¿Citius, Altius, Fortius? Olimpismo y masculinidad “biológica”

undefined
undefined

La historia de la boxeadora argelina Imane Khelif es hoy ampliamente conocida: el pasado 1 de agosto, como parte de las competencias de boxeo en los Juegos Olímpicos París 2024, la competidora italiana Angela Carini abandonó el combate contra ella, apenas transcurridos 46 segundos, alegando que la representante de Argelia la había golpeado con una fuerza inusitada que ponía en riesgo su vida. Una fuerza que, según su apreciación, no podía provenir más que de un hombre.

A partir de ese momento, el tema se volvió de alcance global, pero la controversia venía de tiempo atrás. La peleadora italiana no era la primera en acusar a Khelif de ser “demasiado” masculina (aquí léase como fuerte, como en otros casos ha tenido que leerse como veloz) para competir contra otras mujeres. La argelina había enfrentado acusaciones similares en competencias mundiales previas —aunque no en la edición anterior de los juegos, Tokio 2020, donde fue eliminada en los cuartos de final por la irlandesa Kellie Harrington. Luego de conseguir la medalla de plata en el campeonato mundial de la Asociación Internacional de Box (IBA) de 2022, al caer en la final frente a Amy Broadhurst (otra peleadora irlandesa), Khelif regresó a la disputa por el oro en el campeonato mundial realizado un año más tarde. Sin embargo, la argelina fue descalificada poco antes del combate final. Directivos de la IBA declararon en esa oportunidad que la peleadora no había pasado una prueba de género, sin especificar en qué consistía dicha prueba y manteniendo “confidenciales” los resultados, lo que la volvía inelegible para competir.

Por su parte, también en 2023, el Comité Olímpico Internacional (COI) desconoció a la IBA como el cuerpo gobernante del box amateur a nivel mundial, luego de que una serie de acusaciones de corrupción y malas prácticas le habían valido amonestaciones previas que, a juicio del COI, la IBA no resolvió satisfactoriamente. Así, las sanciones impuestas por la IBA sobre algunas peleadoras i quedaron sin efecto para los Juegos Olímpicos. El COI fue, entonces, el encargado de comprobar la elegibilidad de las participantes. Khelif fue ratificada como elegible para competir en la justa concluida el pasado domingo, donde finalmente obtuvo la medalla de oro en su categoría.

A pesar de que Carini lamentó haber enrarecido el ambiente con su actitud, y se disculpó públicamente por ello, el maremágnum pasional de (des)información que suele envolver a las discusiones en torno al género ya estaba desatado y sería imposible de contener. La peleadora argelina se volvió el blanco de violentos ataques que no solamente disputaban su identidad, sino que además denostaban su apariencia física y cuestionaban su lealtad y capacidades como atleta y como persona. Al coro de voces que alentaron dichas actitudes se sumó la del presidente de la desacreditada IBA, el ruso Umar Kremlev, quien declaró —sin mostrar evidencia— que las pruebas realizadas a la boxeadora en 2023 acusaban una configuración cromosómica XY en la argelina. Esa era, para muchas personas, la prueba contundente de la masculinidad “biológica” de Khelif. Pero ¿es posible declarar a una persona “masculina” solamente con base en sus cromosomas? ¿Es acertado señalar que Khelif es un sujeto masculino, puramente con base en rasgos de su anatomía (los niveles de testosterona, la aparente fuerza física, etc.) y, por tanto, descalificarla para competir en una categoría femenil? En suma, ¿qué es lo que hace a una persona “masculina”?

En el famoso discurso en el que prometió que los Estados Unidos serían el primer país en llevar a un ser humano a la luna, el entonces presidente John F. Kennedy señaló: “cuanto más aumenta nuestro conocimiento, mayor se revela nuestra ignorancia”. De esa forma, destacaba el hecho de que mientras más conocemos sobre nuestra existencia como especie y el entorno en el que se desarrolla, se vuelve más claro lo limitado que ese conocimiento resulta frente a la cada vez más evidente complejidad de lo que llamamos realidad. Más de 80 años han transcurrido desde entonces, y la observación sigue siendo acertada y pertinente en muchos campos de la vida humana, entre ellos, el que refiere a esa división de la especie humana en dos grupos claramente distinguidos, separados y estancos, a los que llamamos sexos masculino y femenino, y que muchas personas aún parecen dar por tan cierta y precisa (o más) como lo es la escisión de nuestra jornada planetaria en día y noche.

En su momento se pensó que la división femenino-masculino en la especie humana era suficientemente confiable dada la evidencia observada: dos configuraciones genitales, distinguibles una de la otra. Los casos en los que aparecían genitalidades distintas a esas dos opciones fueron progresiva y sistemáticamente descartados como maldiciones, desviaciones o anomalías, según los sistemas de pensamiento dominantes en diferentes momentos históricos y espacios geográficos. El desarrollo de la biología complejizó nuestra idea de sexo al incluir en sus definiciones componentes hormonales o genéticos no observables a primera vista. Simultáneamente, la consolidación del discurso médico como el saber más válido respecto al cuidado de la vida y el cuerpo humanos dio lugar a la patologización de aquellas variaciones, al grado de pensarlas indeseables. Así, el dictamen de la modernidad, aceptado ampliamente por décadas, fue que dichas patologías necesitaban ser tratadas, atendidas y/o corregidas para hacerlas encajar en el binario previamente establecido.

La investigación científica —tanto en las ciencias llamadas duras como en la sociales— ha incrementado nuestro conocimiento sobre esa pretendida distinción binaria, revelando al mismo tiempo, como lo sugiere la cita de Kennedy, la medida de nuestra ignorancia respecto a ella. Hoy sabemos que las similitudes biológicas entre cuerpos catalogados como masculinos y femeninos son, en realidad, mucho más significativas que las diferencias, y que esas diferencias al interior de ambos grupos (es decir, de un cuerpo masculino a otro y de uno femenino a otro) se presentan de manera mucho más relevante y reiterada de lo que podríamos asumir. De manera notabilísima, hoy sabemos que la proporción de personas que no caben en esa distinción binaria, sea en términos anatómicos, genéticos, hormonales o de alguna otra naturaleza, es lo suficientemente significativa y recurrente para no ser considerada una anomalía sino una realidad constante.

Por su parte, y quizá de manera más importante, el desarrollo teórico y la investigación empírica con perspectiva de género nos han permitido dilucidar el papel de la actividad humana (expresada en términos culturales, históricos, filosóficos, políticos, y un largo etcétera) en producir dichas distinciones. Con todo, aún existe un debate entre posiciones que reivindican los componentes biológicos de la condición humana como verdades obvias, absolutas e inapelables para establecer el significado de los términos mujer y hombre, y quienes las entienden solamente como parte de los elementos que, a la par de lo cultural, lo social, lo histórico, lo psicológico y/o lo político, dan forma a nuestra experiencia como sujetos femeninos o masculinos.

Así, el caso de Imane Khelif es solamente el más reciente en una serie de conflictos —motivados más por pasiones y prejuicios que por argumentos sólidos y consistentes— en torno a lo que implica y significa ser una mujer o un hombre. Y es, también un ejemplo de la complejidad del género que, si bien tiene un componente fisiológico, está innegablemente vinculado a cuestiones históricas, sociales y culturales. Igualmente, el género está imbricado con otras formas de organización y jerarquización humana más allá de él, que dan forma a nuestra experiencia vivida como personas femeninas, masculinas o en cualesquiera otras coordenadas de sexo y género. Eso es a lo que las ciencias sociales se refieren con el término interseccionalidad: Khelif se volvió un blanco particularmente apto de la ira y los prejuicios de muchas personas no solo con base en el género, sino también en nociones de raza y clase, al tratarse de una mujer árabe del sur global.

Mientras el debate continúa, se requieren voces sensatas, informadas e inteligentes que nos ayuden a esclarecer las posibles confusiones. Solo como uno de los varios ejemplos en ese sentido, señalo el trabajo de la investigadora Hortensia Moreno, ii en el que explica con particular lucidez cómo más que solamente reflejar las diferencias entre hombres y mujeres, el deporte en general —y el boxeo en particular— es una de las tantas tecnologías que las producen y reproducen.

Y se requiere también —de manera fundamental y más allá de cualquier debate— tener presente, como principio irrenunciable, el derecho de todas las personas a existir, y a desarrollarse plena y libremente.

* Alí Siles (@AliSilesB) es investigador en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM (@CIEGUNAMy especialista en masculinidades.

 

i La boxeadora taiwanesa Lin Yu-Ting tuvo una experiencia similar, pues luego de cosechar varios triunfos, fue descalificada del mismo torneo y con el mismo argumento que Khelif. Lin también compitió en París 2024 y obtuvo la presea dorada en su categoría, la primera para Taiwan (o China Taipei) desde que participa en los Juegos Olímpicos.

ii Moreno Esparza, Hortensia (2011). Orden discursivo y tecnologías de género en el boxeo. México: Instituto Nacional de las Mujeres.