La ciencia detrás de las burbujas del champán

En un laboratorio en el corazón de la región vinícola de Francia, un grupo de investigadores coloca cuidadosamente una cámara de ultra alta velocidad. Como muchos buenos científicos, se dedican a desentrañar los secretos del universo, buscando describir el mundo material en el lenguaje de las matemáticas, la física y la química. El objeto de su estudio: las burbujas del champán.

El físico químico Gérard Liger-Belair, jefe del equipo “Efervescencia y Champán”, compuesto por ocho miembros, de la Universidad de Reims Champagne-Ardenne, quizá sepa más sobre las burbujas del champán que cualquier otra persona del planeta. Desde su tesis doctoral en 2001, Liger-Belair se ha centrado en la efervescencia dentro y por encima de una copa. Ha escrito más de 100 artículos técnicos sobre el tema, incluido un estudio de 2021 sobre el champán y los vinos espumosos en el Annual Review of Analytical Chemistry  y un libro popular: Uncorked: The Science of Champagne (Descorchado: La ciencia del champán).

“Cuando era niño, me fascinaba soplar y ver las pompas de jabón”, recuerda Liger-Belair. Esa fascinación ha persistido, junto con una serie de trabajos más prácticos: existen muchas buenas razones para interesarse por las burbujas, que van mucho más allá de los placeres del vino espumoso. Liger-Belair ha ayudado a demostrar qué aerosoles son lanzados al cielo por las diminutas burbujas que estallan en el spray marino, lo que afecta al papel del océano en la formación de nubes y el cambio climático. Incluso ayudó a determinar que algunos misteriosos puntos brillantes en las exploraciones de radar de Titán, la luna de Saturno, podrían ser burbujas de nitrógeno del tamaño de un centímetro que estallan en la superficie de sus mares polares.

Pero Liger-Belair ha tenido el placer de dedicar los últimos 20 años de su trabajo a las burbujas del champán y de otras bebidas gaseosas, como los refrescos de cola y la cerveza. Su laboratorio investiga todos los factores que afectan a las burbujas, desde el tipo de corcho hasta los ingredientes del vino y la forma de verter la bebida. Se preguntan cómo estas burbujas de dióxido de carbono afectan el sabor, tomando en cuenta el tamaño y el número de burbujas y los compuestos aromáticos que se elevan en el aire por encima de la copa.

En busca de respuestas, han recurrido a la cromatografía de gases y a otras técnicas analíticas —y, por el camino, han tomado algunas fotos impactantes—. Otros, también, en distintas partes del mundo han dirigido su mirada a las burbujas, incluso inventando robots para producir un vertido consistente y centrándose en la psicología de cómo disfrutamos de la efervescencia.

El champán: de la uva a la copa

Se suele decir que Dom Pierre Pérignon, un monje nombrado maestro de bodega de una abadía de Champagne, Francia, bebió el primer vino espumoso accidental de la historia y exclamó: “¡Estoy bebiendo las estrellas!” Resulta que esto es probablemente ficción. El primer vino espumoso probablemente procedió de otra abadía francesa, y el primer artículo científico sobre el asunto fue del inglés Christopher Merret, que presentó la idea a la recién acuñada Royal Society de Londres en 1662, años antes de que Pérignon consiguiera su puesto.

El método tradicional para producir champán implica una primera fermentación de las uvas para producir un vino base, que se complementa con azúcar de caña o de remolacha y levadura y se deja fermentar una segunda vez. Luego, el vino de doble fermentación reposa durante al menos 15 meses (a veces décadas) para que las células de levadura, ya muertas, puedan modificar el sabor del vino. Esa levadura muerta se elimina congelándola en un tapón en el cuello de la botella y descorchándola para que salga la masa congelada, perdiendo por el camino parte del gas de la bebida.

El vino se vuelve a taponar, a veces con azúcares adicionales, y se establece un nuevo equilibrio entre el espacio de aire y el líquido de la botella que determina la cantidad final de dióxido de carbono disuelto. (Hay ecuaciones que describen el contenido de gas en cada etapa, para los que tengan curiosidad por ver las matemáticas).

El sabor del producto final depende mucho, por supuesto, de los ingredientes iniciales. “Las uvas son fundamentales para la calidad del vino”, dice Kenny McMahon, un científico de los alimentos que estudió los vinos espumosos en la Universidad Estatal de Washington antes de abrir su propia bodega. También depende mucho de la cantidad de azúcar que se añada en la fase final. En los locos años veinte, los champanes introducidos en Estados Unidos eran muy dulces, dice McMahon; los gustos modernos han cambiado y varían de un país a otro.

Pero las burbujas también son muy importantes: las proteínas del vino, incluidas las procedentes de la descomposición de las células muertas de la levadura, estabilizan las burbujas más pequeñas que hacen la deseada espuma en la parte superior de la copa de champán y un estallido más marcado en la boca. Según Sigfredo Fuentes, de la Universidad de Melbourne, la mayor parte de la impresión de un aficionado sobre un vino espumoso procede de una valoración inconsciente de las burbujas.

“Básicamente te gusta o no un champán o un vino espumoso por la primera reacción, que es visual”, dice Fuentes, que investiga la agricultura digital, la alimentación y la ciencia del vino. Este efecto es tan poderoso, según ha descubierto, que la gente valorará mucho un vino barato y sin gas al que se le haya hecho burbujear mediante un chorro de ondas sonoras justo antes de servirlo. La gente estaba incluso dispuesta a pagar más por el vino burbujeado sónicamente. “Se transformó de un vino realmente malo a uno de 50 dólares”, se ríe.

Normalmente, una botella necesita contener al menos 1,2 gramos de CO2 por litro de líquido para darle la chispa y el toque deseado del ácido carbónico. Pero existe algo llamado “demasiado”: más de un 35,5 % de CO2 en el aire de una copa irritará la nariz del bebedor con una desagradable sensación de hormigueo. El potencial de irritación es mayor en una copa tipo flauta, donde la concentración de CO2 por encima del líquido es casi el doble que en una copa más ancha de estilo francés, y es menor si se sirve de una botella fría que de una tibia.

El equipo de Liger-Belair ha descubierto que un buen corcho (compuesto por pequeñas partículas pegadas con mucho adhesivo) mantendrá el gas en una botella durante al menos 70 años; después, la bebida estará decepcionantemente sin gas. Tal fue el destino que corrieron las botellas de champán encontradas en 2010 en un barco naufragado, tras 170 años bajo el agua.

Liger-Belair y su colega Clara Cilindre recibieron unos preciosos mililitros de este elixir para estudiarlos. Los vinos tenían algunas propiedades interesantes, señalaron ellos y sus colegas en 2015, incluyendo un porcentaje inusualmente alto de hierro y cobre (posiblemente procedente de los clavos de las barricas utilizadas para envejecer el vino, o incluso de los pesticidas en las uvas). También tenían mucho azúcar y, sorprendentemente, poco alcohol, quizá debido a una fermentación al final del año, a temperaturas más frías de lo habitual. Mientras que Liger-Belair y Cilindre no tuvieron, lamentablemente, la oportunidad de saborear sus muestras, otros que sí las probaron las describieron con términos como “pelo mojado” y “sabor a queso”.

En el caso de una botella de espumante más común, incluso el método de vertido tiene un impacto en las burbujas. Si se vierten 100 mililitros (unas 3,4 onzas líquidas) de champán directamente en una flauta vertical, Liger-Belair calcula que la copa albergará alrededor de un millón de burbujas. Pero un “vertido de cerveza” más suave por el lateral de la copa aumentará esa cifra en decenas de miles. Hay “enormes pérdidas de CO2 disuelto si se hace de forma incorrecta”, dice. Los puntos ásperos en el interior de una copa también pueden ayudar a agrupar las burbujas; algunos vidrieros graban formas en el interior de las copas para facilitar este proceso. Y para evitar la introducción de surfactantes que hagan estallar las burbujas, algunas personas incluso llegan a lavar sus copas sin jabón, dice McMahon.

Prueba de sabor del champán

Toda esta ciencia tiene también “implicaciones directas sobre la mejor manera de servir y degustar el champán”, dice Liger-Belair. McMahon quien está seguro de que la industria ha ajustado los protocolos para alinearlos con los resultados científicos, aunque no puede señalar ninguna bodega concreta que lo haya hecho. Hay muchos departamentos universitarios centrados en el vino, y hay una razón para ello, dice —su trabajo está encontrando una aplicación fructífera y económicamente beneficiosa—. Fuentes dice que sabe que algunos fabricantes de vino espumoso (aunque no los nombra) añaden proteínas de huevo a su vino para conseguir una espuma de pequeñas burbujas que puede durar hasta una hora.

Fuentes está buscando otro ángulo de aplicación comercial: su equipo ha creado el FIZZeyeRobot, un sencillo dispositivo robótico (el prototipo se hizo con piezas de Lego) que realiza un vertido consistente, utiliza una cámara para medir el volumen y la duración de la espuma en la parte superior de la copa, y tiene sensores de óxido metálico para detectar los niveles de CO2, alcohol, metano y otros en el aire por encima de la copa. El equipo está utilizando un software basado en la inteligencia artificial para utilizar esos factores para predecir los compuestos aromáticos de la propia bebida y, lo que es más importante, el sabor. (Gran parte de esta investigación se realiza con cerveza, que es más barata y rápida de elaborar, pero se aplica también al vino espumoso).

“Podemos predecir la aceptabilidad por parte de los distintos consumidores, si les va a gustar o no, y por qué les va a gustar”, dice Fuentes. Esa predicción se basa en los conjuntos de datos propios del equipo sobre las preferencias declaradas por los catadores, junto con datos biométricos que incluyen la temperatura corporal, el ritmo cardíaco y las expresiones faciales. Una forma de utilizar esta información, dice, sería señalar el tiempo óptimo para que cualquier vino espumoso se asiente con la levadura muerta, con el fin de maximizar el disfrute.

Por supuesto, los paladares humanos varían —y pueden ser engañados—. Muchos estudios han demostrado que la experiencia de la cata de vinos está profundamente influenciada por las expectativas psicológicas determinadas por el aspecto del vino o el entorno, desde la compañía que se tiene hasta la iluminación de la sala y la música. No obstante, Liger-Belair se ha formado, a lo largo de décadas de experiencia, una preferencia personal por los champanes añejos (que suelen contener menos CO2), servidos con suavidad para preservar el mayor número posible de burbujas, a una temperatura cercana a los 12° Celsius (54° Fahrenheit), en una copa grande en forma de tulipán (más tradicionalmente utilizada para los vinos blancos) con un generoso espacio arriba.

“Desde que me convertí en científico, mucha gente me ha dicho que parece que he conseguido el mejor trabajo de toda la física, ya que he construido mi carrera en torno a las burbujas y trabajo en un laboratorio provisto de champán de primera categoría”, dice. “Me inclino a estar de acuerdo”. Pero su verdadero placer profesional, añade, “proviene del hecho de que sigo teniendo la misma fascinación infantil por las burbujas que cuando era niño”. Ese amor por las burbujas aún no ha estallado.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

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Nicola Jones es una reportera y editora científica independiente que vive en Pemberton, Columbia Británica. Lea más sobre ella y su trabajo en su blog.

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