tendría que llevarse a cabo con muy pocos militares en tierra. Así que recurrieron a una táctica que no había sido muy utilizada en décadas: el bombardeo intenso con artillería pesada.

Los lineamientos militares indican que disparar todas esas municiones de artillería de alto poder era seguro para los equipos a cargo de hacerlo. Sin embargo, una investigación realizada por The New York Times, que incluyó entrevistas a más de 40 veteranos de los equipos de lanzamiento y sus familiares, develó que las tropas regresaron a casa asediadas por síntomas como insomnio, confusión, pérdida de memoria, ataques de pánico, depresión y, en algunos casos, alucinaciones, entre otros. Además, como el Ejército pensaba que las ondas expansivas eran seguras, en repetidas ocasiones no logró reconocer lo que les estaba ocurriendo a los militares.

A continuación, cinco claves de la investigación del Times.

Para derrotar al Estado Islámico, Estados Unidos se valió de equipos de artillería que dispararon con mayor intensidad de la que se había visto en generaciones.

Los grandes obuses usados en el punto más álgido de la ofensiva contra el Estado Islámico en Siria e Irak, de 2016 a 2017, podían lanzar una munición de poco más de 45 kilogramos hasta 24 kilómetros de distancia y los equipos los dispararon casi sin cesar, día y noche durante varias semanas.

La estrategia funcionó como se había planeado y consiguió en poco tiempo aplastar al Estado Islámico hasta casi aniquilarlo. Sin embargo, para mantener al mínimo el número de militares estadounidenses involucrados, cada equipo tuvo que disparar miles de proyectiles altamente explosivos (muchos más de los que cualquier otro equipo de artillería estadounidense había disparado al menos desde la guerra de Vietnam). Algunos equipos lanzaron más de 10.000 proyectiles en tan solo unos meses.

El uniforme de gala del Ejército de Alex Sabol cuelga en la habitación de su casa en Burlington, Vermont, el 24 de julio de 2023. (Matthew Callahan/The New York Times).
El uniforme de gala del Ejército de Alex Sabol cuelga en la habitación de su casa en Burlington, Vermont, el 24 de julio de 2023. (Matthew Callahan/The New York Times).

Muchos miembros de los equipos desarrollaron síntomas devastadores y desconcertantes.

Cada disparo de obús desencadenaba una onda expansiva que atravesaba los cuerpos de los militares parados cerca del arma: hacía vibrar sus huesos, golpeaba sus pulmones y corazones y soltaba latigazos que atravesaban, a la velocidad de un misil de crucero, el órgano más delicado de todos: el cerebro.

Miembros de los equipos de artillería comenzaron a tener problemas de memoria y de equilibrio, náuseas, irritabilidad y una fatiga debilitante. Esos eran síntomas de conmoción, pero también lo que cualquier persona podría sentir tras trabajar jornadas de veinte horas en el desierto y dormir en trincheras. Los equipos entrenados para resistir no se quejaron.

Se examinó a los equipos en busca de síntomas de lesiones cerebrales después de ser desplegados, pero esas evaluaciones estaban diseñadas para detectar los efectos de explosiones mucho más grandes de ataques enemigos (no de la exposición repetida a ondas expansivas procedentes del disparo rutinario de armas). Pocos de los militares dieron positivo.

Los integrantes a quienes se les dijo que estaban saludables no comprendían por qué sufrían pánico e insomnio. Algunos pensaron que se estaban volviendo locos.

Cuando los militares comenzaron a actuar de forma extraña, a menudo fueron castigados o recibieron tratamientos ineficaces.

En los registros de los miembros de los equipos de artillería nada parecía indicar que hubieran estado expuestos a explosiones dañinas en combate, así que cuando algunos buscaron ayuda médica del Ejército, más de una vez, los médicos no consideraron la posibilidad de una lesión cerebral.

En cambio, a menudo se les decía a los militares que padecían trastorno de déficit de atención, depresión o trastorno de estrés postraumático. A muchos se les administraron fármacos psicotrópicos fuertes que dificultaban sus actividades habituales y no les brindaban mucho alivio.

Cuando su desempeño laboral se deterioraba o su comportamiento se volvía errático, a muchos miembros de los equipos no se les consideraba heridos, sino inconvenientes. Se les ignoraba para ascensos o se les sancionaba por mala conducta. Algunos se vieron obligados a abandonar el Ejército con bajas punitivas y se quedaron sin acceso al servicio de atención médica para veteranos.

Sus problemas se han extendido a la vida civil, al arruinar sus matrimonios y dificultar que mantengan empleos. Algunos ahora se encuentran sin hogar. Un número sorprendente ha muerto por suicidio. Muchos todavía no tienen idea de que es posible que sus problemas se hayan originado en la exposición a explosiones.

Estudios comienzan a revelar el riesgo que representa la exposición a explosiones, pero el progreso es lento.

Hay investigaciones que indican que la exposición repetida a las ondas expansivas generadas al disparar armas pesadas como cañones, morteros, cohetes disparados desde el hombro e incluso ametralladoras de grandes calibres puede causar daños microscópicos irreparables en el cerebro. Es posible que un gran número de veteranos militares se hayan visto afectados.

No obstante, el daño es casi imposible de documentar, porque ningún escaneo cerebral o análisis de sangre en uso en la actualidad puede detectar esas pequeñas lesiones en un cerebro vivo. Lo que complica aún más el diagnóstico es que muchos de los síntomas pueden ser idénticos a los del trastorno de estrés postraumático.

Como están las cosas en este momento, el daño microscópico causado por la exposición a una explosión solo puede documentarse definitivamente mediante la examinación de rebanadas finas de tejido cerebral con un microscopio después de que alguien ha muerto. Las muestras de tejido tomadas de cientos de veteranos fallecidos que estuvieron expuestos a explosiones durante sus carreras militares revelan un patrón único y consistente de cicatrices microscópicas.

El Ejército dice que ahora tiene protecciones contra las explosiones, pero no está claro que mucho haya cambiado.

El Congreso, a instancias de grupos de veteranos, ordenó recientemente al Pentágono que comenzara a evaluar la amenaza de exposición a las explosiones que plantea el disparo de armas y que desarrollara protocolos para proteger a las tropas. Sin embargo, el trabajo aún está en progreso. Las preguntas fundamentales sobre qué nivel de estallido puede causar lesiones y cómo la exposición repetida puede amplificar el riesgo aún no tienen respuestas.

Tanto el Ejército como el Cuerpo de Marines afirman que ahora tienen programas para monitorear y limitar la exposición diaria de las tropas. Sin embargo, los marines en el campo aseguran que no han visto los nuevos programas de seguridad, y militares de todo el Ejército todavía están entrenando con armas que al Departamento de Defensa le preocupa que puedan representar un riesgo.

c.2023 The New York Times Company